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    Crítica | Almas en pena de Inisherin

    || Críticas | ★★★☆☆ ½
    Almas en pena de Inisherin
    Martin McDonagh
    Los buenos hombres


    Ignacio Pablo Rico Guastavino
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Reino Unido, Irlanda, Estados Unidos, 2022. Título original: «The Banshees of Inisherin». Dirección: Martin McDonagh. Guion: Martin McDonagh. Compañías productoras: Blueprint Pictures, Film 4, Fox Searchlight, Metropolitan Films International. Fotografía: Ben Davis. Montaje: Mikkel E.G. Nielsen. Reparto: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Condon, Barry Keoghan, Pat Shortt y David Pearse. Duración: 114 minutos.

    Mientras la guerra civil irlandesa riega el norte de Gran Bretaña de cadáveres, los habitantes de la isla de Inisherin, ajenos en buena medida al conflicto, viven instalados en la monotonía de quien habita el tiempo como si este nunca fuera a agotarse. Al terminar el trajín cotidiano, los hombres suben a la taberna a emborracharse y deleitarse en su irrelevancia. Las mujeres, entretanto, vigilan cada pequeña desviación de lo habitual en la vida de sus vecinos, o ruegan por malas nuevas capaces de animarles la tarde. Pádraic (Colin Farrell), un tipo sencillo y de buen corazón, se dispone a disfrutar de la negra cerveza junto a su inseparable Colm (Brendan Gleeson). Sin embargo, algo extraño e inesperado sucede, perturbando el corazón de todos los habitantes de Inisherin. Colm no quiere pasar un minuto más junto a su viejo amigo. De repente, se ha hecho consciente de aquello que ningún otro hombre de Inisherin está dispuesto a asumir: el peso y el paso del tiempo. Negándose a ceder un solo segundo más de su vida al aburrimiento que suponía escuchar largas horas a un beodo Padráic relatando sus cuitas, Colm se entrega a una composición musical por la que, siente la certeza, pasará a la posteridad.

    Martin McDonagh, dramaturgo antes que cineasta, y responsable de películas hoy de culto como Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete psicópatas (Seven Psycopaths, 2012), vuelve en su nuevo largometraje a temas que han acompañado su quehacer fílmico: los límites de la camaradería masculina, y el papel del arte en la cultura contemporánea. A propósito de este último, McDonagh se plantea cuestiones ya presentes en Siete psicópatas, pero que en esta ocasión brillan diáfanas y desnudas en los diálogos escritos por el autor: ¿es la creación artística capaz de hacernos trascender, o la obsesión con la conquista de la eternidad apenas alimenta nuestra vanidad y, por tanto, nos aleja de la dimensión más humana del ser? El tema, apuntado en un puñado de conversaciones entre Padráic y Colm, termina por repicar poderosamente gracias al sencillo pero implacable devenir de los acontecimientos. McDonagh renuncia, por un lado, a la barroquizante retórica que lastraba Siete psicópatas y, por el otro, alcanza un fluir más natural que nunca que conduce de la comedia costumbrista a la melancolía oscura; una transición ya ensayada, aunque lastrada por un andamiaje ciertamente visible, en Tres carteles en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017).

    Almas en pena de Inisherin es textualmente perfecta. Propone, con el talante posmoderno de McDonagh, una inteligentísima deconstrucción del hombre, de sus aspiraciones y de sus fronteras emocionales infranqueables, enmarcándolo en una cultura que resuena en la nuestra propia. Además, Farrell, Gleeson y Kerry Condon –conmovedora encarnación de una mujer culta que no tiene lugar en esa tierra de bloqueos sentimentales y egos heridos– están excepcionales en sus respectivos roles. Sumado todo ello a la compleja red de cuestiones que hallamos bajo la sencillez del conflicto –y que jamás tiene la tentación de convertirse en burda alegoría política–, podríamos estar hablando de una obra mayor. Lamentablemente, McDonagh vuelve a toparse con un problema habitual y, a estas alturas de su carrera, diríamos que insoslayable: su falta de pericia como director. Es significativo que Almas en pena de Inisherin funcione, ante todo, cuando apuesta por establecer una comunicación entre el espacio escénico y el cinematográfico; es decir, cuando se enraiza en el ámbito natural del realizador, que es el de la dramaturgia. Pese al trabajo fotográfico del todoterreno Ben Davis, que encuentra el rango tonal y el cromatismo perfectos para la narración, McDonagh desaprovecha de manera recurrente las posibilidades formales del conjunto. Así pues, y aunque Almas en pena de Inisherin fluya, gracias a todo lo comentado anteriormente, sin altibajos, lo hace casi siempre apoyándose en soluciones escénicas carentes de verdadera inspiración. No obstante, existen excepciones, y lo tocante a la elaboración visual de ciertas ideas resulta estimulante, pero el que podría ser su mejor filme vuelve a quedarse a las puertas de la grandeza.

    En cualquier caso, el largometraje es, con sus virtudes y defectos, un oportuno brebaje contra el cinismo, una meditación serena acerca de la bondad como único valor susceptible de desactivar la estupidez alimentada por el ego, el sentido del honor o el temor a aceptar los miedos más íntimos. McDonagh ha afinado su escritura y, terminada la película, solo nos queda desear que en un futuro dé ese paso como director cinematográfico que pueda convertirlo, de una vez por todas, en el cineasta superlativo que las imágenes, ocasionalmente, nos dejan intuir.


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