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    Apuntes desde la mirada de una ballena

    || Cineclub | Ensayos
    Apuntes desde la mirada
    de una ballena
    La ballena (The Whale), Darren Aronofsky


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón|

    «Aquí está la dicha. Aquí puede uno salir de la propia soledad, liquidar ese núcleo de oscuridad con forma de cuña que es el yo, y tender la mano, hacia arriba, en busca de otra persona… en un gesto de amor. El éxtasis estalla en nuestros ojos. Basta».
    (Apuntes sobre el suicidio, Simon Critchley).

    01. En nuestros ojos. Basta.

    En la lejanía. En el gesto de asomarse sobre la barandilla de un barco.

    Como se asoman el padre y la hija de Aftersun (Charlotte Wells, 2022), manteniendo la mano de uno sobre la otra, ante la «tierna indiferencia del mundo», que escribió Camus en El extranjero, que después remacharía: «Comprendía que había sido feliz y que lo era todavía».

    Había sido feliz, fórmula escandalosa, fórmula que lleva al estremecimiento, o como dice un personaje de Cinco Lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022): «Hay veces que eres feliz… y no lo sabes».

    La antesala de la desesperación es precisamente esa: la certeza de haber sido feliz.

    Pienso en la fotografía en la que Charlie (Brendan Fraser) queda retratado en un gesto bufonesco, cualquier viaje de hace unos años, quién sabe, alguien apretó el disparador y aquellos cuerpos de pronto se convirtieron en luz y aquella luz impresionó la película y la película fue impresa sobre un papel fotográfico que fue enmarcado y depositado en un mueble y desde ahí.

    «Dios te envolverá con sus rayos y te dará otro cuerpo de luz», dice el pequeño misionero.

    Pero vuelvo a la fotografía de Charlie y de su compañero. No de su amante, sino de su compañero. Su compañero. Silencio. Desde ahí vendrá después la medida de la soledad, la taquigrafía del duelo, el silencio de esa pequeña casa en la que Charlie, vamos a decirlo claro, se ha encerrado para matarse. Desde ahí Dios vendrá para juzgar a vivos y muertos, pero… ¿cómo juzgará a un hombre —no digo un «cuerpo», digo un hombre— que ha decidido matarse?

    Aquí se juega la película entera. O el espectador es Charlie o no lo es. No hay término medio. Y, sin duda, tenemos herramientas críticas de sobra para descargar con absoluta furia sobre la película de Aronofsky: pornografía emocional, regusto conservador, afección desmesurada. Capacitismo y teología. Un plano en el que Charlie mastica asquerosa y repugnantemente una pizza y que la cámara de Aronofsky, si no recuerdo mal, reencuadra mediante lo que parece un travelling de acercamiento.



    Decisiones abyectas, de acuerdo, como abyecto es el «cuerpo» que se muestra y su Via Crucis, su crucifixión, su Gólgota oscurecido por la somera dirección de fotografía de Libatique (un «piso marrón-pollo frito», que escribió en su fantástica crítica en este mismo espacio Marions Borrull), su perdón de los pecados y su ascensión a los cielos, todo, todo equivocado, o mal, o desmesurado. Se ha hablado de «cuerpos», pero repito, yo quiero hablar de «hombres». Mirada abyecta, por supuesto, ¿pero no era también abyecto el Cristo de Grünewald? ¿Y no era aquel, ya puestos, un verdadero hombre, y no simplemente un Dios crucificado?

    Y podría ser, sin duda, que La ballena moleste por su fingida ingenuidad o por el exceso de desquiciado voltaje melodramático, o por su extrañísima estructura compuesta por escenas que flotan de estallido emocional en estallido emocional, morosamente, perezosamente, con retazos de genialidad y de idiotez, deshaciéndose entre lugares comunes y zonas ambarinas de extraña opacidad ética.

    Sin duda, todo eso puede decirse —y se ha dicho— desde la crítica. Pero también existen otros caminos. Porque si uno acepta ascender al Gólgota, la corona de espinas que desgarra las obligaciones de juzgar una película —si uno es, si una es Charlie, si esto es un hombre o una ballena, si uno o una sabe de lo que habla verdaderamente la cinta—, entonces puede desviarse y escribir un texto diferente.

    Equivocado. De acuerdo. Aceptemos escribir un texto equivocado.

    Sin miedo.

    02. Matarse

    Charlie toma voluntariamente la decisión de morir. De matarse. Comiendo.

    Charlie en-carna las posturas concretas de los estudios sobre el suicidio (Thomas Macho, Ramón Andrés, Kay Redfield Jamison…) que conceden al menos tres cosas. La primera, que el suicidio puede ser un acto absolutamente racional y lógico, esto es, fundamentado en una sólida concepción de la autonomía humana. La segunda, que lo hace porque sabe que su cuerpo ya no pertenece a Dios (opción religiosa), al Estado (opción laica), ni a su exmujer o a su hija (opción personal). La tercera, que al hacerlo no busca activamente subrayar su honestidad, ni otorga valor de venganza, ni pretende caer en la delicada telaraña del choque entre el auto-odio y el narcisismo exacerbado freudiano. No quiere una solución. No hay solución. Ya no. No deja nota alguna de despedida. Si acaso, como mucho, la nota de su suicidio es la redacción que escribió su hija sobre Moby Dick en un tiempo en el que, como queda dicho, era feliz y no lo sabía. Charlie ha leído demasiados libros para creer en la posibilidad de la autoayuda. Charlie hace de su cuerpo la pesadilla explícita de la teología medieval y comienza a deformarlo desquiciadamente por la vía del pecado de la gula. El suyo es un planteamiento absurdo porque le convierte en algo así como en el retrato viviente de la célebre víctima de Seven (David Fincher, 1995).

    Charlie cumple la profecía del siglo XXI: Si únicamente somos cuerpo, si no existe Dios, si la identidad viene dada por lo que uno decide que hace con su cuerpo y cómo lo transforma, ¿por qué no destruirlo? ¿Por qué no arrasarlo? ¿Por qué no devolverle a Dios aquello que ha traído tanto dolor, aquello que ya no sirve para nada, aquello que ha quedado arrasado por la vida misma?

    Charlie, Charlie hubiera querido vivir. Hubiera deseado vivir. Pero el deseo, el amor, la fe, se agotan.

    Y en el límite, es bien sabido, no salvan a (casi) nadie de matarse.

    03. Bioacústica de la ballena

    En 1970, el experto en bioacústica Roger Payne editó un elepé fascinante titulado Songs of the Humpback Whale —lo pueden escuchar en Spotify— en el que registró los «cantos», los sonidos de diferentes tipos de ballenas, y los dejó flotando en una especie de ruido grisáceo y ancestral que nada tiene que ver con el silencio. Payne, en sus memorias, señaló que decidió escuchar a las ballenas después de contemplar cómo el cadáver gigantesco de una de ellas era vandalizado en Revere Beach: alguien talló en su lomo sus iniciales con una navaja. Alguien utilizó su espiráculo como cenicero. La ballena, como en Armonías de Werckmeister (Werckmeister Harmóniák, Béla Tar, 2000), como aquel otro célebre animal desollado a golpes en Turín, expuso a las claras la profunda desesperación de la aventura humana.

    En Buchenwald, como es bien sabido, pelvis humanas también fueron utilizadas como ceniceros. Si esto es un hombre.

    Somos ceniceros del tiempo. Polvo al polvo, cenizas a las cenizas. Y así nos vamos consumiendo mientras consumimos otras cosas (comida, por ejemplo), y así Cristo en la cruz afirmó, con voz de hombre: «Todo está consumado».

    Las cenizas de los cuerpos amados a veces se arrojan al mar y desde allí acarician los lomos de las ballenas.

    04. Una cosa bien hecha en la vida

    Hubo una playa.

    Siempre la hay, en casi todos los relatos. Era una playa que, por cierto, existe a partir de la mirada de la hija, que es la que sutura el último plano del flashback —y, dicho sea de paso, uno de los pocos planos que tienen lugar fuera de casa.

    La playa en la que jugaba la niña, en la que los pies de Charlie fueron lacerados por los guijarros, pies que flotan en el aire en el final de la cinta en un truco de magia tan desesperado que resulta absurdo.

    Debo repetirlo de nuevo: La ballena es una película desesperada, y el espectador/espectadora está desesperado o no lo está.

    Si no lo está, tanto mejor.

    Si lo está, puede creer en la absurda ascensión de Charlie.

    Como igual de absurdas podrían parecer las levitaciones para un no creyente de San José de Cupertino —famoso, además, por su capacidad de ayuno— o de la más reciente Santa María de Jesús Crucificado. Aronofsky quiere que creamos en un santo en 2023, quizá en algo parecido a una figura crística que acepta voluntariamente su martirio. Aronofsky es el más desquiciado de los directores religiosos contemporáneos, y por eso cosecha siempre críticas tan rabiosas. Aronofsky es un profeta loco en el cine contemporáneo que mercadea por los zocos de la opinión con su Disangelio en la mano, su Mala Nueva.

    En el centro del debate sobre el suicidio, en su dimensión cristiana —y tomo prestada una idea de Simon Critchley— hay una sugerencia que puede resultar insoportable. El creyente, más o menos cómodo en la vida que le ha tocado vivir gracias —entre otras cosas— al sentido y a la exigencia que le aporta la posibilidad de la divinidad, no dudará en decir que no podemos quitarnos la vida, ya que la vida es un don de Dios. Ahora bien, el punto ciego que tiene dicha argumentación es, por supuesto, que un don o un regalo es algo de naturaleza positiva y que, en el límite, puede devolverse o rechazarse con toda educación. La vida, por decirlo rápidamente, no viene con Ticket Regalo, y lo que es peor, no suele ser fácilmente transitable. Si la existencia es un don de Dios, entonces deberíamos respetar la posibilidad de prescindir de ella cuando consideremos oportuno, sin que ello signifique una merma de nuestro agradecimiento al Creador o sin que se entienda como un gesto de desprecio hacia la posibilidad que se nos cedió al dejarnos habitar un breve tiempo este mundo. Quizá pudimos vivir nuestra pequeña vida —quizá «fuimos felices y no lo sabíamos»— hasta que un buen día, por la razón que sea, escogemos bajar el telón y retirarnos con un simple ademán de agradecimiento hacia los que nos acompañaron.

    Ese es, también, el mayúsculo problema que tiene el —por otro lado, portentoso— sistema teológico de Hans Küng. Una vez despejadas las fricciones contra la tentación de un nihilismo más o menos consciente, Küng nos pide que hagamos un pacto de aceptación con la realidad y que seamos lo suficientemente fuertes como para transitarlo, para aceptarlo, para tomar el mundo con la alegría y la fortaleza que se presupone a la posición cristiana. La idea es magnífica salvo que, simple y llanamente, Küng se enreda en una demostración circular: un cristiano puede encontrar valor a la vida porque lo elige… y así seguir siendo cristiano, claro. Pero un hombre en lucha con su fe o con la idea concreta de su propio dolor que no puede aceptar el sufrimiento cotidiano sale disparado de nuevo contra la nada, sin posible camino de vuelta.

    Realizo este excurso porque Charlie ama a su hija. Pese a todo. Charlie realiza lo imposible para amar a su hija, para «que no olvide que es maravillosa», para que no se deje caer en ese abismo de odio y furia con el que Ellie (Sadie Sink) se recubre escena tras escena. Charlie quiere seguir los pasos de Küng, pero los lleva todavía más lejos. Como es un buen padre —y como queda escrito en Aftersun, puede que un buen padre, a veces, se mate— no le ofrece ningún anclaje que le pueda servir como identificación futura: No le dice «serás médica», no le dice «llevarás mi apellido», ni siquiera le dice: «serás feliz». No. Simplemente le dice: «Tendrás una buena vida». Y esa buena vida, por lo demás, queda absolutamente delimitada en el interior de la película: Ellie será capaz de cuidar, de preocuparse por otros seres humanos. Ellie será capaz de dar amor y de recibirlo.

    Ese es el núcleo de la despedida de Charlie: Podrá matarse, pero sabrá que ha hecho una cosa bien en la vida.

    Ahora bien, cabe preguntarse si esa misma idea puede aplicarse sobre el Dios cristiano. Cabe preguntarse si Dios algunas veces se cuestiona si ha hecho (con nosotros) una cosa bien en la vida. Porque en ese don de Dios que nosotros hemos recibido hay, sin duda, cosas maravillosas, empezando sin duda por la impresionante posibilidad de hablar de nuestro propio desgarro. Pero, ¿qué pasa con todo lo demás? ¿Qué pasa con el suicidio?

    Y es que La ballena está punteada por dos suicidios: el de Liam (que dejó de comer y se hundió en las aguas) y el de Charlie (que comió demasiado y ascendió a los cielos). Entre medias, la tierra. Entre medias, Ellie. Entre medias, la playa. Charlie se convierte en un cetáceo, en un cuerpo imposible quizá porque quisiera flotar como su amante en el agua eterna de una creencia en un Dios que nos resulta incomprensible.

    A menudo se culpa a los «malos» creyentes de que únicamente se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena, esto es, que únicamente vuelven a Dios cuando la vida se les antoja intransitable. Ahora bien, quizá podríamos darle la vuelta a la afirmación si le preguntamos a Dios por qué se hace presente a través del sufrimiento, por qué los truenos, por qué de pronto aparece como aparece Charlie en la vida de su hija, cerca de su final, cuando ya estamos llenos de rabia y angustia. Podríamos preguntarle, como hace Ellie, si ahora quiere hacer de padre, después de tantos años en silencio, desaparecido, leyendo las redacciones/oraciones que escribimos de pequeños cuando todavía, de alguna manera, le creíamos presente. Podríamos preguntarle, vamos a decirlo de una puta vez, si nos deseó una buena vida.

    Y qué ha salido mal en medio, claro.

    05. Génesis

    Aronofsky está obsesionado con el problema de la creación del mundo, y consecuentemente, con el problema del mal en el mundo. Sus películas más extrañas y fallidas —pero también, las más emocionantes— no hablan únicamente de la autodestrucción del cuerpo, sino del tremendo problema del origen. Ese es el trazado salvaje de la infravalorada La fuente de la vida (The Fountain, 2006), ese es el dispositivo total sobre el que gira Madre! (Mother!, 2017). Aronofsky vuelve una y otra vez al Génesis y lee: Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas (Gn 1, 3-4). Y un poco más adelante, ahora, Aronofsky sigue bajando los ojos y en el versículo 21 lee: Y creó Dios a los grandes monstruos marinos (…) Y vio Dios que eran buenos.

    En algunas traducciones, se puede leer: Y creó Dios a las ballenas.

    Hay una expresión católica para referirse al tránsito de un ser humano que me emociona lo indecible: Ha vuelto al Padre. Intuyo que tiene que ver con Juan 20:17, en el que Jesús le dice a María Magdalena: «No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; más ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». Decía antes: esa ascensión final de Charlie es incomprensible para la inmensa mayoría de los espectadores e —intuyo—, francamente insultante para las nuevas generaciones. Pero yo tengo que aferrarme a ella. Igual que me aferré hace unos meses a los peldaños de la Scala Santa de San Juan de Letrán cuando ascendí, arrodillado, siguiendo a la Santa de La Gran Belleza (La Grande Bellezza, Paolo Sorrentino, 2013). Ascender, hay que ascender a toda costa.

    Y no tanto por la idea misma de ese Dios que (dicen) espera tras la muerte, sino por la inmensa potencia ética previa al final de La ballena.

    En los últimos minutos, Ellie puede marcharse de casa.

    Simple y llanamente, puede hacerlo.

    Dejar a su padre morir, agonizando, solo, sin esperanza. Dejar a su padre convertido en esa inmensa masa de carne culpable de ojos vacíos o llenos de esos cigarros que Dios ha ido apagando durante toda la película en sus córneas.

    Ellie, sin embargo, permanece.

    Lee su redacción.

    El acto final de Ellie es gigantesco, es el verdadero don de la película, es su propia honestidad, es su propia decisión irrevocable de perdonar la que hace que todo tenga un tremendo sentido, es un acto cinematográfico puro —permanecer ante el umbral de la casa que es el umbral de la vida, dejar su voz y su cuerpo, despedir, dejar marchar, optar por el bien absoluto, que es necesariamente absurdo y en el que ya nadie cree, ese bien que es una mancha en la conciencia que más vale mantener oculta de los ojos de los demás, un bien inútil que no sirve para nada, que no salva a nadie, y que sin embargo, estalla y señorea. Este plano, lo diré claramente, es el bien absoluto. Definitivo.

    Porque Ellie, finalmente, le lega tres cosas a su padre en el momento de la despedida. Su presencia (permanece), su palabra (la redacción), y aunque sea durante un momento brevísimo de montaje, una sonrisa. Llena de dolor, y funcionando como un plano/contraplano, pero una sonrisa definitiva.



    Ellie permanece, lo dejaré escrito una vez más, y al hacerlo, confirma que su padre llevaba razón: Ella es maravillosa. Ella tendrá una buena vida. Y por extensión, en efecto, Charlie ha realizado algo bueno. Una única cosa. Allí donde sus estudiantes le desprecian, allí donde los demás retroceden llenos de horror, allí donde nadie quiere mirar (los ojos de la ballena, la decisión de matarse, la coherencia interna de su gesto suicida), Ellie permanece.

    Ese es el verdadero milagro final de la cinta, y no la ascensión de Charlie.

    Cuando el relato mítico escribe Y vio Dios que era bueno… ¿Qué significa bueno exactamente? ¿Y con qué ojos lo vio Dios?

    Epílogo. Sepultados a mitad de camino.

    «Mas en persecución de esos lejanos misterios con que soñamos, o en acoso de ese demoníaco fantasma que una u otra vez nada ante todos los corazones humanos; mientras a tales damos caza sobre este redondo mundo ellos, o bien nos conducen a yermos laberintos, o bien nos dejan sepultados a mitad de camino». (Herman Melville, Moby-Dick o la ballena, p. 328)

    Sobre la playa, a través de la playa, siempre pasa el tiempo.

    Un hijo es a menudo la excusa para hacer soportable, para frenar en lo posible la idea del deseo mismo de la muerte porque sin el hijo es bastante probable que se optase por arrojarse por la ventana o sumergirse en el mar o comer hasta morir o cruzar una línea continua y conducir en dirección contraria o ahorcarse en la cocina o prenderse fuego, y así al nacer depositamos en sus manitas la responsabilidad de la propia vida. Es un acto egoísta, a qué negarlo.

    La mano del hijo crece, a veces escribe, otras veces sujeta un cigarrillo, o acaricia, o golpea, o tiembla, pero siempre, a todas horas, sostiene la vida del padre con tremendo cuidado, invisible, firmemente, cuando se abraza a un peluche, cuando aprende a escribir en un cuaderno, cuando empuña un tenedor, cuando roba algo en una tienda, cuando aprende a afeitarse, cuando descorcha su primera botella, cuando subraya unos apuntes, cuando firma el primer contrato, cuando aprende a girar sobre un volante, cuando desnuda un cuerpo, cuando cierra una puerta, cuando te despide, cuando finalmente se apoya en un cristal que deja ver tu ataúd.

    La mano del hijo es la mano que Dios nunca te tiende.

    Si todo va bien, a menudo, suelen ocurrir así las cosas: uno no se mata porque tiene hijos. Permanece hasta el final con ellos y para ellos, en la obligación más o menos explícita de demostrarles que la vida merece la pena ser vivida, que si están aquí es porque uno valoraba lo suficiente la existencia como para querer legarla. Uno no se mata porque debe demostrar que con los años llega la sabiduría, la paz, la calma, en lugar del remordimiento, la constancia del fracaso, el autodesprecio y la vejez. Por eso las nuevas generaciones no soportarán La ballena, porque no saben todavía que el tren de la bruja de la vejez llega a toda hostia y tendrán que esperarle en esta estación vacía que es el cuerpo propio, un cuerpo que engorda, que se arruga, que falla, que se despide.

    Mientras tanto, ascendemos, como ángeles, o ballenas, o suicidas en el último salto en el filo de un edificio, mientras tanto el amor, mientras tanto la desesperación de la que no puede hablarse, mientras tanto el silencio, mientras tanto.

    Mientras tanto.
    Hasta entonces.
    El éxtasis estalla en nuestros ojos. Basta.

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