Introduce tu búsqueda

Vermiglio
FICX Imatge Permanent
  • [8][Portada][slider3top]
    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La flor del Burití

    || Críticas | ★★★★☆
    La flor del Burití
    João Salaviza, Renée Nader Messora
    No hay riqueza inocente


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Brasil, Portugal, 2023. Título original: Crowrã. Duración: 123 min. Dirección: João Salaviza, Renée Nader Messora. Guion: Henrique Ihjac Kraho, Renée Nader Messora, João Salaviza, Ilda Patpro Kraho, Francisco Hyjno Kraho. Fotografía: Renée Nader Messora. Compañías: Coproducción Brasil-Portugal; Karõ Filmes, Entrefilmes. Reparto. Francisco Hyjno Kraho, Ilda Patpro Kraho, Luzia Cruwakwyj Kraho, Solane Tehtikwyj Kraho, Raene Koto Kraho, Debora Sodre.

    Los primeros fotogramas funcionan como una explosión que condensa y avanza las ingentes cantidades de dolor y violencia que poblaran las imágenes de La flor del Burití, durante sus dos horas de metraje: el encuadre, en contrapicado, está copado por la oscuridad de un cielo nocturno que no es sino la más clara representación del mal estructural que se va a narrar; rápidamente, una maraca, iluminada por los tonos cálidos de una hoguera, es alzada dentro del tapiz de penumbra. El movimiento rápido, casi desesperado, con el que un hombre hace sonar el instrumento entra en conflicto con la negrura totalizadora del cielo: el gesto y la música luchan contra el vientre avaricioso que los quiere devorar; la mano intenta mantenerse en el primer término de la imagen, buscando que la denominación que se haga de la misma no sea la de “un plano general del cielo”, sino la de “un primer plano de la maraca”. El personaje procura que la melodía de su pueblo siga sonando pese a las múltiples amenazas que lo acechan, que el fuego alrededor del que articulan su celebración no sea apagado por la fuerza brutal de los poderosos que despliegan toda su crueldad cuando el sol se ha escondido. La película narra, por tanto, los esfuerzos que hacen los Kraho, un pueblo nativo al que, en el pasado, le pertenecía una gran parte de Brasil, por reapropiarse de su relato, por narrar la historia con su lenguaje y desde su perspectiva, por recuperar la legitimidad que les fue arrebatada.

    Casi al final de la cinta, uno de los protagonistas verbaliza el conflicto sobre el que los directores levantan cada plano: “Estos cupé no nos conocen. Ni siquiera pueden diferenciarnos”. João Salaviza y Renée Nader Messora rechazan el uso de cualquier lenguaje fílmico que forme parte del marco hegemónico que ha condenado al ostracismo y al olvido a los pueblos nativos de América para emplear, en contraposición, los códigos expresivos que han permanecido silenciados dentro la noche oscura y violenta que los westerns evitaban narrar; es decir, los cineastas construyen la cinta empleando los materiales narrativos que utilizan los Kraho, sus propias voces y relatos —decisión que cristaliza en una hibridación de la ficción y el documental—: cuentan su historia, sí, pero lo hacen renegando de cualquier mecanismo que haya operado dentro de la maquinaria del clasicismo cinematográfico que forjó el mito –falso– de los pulcros y honrosos vaqueros que se defendían de los malvados “indios” —nótese la ironía—. Así, el primer movimiento a realizar no es otro que la desarticulación total de la concreción del argumento: sin trama, la tensión de la obra sólo puede surgir desde dentro de cada uno de sus planos, desde el contacto que se establece entre los distintos lenguajes que conviven en ellos. El espacio adquiere una importancia fundamental en la primera mitad de la cinta: por un lado, porque constituye el nudo dramático de la misma —ganaderos, traficantes de animales y demás fuerzas económicas intentan quitarle a los Kraho sus tierras para capitalizarlas—; y, por otro, porque el diálogo que los protagonistas entablan con él condiciona el tempo externo de las imágenes.

    El corte de montaje queda completamente desligado del devenir de cualquier tipo de acción narrativa y el sentido lúdico que atraviesa la relación entre los protagonistas y el espacio que habitan define la duración de cada plano: una escena puede empezar antes de que alguien entre en el encuadre —muy abierto, en la mayoría de los casos— y terminar mucho después de que haya salido, dado que la mera acción de observar el lugar está inherentemente acompañada de un placer sencillo y sensorial. Hay un equilibrio perfecto de pesos dentro de cada composición, porque los cuerpos rara vez son retratados como entes aislados de una realidad material, lo que provoca que los directores, en su esfuerzo por concederle un papel principal a los escenarios, dejen mucho aire incluso en los primeros planos de los rostros: el espacio nunca está subordinado al gesto del cuerpo. La forma de filmar a los protagonistas cogiendo fruta o pelando una mandioca o contándole a los más pequeños su historia o jugando con un oso hormiguero o corriendo por el bosque desprende un fuerte lirismo contemplativo que permite entender la concepción democrática que los Kraho tienen de la naturaleza: la dilatada duración del plano es significativa de la respetuosa parsimonia que tienen como emblema de su día a día: la naturaleza y los seres vivos que en ella habitan no son bajo ningún concepto objetos capitalizables con cuya destrucción o comercialización puedan enriquecerse, la velocidad está excluida de su devenir diario y la calma es un estado agradable, una fuente de serenidad y disfrute.

    El problema es que las fuerzas económicas del capitalismo no piensan como ellos, y llevan décadas intentando quitarles sus tierras utilizando todos los medios que sean necesarios. Es en la segunda parte de la cinta donde la violencia que los Kraho llevan años soportando pasa a ocupar el primer término de la imagen; donde su historia, marcada por los asesinatos, robos, engaños y abusos que han sufrido y siguen sufriendo, se despliega sobre la pantalla para llenar esa grieta de dolor e incertidumbre que coarta cada una de sus actividades cotidianas: el constante estado de alerta en el que viven debido a la presencia firme del capitalismo se infiltra en su día a día, condicionando cada uno de sus gestos, de sus acciones y de sus silencios: el ejemplo paradigmático, por doloroso, de esta dinámica se aprecia al inicio de la cinta, cuando unos niños, de noche, hablan de la necesidad de proteger su tierra de una vaca que pasta cerca de ellas. Desde la primera infancia, los Kraho aprenden a vivir en un estado de tensión perpetuo; muy a su pesar –y al de sus padres—, su mirada adquiere las características del ojo del vigía: sus tierras son un espacio de comunión total entre seres vivos, pero detrás de sus fronteras la chispa de la violencia espera para prenderlo todo, para llenar su territorio de sangre y fuego y comerciar con los restos del incendio, y, por ello, deben estar alerta, deben agruparse para defenderse.

    Décadas atrás, dos de los rancheros con más poder de la región se unieron para repartirse las tierras de los Kraho, previo asesinato de sus propietarios. En determinado momento de la película, uno de los protagonistas rememora aquella noche en la que gran parte de su pueblo fue asesinado a sangre fría: la cámara se mantiene en casi todo momento pegada a los rostros asustados de dos de las víctimas que, escondidas, esperan a que todo termine. No es trabajo de los espectadores imaginar los detalles —nunca morbosos— del genocidio, puesto que es la propia voz en off de la protagonista la que lo narra todo. La oralidad a través de la que los Kraho transmiten de generación en generación el horror que vivieron sustituye a la representación gráfica y explícita de la violencia —en cualquiera de sus variantes—; se escuchan los gritos, el sonido de los disparos y el que producen los cuerpos cuando caen al suelo, pero la agonía, la desesperación y el miedo llegan a través de la palabra, ahora convertida en una intermediaria que barre cualquier atisbo de regodeo en la crueldad y que además le añade a los acontecimientos el peso del dolor presente, la legítima rabia que sienten los narradores al contar el horror que sufrieron sus antepasados. La imagen con la que se cierra dicha secuencia —un plano detalle de la sangre extendiéndose por la tierra— condensa a la perfección otra de las ideas que late debajo de cada imagen: detrás de cada gran fortuna, hay un crimen escondido. ♦


    El perdón Fantasías de un escritor Memoria Clara Sola
    Noche

    Estrenos

    Bird

    Inéditas

    Tiempo suspendido

    Streaming

    Rogosin

    Podcasts

    En la alcoba
    Ti Mangio
    De humanis El colibrí