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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | MMXX

    || Críticas | 71SSIFF| ★★★★☆
    MMXX
    Cristi Puiu
    El cine, una prueba


    Carles M. Agenjo
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Rumanía, 2023. Título original: MMXX. Dirección: Cristi Puiu. Guion: Cristi Puiu. Compañías productoras: Mandragora, 2DB Film, Youbesc Film. Fotografía: Ivan Grincenco, Silviu Stavilã. Producción: Anca Puiu, Sergiu Cumatrenco. Reparto: Bianca Cuculici, Laur Bondarenco, Otilia Panainte, Florin Tibre, Igor Babiac, Roxana Ogrendil, Dragos Bucur, Adelaida Perjoiu, Dorian Boguta, Marin Cumatrenco. Duración: 160 minutos.

    Cristi Puiu sabe que el cine, en el mejor de los casos, es un ensayo constante. En 2011, llevó a cabo un taller actoral en el centro Les Chantiers Nomades de Toulouse con doce actrices y actores. Esto permitía al director rumano cubrir, al menos, dos necesidades. Por un lado, entregarse al puro aprendizaje. Como volver al colegio con la mente despejada. Por otro, ajustar cuentas con el cine de su país en un momento donde éste mostraba signos evidentes de desgaste debido, en parte, a las dinámicas del gran consumo. De repente, a Puiu se le presentaba –según declaró en una entrevista– la oportunidad de reescribir a Éric Rohmer. No para medirse, sino entrenar sus esencias, aprovechar sus métodos, invocar su espontaneidad. Esto, en el fondo, no es ninguna novedad. Más bien una constatación que se puede rastrear en cada una de sus películas. Quizá La muerte del Sr. Lazarescu (2005), aquella odisea nocturna de un paciente (Ioan Fiscuteanu) atascado en un limbo de ambulancias y salas de espera como sátira de un sistema sanitario ya colapsado antes del coronavirus, no sería el mejor ejemplo de un cine cercano al maestro galo, pero incluso este inquietante teatro del absurdo de registro naturalista, ventana al mundo de la nueva ola rumana, fue planteado en un primer momento como piloto de una serie sobre los suburbios de Bucarest en honor a los cuentos morales de Rohmer. No resulta casual, pues, que antes de celebrar el taller en Toulouse, Puiu pensara en el director de La rodilla de Clara (1970) como punto de partida. Tampoco debería sorprendernos que, de repente, le asaltaran las dudas y optase por otros candidatos, igualmente desafiantes, como el Jean Eustache de La mamá y la puta (1973) y el Apichatpong Weerasethakul de Síndromes y un siglo (2006).

    Lejos de mitificar un solo padre, Puiu barajaba distintos modelos. Desde las formas primarias de Rohmer y el rigor observacional de Eustache hasta los misterios insondables del insumiso Weerasethakul. Lo más curioso es que, horas antes de empezar las sesiones, se decantó por una cuarta opción. Los tres diálogos y el relato del Anticristo de Vladimir Soloviev fue el material elegido para trabajar en clase. La obra –compendio de entregas de revista que el teólogo moscovita escribió en 1899, un año antes de su muerte– encierra un grupo de aristócratas en un debate platónico de resonancias morales. De nuevo, a Puiu se le presentaba la oportunidad de ensayar. No importaba que la novela aconteciera en la Rusia de finales del siglo XIX porque no se trataba de interpretar literalmente la densa dialéctica de Soloviev, sino actualizar su sentido. Puiu era consciente de que estaba adaptando a un profeta que, antes de la 1ª GM, fue capaz de prever los enfrentamientos de un siglo XX abocado al naufragio. El campo de cultivo perfecto para recoger lo trabajado en Toulouse en un largometraje, Trois exercices d’interprétation (2013), y siete años más tarde en la descomunal Malmkrog (2020). Esta vez, encerrando los personajes originales en una fiel adaptación con algunos cambios. Seguíamos en la Rusia pre-soviética, pero la reunión se celebraba ahora en una mansión transilvana con ecos de Buñuel donde una defensora militar (Diana Sakalauskaité), una optimista moral (Marina Palii), un filósofo mediador (Frédéric Schulz-Richard), un colonialista enamorado del viejo continente (Ugo Broussot) y una católica de afiladas ironías (Agathe Bosch) ejercitan ignorantes del terror que se avecina una interminable retórica sobre el Bien y el Mal, la falacia del pacifismo, los motivos de la guerra, las fracturas de la religión y el concepto Europa.

    Rohmer, en el fondo, es la punta de un gigantesco iceberg que Puiu va modelando a lo largo de su ambiciosa obra. Su gran virtud, quizá, radica en amplificar el potencial que destila un reparto desde una visión idealista. Tomando Malmkrog como último ejemplo, aunque la naturaleza vírica del capitalismo esté siempre latente en las opulentes estancias de una mansión donde los ricos pronuncian y los sirvientes obedecen, el director ofrece una auténtica lección sobre la erótica de la palabra como instrumento de afinada plática, florete en guardia de un combate intelectual e incluso como herramienta de transparencia entre discursos políticos condenados a la fricción. Los personajes siempre hablan sin alzar la voz, aunque algunas opiniones alarmen por su descarada xenofobia y, lo que es peor, por las miradas de invitados que exculpan desde el privilegio. Pero Puiu nunca pierde de vista el norte de lo que propone. La semilla actoral que plantó en Toulouse culminó en 2020 con la que, seguramente, es una de las películas más importantes de este siglo. Malmkrog despliega una dilatada sucesión de elaboradas réplicas que parecen invocar la muy democrática necesidad del buen diálogo, sin restricciones europeas, aunque la tragedia de lo inevitable aguarde detrás de las paredes y la élite disfrute, sin saberlo, de sus últimos días antes de la Revolución en una estructura lineal que Aleksandr Sokúrov planteó desde otra mirada, menos estática, más barroca y manierista, pero igualmente certera en el retrato de un zarismo al borde de la desaparición a través de un único plano en continuidad, en la inmortal El arca rusa (2002).

    Sólo era cuestión de tiempo que Puiu se embarcara en un proyecto dispuesto a desmontarlo todo. De nuevo, priorizando el cuerpo y la mirada como utensilios de prueba para desenmascarar, casi sin querer, las complejidades de lo Real. Tras conquistar el naturalismo en un anti-slasher tan angustiante como la mal traducida Aurora, un asesino muy común (2010) y arañar los límites del drama familiar en ese colosal vodevil que es Sieranevada (2016) absorbiendo hasta la última gota de sudor actoral en espacios cerrados, Puiu apuesta por un ejercicio de demolición absoluta. MMXX, su séptima película en solitario, nos interpela directamente como testimonios de un año fatal y espectadores de una obra siempre comprometida con las fronteras del Cine y la Historia. El reto, ahora, consiste en radiografiar la Rumanía del 2020. Un acto de abordaje imposible que relata justo lo contrario de lo que cabría esperar. La COVID-19 ocupa un enorme fuera de campo, pero está presente en cada plano. El orden, el control narrativo, las fórmulas –según Puiu– no son suficientes para explicar cómo funciona el mundo, y tenemos que mirar más allá de ellas en busca de otra cosa. Por esto, regresamos a la escena larga, la naturalidad del gesto y la espontaneidad de la mirada. No para reescribir ninguna memoria de la modernidad, sino para que sea el reparto quien somatice un guion escrito a partir de experiencias vividas, escuchadas o compartidas. Todo se sirve en frío, en crudo, pero también de forma honesta y contradictoria, despojando la narración de cualquier filtro o recurso que pueda codificarla o hacerla accesible en términos de ritmo y tensión.



    «Sólo era cuestión de tiempo que Puiu se embarcara en un proyecto dispuesto a desmontarlo todo. De nuevo, priorizando el cuerpo y la mirada como utensilios de prueba».


    Vayamos por partes. La película, si es que se puede llamar así, se despliega mediante una narración irregular. Como si el desorden fuera lo que más nos acerca a una posible experiencia de entorno específico. Dividida en cuatro capítulos, primero asistimos a la jornada de una terapeuta (Bianca Cuculici) que espera sentada –en firme plano general– con las piernas levantadas en el sofá de su apartamento mientras escucha el Sempre Libera de Verdi. Llega una supuesta clienta (Otilia Panaite) y empieza una sesión cargada de ironías donde la especialista dispara un cuestionario que desata el ego de la visitante. De repente, el hermano de la terapeuta (Laur Bondarenco) irrumpe en la escena para pedir dinero. En el segundo capítulo, la comodidad de sofá se revela aparente. Nos situamos en otro apartamento –¿o es el mismo?– y la cámara ha perdido estabilidad. Cae la noche y la joven, desbordada por la situación, carga con los problemas de una amiga separada de su bebé tras el parto, un hermano que le recrimina orden doméstico y su novio (Florin Tibre), que estudia en solitario sin atender sus urgencias. La cámara captura claridad en cada plano, aunque, a veces, los personajes se le escapen y vire como si los (per)siguiera. Algo parecido sucedía en la muy dinámica Sieranevada, pero aquí la historia adopta forma de embudo. Como si Puiu concediera al reparto la única llave para entender a cuentagotas qué está pasando. Llega un punto, incluso, en que la cosa permite formular una pregunta pertinente. ¿Qué es más importante? ¿Los datos que los actores van soltando para completar la historia o la forma en que Puiu propone acercarnos a una realidad reconocible desde otra mirada? Puede que ambas cosas.

    En cualquier caso, llegamos al tercer episodio. Puiu recupera al novio de la protagonista, pero en otro espacio. El joven, estirado en el sofá de un pequeño cuarto de hospital, espera el resultado de una prueba de antígenos mientras habla con un amigo. Parecen dos compañeros de trabajo compartiendo anécdotas sobre ligues y mafiosos en una conversación grabada en plano único sin mirarse a los ojos, siempre pendientes del teléfono o del techo de la habitación. Otras dudas asaltan la mente. ¿Qué está pasando? ¿Qué lógica interna sigue esta narración donde el secundario de una escena es protagonista en la siguiente? ¿Y las conversaciones que mantienen? ¿Tan importantes son? Si leemos MMXX con la necesidad de completar el puzle, seguro que no. Pero la intención parece otra. ¿Acaso la intrascendencia de estos diálogos entrenados a consciencia no es lo que más nos acerca a una posible representación de la realidad en tiempos de pandemia? ¿Acaso el simulacro de lo cotidiano en apariencia no es la mejor forma de recuperar un año de ansiedad doméstica, tests incómodos y espera interminable? Puiu no ofrece más respuesta que la de un cuarto capítulo filmado otra vez cámara al hombro, donde lo satírico y trivial abren paso a una confesión severa. Un supuesto policía (Dragos Bucur) se dirige en coche hacia una zona rural perimetrada para encontrarse con un compañero –el productor Dorian Boguta, que le pidió a Puiu un papel a medida durante el rodaje– e interrogar a una prostituta (Adelaida Perjoiu) en un espeluznante caso de tráfico de órganos. De camino, hablan sobre la belleza de un poema de Marin Sorescu –¿o era Nichita Stănescu?– y del suicidio de un colega. Finalmente, la propuesta termina con un rezo compartido que Puiu registra, como la misa de Sieranevada, desde una distancia profundamente respetuosa.


    «El reto, ahora, consiste en radiografiar la Rumanía del 2020. Un acto de abordaje imposible que relata justo lo contrario de lo que cabría esperar».


    Francamente, sería injusto catalogar MMXX de comedia negra con final terrorífico o como un híbrido entre sátira y drama. Las etiquetas sobran y la siempre equívoca barrera entre realidad y ficción se difumina en esta propuesta. Quizá la más radical sobre los traumas de la pandemia. Un resumen anual de naturaleza aleatoria. Una síntesis esquiva y nada ortodoxa que se niega a hablar en plural y reafirma a Puiu como sólido demiurgo de universos inasumibles. Nada es obvio en este experimento sobre las concreciones de un confinamiento global y una enfermedad todavía en curso donde las madres en cuarentena y las puntuaciones de Apgar se entrelazan con la crueldad al servicio del mercado y el lado oscuro de un capitalismo que vomita en silencio. No obstante, el director se niega a terminar el viaje con mala cara. Al contrario, abre un plano general de cielo despejado con una familia –¿o grupo burbuja?– caminando de espaldas a cámara y que ha dejado atrás un descampado de aparatos y y desechos clínicos –la misma basura abandonada que aparece brevemente al inicio de cada capítulo– preñados de un simbolismo tosco. Mientras, suena The King Will Come de Wishbone Ash. Tal vez, el deseo de un futuro más justo y equilibrado, menos caótico que el saco de historias que nos acaban de contar. Así culmina una propuesta que, definitivamente, cierra el círculo. No por casualidad, también nace de un taller de interpretación. El cine, de nuevo, como ensayo coral, recipiente de pulsiones inconscientes, de un amor que no se puede expresar, de una verdad que contamina la mirada. De ahí surge una película que no es película. Tan defectuosa como insólita. Ya no se trata de reescribir a Rohmer. Puiu se rehace a sí mismo. Una y otra vez.


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