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    Crítica | Infinity Pool

    || Críticas | Sundance 2023 | ★★★☆☆
    Infinity Pool
    Brandon Cronenberg
    Vivir del dolor de los demás


    Raúl Álvarez
    Madrid | Sundance 2023 |

    ficha técnica:
    Canadá / Hungría / Francia. 2023. Título original: Infinity Pool. Director: Brandon Cronenberg. Guion: Brandon Cronenberg. Productoras: Film Forge, Hero Squared, 4 Film, Celluloid Dreams, Croatian Film Association, Elevation Pictures, Eurimages, Neon, Topic Studios y Téléfilm Canada. Fotografía: Karim Hussain. Música: Tim Hecker. Montaje: James Vandewater. Reparto: Alexander Skarsgard, Mia Goth, Cleopatra Coleman, Thomas Kretschmann, Amanda Brugel, John Ralston, Caroline Boulton, Jeff Ricketts, Amar Bukvic.

    No hay imágenes incómodas, sino pulsiones reprimidas y pensamientos venenosos que nos devuelven la mirada. Desde esta perspectiva es más fácil adentrarse en el imaginario de Brandon Cronenberg y comprender los motivos, temáticos y estéticos, que articulan su cine. Infinity Pool es su tercera película en una década, y, como en las dos anteriores, el director y guionista construye una trama multigenérica, de la ciencia-ficción de raíz huxleyana al survival, pasando por el torture porn, que bascula alrededor de los caprichos y vicios de las clases acomodadas para descubrir las siniestras grietas de la moralidad dominante en nuestro presente. Los juegos salvajes del primer Dogma 95, para entendernos, pero trasladados a un espacio sin tiempo, deudor evidente del cine de David Cronenberg, donde Eros, Thanatos y Psique bailan en círculos convergentes.

    James (Alexander Skarsgard) y Em (Cleopatra Coleman) forman un matrimonio que disfruta de unas vacaciones en un resort situado en la isla ficticia de La Tolqa. Él es un escritor mediocre en crisis y ella, la hija del editor que publicó la primera y hasta el momento única novela de James. Cuando la pareja entabla amistad con otro matrimonio de clase alta, una serie de turbios acontecimientos les revelan que La Tolqa está lejos de ser un edén turístico. El típico planteamiento de un paraíso devenido en infierno, en definitiva, que sin embargo Brandon Cronenberg traslada con firmeza hasta sus propias y reconocibles coordinadas como autor: el doble, la identidad en descomposición, el sexo matérico, la (auto)violencia salvaje, la máscara como auténtica personalidad y la crisis de pareja. Sujetos sin predicado para una novela en la que «el ser» nace de una cuchillada en las entrañas.

    Para su concreción audiovisual, las maneras y manierismos de Antiviral (2012) y Possessor (2020) alcanzan aquí una notable cota de refinamiento en la que no poco tienen que ver la música de Tim Hecker y la fotografía del ya habitual Karim Hussain. El primero ofrece un pulso atonal que unas veces acompaña bien y otras subraya en exceso los planos aberrantes y/o dubitativos de Cronenberg; recuerda a los trabajos de Cliff Martínez para Nicolas Winding Refn. El segundo refina tonos y texturas con una iluminación y una colorimetría más complejas de lo que pudiera parecer a simple vista, ya que alterna sin estridencias un estilo naturalista crudo –por fin, imágenes diurnas digitales sin quemar– con otro de carácter alucinatorio cuyas referencias oscilan del soft porn de Private al glam revisitado de los años noventa. En esos contrastes aflora lo mejor de Brandon Cronenberg.

    A ratos, el director de hecho se manifiesta como un cineasta al que un científico weird hubiera trasplantado del cine independiente de aquella década para enfrentarlo a cierta autoría impostada de nuestros días; la que sitúa personajes ante un crepúsculo y los pone a hablar con la intensidad de un mal actor del off Broadway, o la que tortura cuerpos y mentes confundiendo provocación ética con disrupción moral. Imaginemos por ejemplo el Pi de Aronofsky dirigido por Noah Baumbach. Sería oportuno apreciar a la vez Infinity Pool como una contestación a esas propuestas y como una manifestación consciente de que los márgenes, en el cine, se representan mejor si la mirada del poder queda expuesta a partir del dolor de la mirada sometida. Por eso tiene más interés y peso dramático Gabi (Mia Goth) que James; porque Cronenberg la utiliza para mostrar las contradicciones que pueden alimentar un falso estado de la cuestión, la que sea, y una falsa autoría; ambas, por otra parte, tan consecuentes con el espíritu cínico de nuestra época.

    Esta no es una película sobre lo que significa sufrir dolor (James y Em), sino sobre lo que implica vivir del dolor (Gabi y sus amigos) de los demás. Esta crítica a la decadencia moral del capitalismo, que define sin ambages el discurso político de Infinity Pool, se entendería peor o no se entendería si este reloj contara las horas al revés. El concepto no es nuevo. La literatura de J.G. Ballard y Kurt Vonnegut, tan cara primero a Cronenberg padre como ahora a Cronenberg hijo, plantea este asunto de la misma manera, lo que de paso sirve para entender la diferencia de planteamiento y resultados entre Titane (Julia Ducournau, 2021) y Crash (2004). Una discute y la otra asiente. Veremos hacia donde se precipita la carrera de Brandon Cronenberg, pero de momento sus imágenes, incluso las torpes, se conjugan en presente subjuntivo. Supuran incertidumbre y desazón.

    Encadenada, literalmente, como un perro rabioso, Infinity Pool ladra toda la fiereza de su invectiva cuando James, condenado una y otra vez a asistir a la muerte de sus dobles –una metáfora que ya enunció Freud en El malestar en la cultura (1930) a propósito del fin del espíritu ilustrado–, abraza, rendido, la ideología brutal de sus amos. La imagen de James mamando sangre del pecho de Gabi es de esas que justifican un film y perdonan sus diligencias. Las más clamorosas: esos ecos de Tú eres el siguiente (You’re next, Adam Wingard, 2011) en la secuencia del asalto a la mansión del dueño del resort, o el uso tan insustancial como facilón de las máscaras características del folclore popular de La Tolqa. También hay que señalar la falta de convicción en algunas escenas de Alexander Skarsgard, en un rol que ya empieza a ser una etiqueta: el macho alfa deconstruido a partir de tópicos de revista de tendencias. Así como la timidez puntual de Cronenberg a la hora de ir más allá de las explicitudes convencionales en las fricciones entre sexo y muerte.

    Quizá se reservaba la lucidez para el final, con esa lluvia de cristal que ofrece una nueva lectura del sentimiento de estar muerto en vida. Cuando uno sirve al instinto equivocado.


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