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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Holy Electricity

    || Críticas | Las Palmas 2025 | ★★★★☆
    Holy Electricity
    Tato Kotetishvili
    La imagen renovada


    Rubén Téllez Brotons
    Las Palmas |

    ficha técnica:
    Georgia y Países Bajos, 2024. Título original: «წმინდა ელექტროენერგია» («Tsminda elektroenergia»). Dirección: Tato Kotetishvili. Guion: Tato Kotetishvili, Irine Jordania y Nutsa Tsikaridze. Producción: Tato Kotetishvili y Tekla Machavariani; coproducción: Ineke Smits, Ineke Kanters, Lisette Kelder, Guka Rcheulishvili y Marisha Urushadze. Compañías: Zango Studio, Nushi Film, The Film Kitchen, GoGoFilm y Arrebato Films. Fotografía: Tato Kotetishvili. Montaje: Nodar Nozadze. Música: Nodar Nozadze, Nika Paniashvili y Vaqo. Diseño de producción y vestuario: Anuka Kalandarishvili y Nato Bagrationi. Reparto: Nikolo Ghviniashvili (Gonga) y Nika Gongadze (Bart). Duración: 95 minutos.

    De entrada, lo que más impresiona de Holy Electricity es su carácter mutante, el modo en que sus imágenes se retuercen con velocidad y, sobre todo, humor para darle la vuelta a los significados expuestos inicialmente por su devenir argumental. Hay en sus escenas una corta mecha de imprevisibilidad que prende rápido y que las convierte en organismos vivos, excitantes y, pese a su aparente superficialidad, dolorosos en su acercamiento a la realidad actual de Georgia. Debido al hieratismo y la parquedad que definen la forma en que los vivos se despiden del cuerpo —oculto por un velo blanco— de un familiar fallecido, la sobriedad del plano general estático con el que el director filma su velatorio pronto deviene en una tensión extraña en cuyo interior habita la semilla de la comedia más salvaje y desesperada. La expresión compungida, la angustia y las lágrimas que deben conformar el paraguas emocional bajo el que se produce la despedida de un muerto son sustituidos por una suerte de celebración laica del carácter absurdo de la existencia, sin que medie en pantalla ni un solo corte de montaje: dentro del mismo plano se produce la transmutación tonal que invierte un orden anímico oscuro, basado en la dilatación del dolor a través de su puesta en escena en sociedad que la tradición cristiana lleva siglos imponiendo como incuestionable. Con el ataúd sobre los hombros, los personajes comienzan a dar vueltas en círculos concéntricos sin una intención aparente. La deformación del plano provocada por el angular con que está filmado, el mutismo de los actores, la ausencia de signos de tristeza en sus rostros y la rigidez de sus cuerpos dan lugar a un pequeño estallido cómico que pone a los espectadores en sobreaviso: cualquier expectativa, tradición o símbolo preconcebido será desplazado hacia una improvisada mesa de cirugía para cuestionar su origen.

    En su primera mitad, Holy Electricity está diseñada sobre un rígido aparato formal con el que pretende cuestionar el orden estético que traslada la historia de sus protagonistas a un fuera de campo perpetuo dentro de los relatos construidos por los medios de comunicación, los productos de consumo y las narraciones más imprecisas; o que los convierten retazos insignificantes, en perfectos arquetipos de brocha gorda con los que trazar gags humorísticos en los que la empatía y la dignidad destacan por su ausencia. Los protagonistas son dos primos que trabajan como chatarreros ambulantes y que, un día, deciden fabricar y vender crucifijos luminosos con cuyos ingresos esperan saldar sus deudas. El proceso de construcción de dichos crucifijos y los materiales empleados sirven como perfecta metáfora de la estrategia creativa seguida por el director, puesto que, de la misma forma que los personajes moldean viejos metales encontrados en un vertedero y les dan la forma de uno de los símbolos más conocidos de la cultura occidental, Tato Kotetshvili sitúa la mayoría de las escenas de la película en espacios liminales de Tiflis —los vertederos mencionados, coches viejos y desvencijados, descampados, pisos pequeños llenos de excentricidades— y los encuadra de forma completamente simétrica, filmando con una impetuosa sobriedad formal unos lugares que, cuando son impresos en imágenes, a menudo es de forma exótica o paródica o humillante. La cámara en mano que los malos imitadores de Ken Loach y de los Dardenne han convertido en el elemento distintivo del cine social más condescendiente, plano y arquetípico es el movimiento estético con el que suelen retratar la vida de quienes viven en los márgenes; siempre frenético, melodramático y caótico, dicho caparazón formal es la sublimación de un cine devenido en puro cliché, la cristalización de un modelo unívoco de puesta en escena que le asigna unos signos fílmicos invariables a las distintas problemáticas que articulan el grueso de su relato. Cine para las malas conciencias (que buscan apiadarse de los más desfavorecidos) disfrazado de un —falso— realismo directo, dicha decisión formal forma parte de una estratificación que impone un lenguaje cinematográfico cerrado y distintivo dependiendo de la clase social a la que pertenecen los personajes —o del continente en el que ha sido rodada la película: algunos festivales le exigen cierto exotismo al cine de Latinoamérica— y, por tanto, amplía de forma simbólica las diferencias entre ellas. Sucede lo mismo con la estética de la crueldad con la que Haneke ha diseccionado a la burguesía europea, que, desde hace unos años, también ha sido convertida por los cineastas más perezosos en una pose estereotipada, cínica y moralista.

    Es precisamente esa imagen cristalizada la que subvierte Holy Electricity, puesto que utiliza la solemnidad, el equilibrio visual de la composición simétrica y un distanciamiento gélido para seguir el devenir de personajes excluidos y, además, lo hace sembrando en sus imágenes medidas dosis de humor negro que terminan rompiendo la cuerda que la inversión de los códigos estaba tensando. Si la fusión del crucifijo católico y las luces de neón —habituales de las discotecas— expone el carácter simbólico de cada uno de los elementos y evidencia la posibilidad de romper con la estratificación formal que los separa, la utilización del tableau vivant para retratar a unos protagonistas que se ganan la vida reutilizando los materiales que los de arriba han desechado tiene los mismos efectos. Una vez que Kotetshvili ha roto los moldes que alejaban la imagen cinematográfica de la realidad, dispone de absoluta libertad para configurar un nuevo lenguaje que le permita acercarse a sus criaturas con verdadera precisión. Así, la segunda parte de Holy Electricity deja de lado el amaneramiento formal para abrazar un naturalismo seco, pero humanista, que utiliza para capturar el surgimiento de una historia de amor que va creciendo entre silencios y espacios vacíos. Los gestos de empatía que el cineasta tiene con sus criaturas son enormes —ese plano general en el que iguala el peso compositivo que dentro de la imagen tiene un gran hotel con el del carro en el que uno de los personajes guarda sus cosas—, y la precisión con la que escruta las diferentes dinámicas sociales que se dan en la ciudad, además de la utilización que hace de sus espacios de tránsito como proyecciones físicas de los estados anímicos de unos protagonistas que, al mismo tiempo, se ven definidos y limitados por ellos, resultan brillantes. ♦


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