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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La isla roja

    || Críticas | 71SSIFF | ★★★☆☆
    La isla roja
    Robin Campillo
    Determinismo histórico y narrativo


    Ignacio Navarro Mejía
    Madrid |

    ficha técnica:
    Francia, Bélgica y Madagascar, 2023. Título original: L’île rouge. Dirección: Robin Campillo. Guion: Robin Campillo. Producción: Les Films de Pierre / Scope Pictures / France 3 Cinéma / DDC / Memento Films Production. Fotografía: Jeanne Lapoirie. Montaje: Robin Campillo, Stéphanie Leger y Anita Roth. Música: Arnaud Rebotini. Dirección artística: Emmanuelle Duplay. Vestuario: Isabelle Pannetier. Reparto: Nadia Tereszkiewicz, Quim Gutiérrez, Charlie Vauselle, Amely Rakotoarimalala, Hugues Delamarlière, Sophie Guillemin, David Serero, Luna Carpiaux. Duración: 117 minutos.

    El colonialismo fue, durante siglos, uno de los ejemplos más llamativos de desigualdad histórica, basada en este caso en el dominio absoluto de ciertas potencias sobre territorios de ultramar. De estos últimos extraían todo tipo de riquezas, materiales u orgánicas, hasta numerosa mano de obra en forma de explotación o esclavitud, e imponían en ellos sus leyes, su cultura y su visión sesgada del mundo. Tan grande era este dominio, derivado de tan elevada desigualdad, que transcurrió mucho tiempo hasta que los pueblos subyugados pudieron adquirir conciencia plena de su situación, organizarse, rebelarse y emanciparse. Para ello hizo falta, en efecto, un largo y arduo proceso, extendido en varios continentes y culminado en distintas épocas, más tardíamente en África, donde prácticamente todo el territorio estaba repartido entre unos pocos mandatarios europeos. Uno de los países afectados fue Madagascar, bajo el yugo francés desde finales del siglo XIX, hasta su independencia en 1960. Empero, tanto en este Estado (fallido) como en otros, cuando se separaron de la metrópoli y alcanzaron su autogobierno, no lograron realmente una plena soberanía. Y es que, con el fin del colonialismo, llegaría el llamado neocolonialismo, por el que las antiguas potencias coloniales podían seguir prolongando su poder sobre otros territorios, pues, como sabemos, la desigualdad geográfica (entre primer y tercer mundo) no se superaría y se mantendría hasta hoy en día. En concreto, este nuevo dominio ya no se ejercería directamente sobre el terreno, formalmente cada país tendría su gobierno, sus leyes y su idiosincrasia, pero, en realidad, cada uno de ellos dependería de sus antiguos amos políticos mediante ataduras y vínculos ahora, sobre todo, de naturaleza económica.

    La sensación de que un pueblo puede regir los designios de otro no se limitaría por tanto al periodo estrictamente colonial, sino que iría más allá. Así, incluso después de 1960 los franceses pudieron seguir disfrutando de una posición de privilegio en la llamada isla roja. En este contexto se desarrolla la nueva película de Robin Campillo (que hace unos años obtuvo mucho reconocimiento con su premiada 120 BPM), ya que se ambienta en Madagascar en 1972, por tanto doce años después de su independencia, si bien con un persistente control francés, tanto en forma de ascendente social heredado como en forma de efectivo orden militar. En una de estas bases viven con una falsa sensación de protección varias familias de origen galo, aunque curiosamente Campillo centra el foco en una cuya figura paterna está interpretada por Quim Gutiérrez, en el papel de un personaje español antes de nacionalizarse francés por su servicio, precisamente, en el ejército de este país. El verdadero protagonismo entre los miembros de esta familia recae con todo en el hijo menor (Charlie Vauselle), que observa desde una perspectiva distante, y a menudo a escondidas, lo que acontece a su alrededor. El cineasta utiliza por tanto un recurso ya habitual en el cine, como es situar la cámara desde la mirada de un niño, para subrayar la extrañeza, por la sensación de descubrimiento y por la incomprensión propias de su corta edad, de las acciones que componen el drama. Dicho de otra manera, la situación social en Madagascar por estas fechas era de transitoriedad, casi de anacronismo, lo que provocaba contrastes y conflictos a varios niveles, y ello ya de por sí generaría incertidumbre y confusión. Si estos hechos, además, son vistos y asimilados a través de los ojos de un niño, para quien el mundo ya de por sí es incierto y confuso, tal impresión queda reforzada, o al menos dotada de mayor significado.

    La isla roja nos muestra, entonces, una realidad incomprensible, tanto para su protagonista como para cualquier espectador que, con ojos ahora maduros y críticos, pueda juzgarla desde el presente. Con esa premisa e intención, el metraje discurre por la cotidianeidad de esta familia expatriada, sucediéndose las secuencias con un ritmo casi anodino, aunque dotado de cierta intriga por las llamativas notas de la banda sonora o por la sugestión de algunas imágenes que parecen esconder algo más de lo que se ve a primera vista. El mayor interés estético de la cinta, en cualquier caso, obedece a los paréntesis imaginarios del cómic Fantômette, serie infantil de la que el joven protagonista es ávido lector, pues en varias ocasiones su drama cotidiano se interrumpe para mostrarnos las aventuras de ese personaje gráfico, en un mundo paralelo, crepuscular, al que se evade el protagonista. Lo interesante es que este mundo imaginario es la puerta de entrada para captar la realidad auténtica, pues hasta entonces la verdadera situación social de Madagascar era ocultada, fragmentada por la visión parcial de los adultos. Cuando el padre soldado rememora una de sus misiones, consistente en lanzar en paracaídas a varios nativos para sofocar una revuelta campesina, se atisba el lanzamiento desde lejos y no se asiste propiamente a la acción. O, cuando una compañera de esta familia recuenta cómo las mujeres nativas han construido esos paracaídas, su trabajo está condicionado también por la voz narrativa de quién las manda e instruye, que ignora el abuso laboral al que están sometidas, hasta la propia condición de estas trabajadoras. Sin embargo, cuando el niño protagonista, desprendido de la autoridad de los adultos, se aventura en la noche vestido como Fantômette, progresivamente se revela la situación real del pueblo de la isla, que acaba sustituyéndole en el protagonismo, como es acorde al cambio de paradigma entre sujeto dominante y dominado. Ahora bien, toda esta estructura narrativa, ingeniosa y reveladora (en la medida en que traslada este mensaje a la cambiante importancia concedida a los personajes), no colma por sí sola de interés todo el metraje, que aqueja ciertas carencias y se resiente de cierta irregularidad, en lo referido al sustrato emocional o al seguimiento de una historia propiamente dicha. Al fin y al cabo, estamos en primer lugar ante una película de ficción desarrollada como drama personal, y solo en segundo lugar ante un ensayo alegórico sobre los retazos coloniales de este singular país.


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