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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Invasion

    || Críticas | Karlovy Vary 2024 | ★★★★★ |
    The Invasion
    Sergei Loznitsa
    Cada muerto, una forma fílmica nueva


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Dirección: Sergei Loznitsa. Producción: Maria Baker-Chotuskova y Sergei Loznitsa. Dirección de fotografía: Evgeniy Adamenko y Piotr Pawlus. Montaje: Danielius Kokanauskis y Sergei Loznitsa. 145 minutos. Color.

    Cuando falleció Claude Lanzmann, hace ya casi seis años, muchos se preguntaron quién heredaría el trono del gran documentalista francés. Obviamente, no podía ser Georges Didi-Huberman, rival absoluto y uno de los pocos pensadores que se habían declarado en público en contra de la supuesta infalibilidad del dogma lanzmanniano sobre la representación del mal. Tampoco podía ser László Nemes, que además de no prodigarse mucho tras la cámara ya empezó a patinar ese mismo año con la relamida y hoy ya olvidada Atardecer (Napszállta), y cuyas últimas declaraciones sobre la guerra en Gaza son, cuanto menos, cuestionables. La cosa requería un replanteamiento, pero para hacerlo, era necesario sugerir en primer lugar que los debates sobre el Holocausto habían evolucionado brutalmente desde el estreno de Shoah y que, por el bien de la Humanidad, quizá era necesario preguntarse si la dichosa y citadísima banalidad del mal requería nuestra atención más allá de 1945. En Bosnia, por ejemplo. En la propia Gaza, por ejemplo. En Ucrania, por ejemplo.

    De ahí que Loznitsa haya conseguido construir ese puente que muchos teóricos de la esfera de Lanzmann no quería que se cruzase de ninguna manera: señalar que se puede pensar el Holocausto y el presente, que seguimos preguntándole cosas a las imágenes de archivo, que la reflexión sobre la barbarie no termina en la frontera de Auschwitz o de los disparos de los Einsatzgruppen. Que el mundo sigue avanzando y con él, el vuelo del Ángel de la Historia de Walter Benjamin. Que cuando se viola, se tortura, se quema, se asesina, hay que coger una cámara y preguntarse cómo usarla, una vez cada muerto. Y que no hay que conformarse con filmar lo que filma todo Dios, porque cada muerto exige un relato nuevo, una forma fílmica nueva, una manera nueva de hacer cine.

    La prueba es que existe The Invasion, un documental parcialmente observacional de dos horas y media de duración que retrata la vida cotidiana de Ucrania durante los primeros meses de la guerra. Digo «parcialmente observacional» porque la cámara no responde a lo que hubieran rodado Wiseman, o los Mayles, por poner dos ejemplos rápidos. Cada muerto, una forma fílmica nueva. Por ejemplo, aquí Loznitsa no mueve la cámara ni la esconde: rueda con equipos de alta gama, en trípode, consiguiendo planos estáticos y sostenidos. Quiere que la cámara sea visible, que los sujetos sepan cómo y cuándo les están rodando. No busca invisibilidad alguna, pero sí que busca la distancia. No hay desplazamientos, simplemente una mirada, un ojo que se clava en los objetos y los cuestiona: un ataúd, un ramo de flores, un escombro, una ventana, una piscina. Loznitsa le pregunta a los objetos con una cámara que podría fruncir el ceño, una cámara penetrante y obstinada que quiere arrancar de ellos la verdad misma de la Historia que ocurre en tiempo real.

    Hay, sin embargo, un movimiento osado: un único plano con un dron que emerge de los escombros de una casa en ruinas y recorre brevemente la noche de Ucrania. Por primera vez, y contra todo pronóstico, un director utiliza un plano en un dron en un documental con un sentido terroríficamente narrativo, justo, preciso. No se trata de «decorar» ni de «salpimentar el montaje», ni de «dar ritmo» a ninguna secuencia. Vemos una ruina y, de pronto, la cámara al elevarse sitúa esa ruina en un contexto. Vemos la herida, vemos el barrio agujereado, vemos el humo y los camiones y las luces y las mangueras desde arriba, y la cámara es a la vez narrativa, descriptiva y teológica, todo a la vez. Al ser el único plano en movimiento en todo el documental —quitando algún temblor inconsciente en la escena de la librería—, coge toda su fuerza, parece incluso una punta del compás sobre la que Loznitsa trazara su recorrido de la Historia.

    Tampoco es un documental observacional puro porque está claro que el director participa. Quiere estar presente, quiere que sepamos dónde está, al lado de quién, y por qué razones. Puede que no incorpore otras huellas de veredicción más evidente, pero no son necesarias: basta con ver cómo filma los funerales, con qué enorme respeto, o con qué fuerza se detiene en los tullidos que intentan recuperar la movilidad en los hospitales. No esconde la belleza. No esconde el dolor. Pero cuidado, no responde a ningún movimiento propagandístico: su escritura es suya. Así, por ejemplo, muestra cómo en las escuelas infantiles las «clases de arte» se convierten en clases de pura propaganda política en las que se muestran dibujos de niños para inocular mensajes nacionalistas y patrioteros. Muestra también cómo la ciudadanía de las grandes ciudades se hace selfies al lado de los tanques rusos que se exhiben de manera grotesca en las calles. Muestra cómo los monumentos y los espacios de memoria se convierten en parques de atracciones para comportamientos pueriles —aquí revolotea, como bien apuntó alguien en el coloquio posterior a la proyección, la sombra de Austerlitz (2016). Loznitsa hace lo que considera, hasta el punto de que ni siquiera le dedica unos planos apreciativos a Zelenski, sino que le muestra convertido en un icono pop completamente separado de la realidad de su país.

    La película es tan inteligente como el director, y viceversa. La película responde a los grandes debates sobre la barbarie y la representación a una altura que no tiene nada que envidiar a la de Lanzmann. La película no está filmada para convencer a nadie de nada, sino para disparar un feroz debate contra nosotros mismos. La película es, ante todo y sobre todo, una película — lo que, como bien saben, cada vez se puede decir menor de una gran parte del cine contemporáneo. ♦


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