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    Dosier Michael Mann | El último mohicano (1992)

    || Dosier Michael Mann (VII)
    Del paraíso y de la épica
    El último mohicano (1992)


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    EE.UU., 1992. Título original: The Last of the Mohicans. Director: Michael Mann. Guion: Michael Mann, Christopher Crowe. Productores: Ned Dowd, Hunt Lowry, Michael Mann, James G. Robinson. Productoras: Morgan Creek Entertainment, Twentieth Century Fox. Fotografía: Dante Spinotti. Música: Randy Edelman, Trevor Jones. Montaje: Dov Hoenig, Arthur Schmidt. Diseño de producción: Wolf Kroeger. Reparto: Daniel Day-Lewis, Madeleine Stowe, Russell Means, Eric Schweig, Jodhi May, Steven Waddington, Wes Studi, Maurice Roëves, Patrice Chéreau, Edward Blatchford, Terry Kinney, Tracey Ellis, Justin M. Rice, Dennis Banks, Pete Postlethwaite, Colm Meaney, Mac Andrews, Malcolm Storry.

    Dosier Michael Mann: índice

    ~ 01 ~


    A menudo se suele olvidar con facilidad la etimología de paraíso. Palabra misteriosa, dotada de reminiscencias religiosas —de un tiempo a esta parte, canibalizada por los resorts, las promesas de escapismo y los sucedáneos de una cierta experiencia que se suele situar en oposición a otras como productividad, jornada laboral o incluso vida cotidiana. Si seguimos las indicaciones de Joseph Campbell [1], paraíso encuentra sus orígenes tanto en el griego de paradeisos (parque cerrado) como en el persa de pairi (alrededor) y daeza (muro). Pertinente formulación, sin duda, que se encuentra en el centro de las tensiones que se vertebran en el diseño visual de El último mohicano, especialmente en las tensiones narrativas que se proponen a propósito de las relaciones entre civilización, individuo, guerra y habitabilidad.

    Al contrario que en otras cintas algo más amables del clasicismo que hunden sus raíces en la construcción visual de, pongamos por caso, obras como Bird of Paradise (King Vidor, 1932), aquí la cuestión del exotismo o de la fábula naturalista quedan opacadas por lo que podríamos llamar la esencia natural del hombre: su salvajismo, su gesto brutal, su estado perpetuo de guerra. Ciertamente, Mann señala en los planos iniciales una suerte de estado natural, de correcto salvajismo que se imprime en uno de sus habituales planos horizontales en 2:35:1, más concretamente, en esos títulos de crédito que parecen flotar sobre una tierra al margen de los grandes imperios de la época.

    A partir de dos panorámicas —lateral y descendente—, la cámara se deja caer sobre ese mundo que surge a la vez como paréntesis, territorio de conquista y tablero de juego de todo tipo de fuerzas. Es, sin duda, una mirada teológica en un sentido telúrico, una especie de pictórica nostalgia de, efectivamente, ese paraíso cuya clausura está puesta en duda por las potencias europeas.

    Llama la atención, por lo tanto, que los siguientes planos nos hablen también, a su manera, de un otro paraíso que reaparecerá en sordina durante toda la obra: la de un cierto cine clásico perdido que se encarnaba, como señalaron Núria Bou y Xavier Pérez [2], en los aspectos perpetuamente móviles, gráciles y flotantes de ese cuerpo masculino llamado a la función heroica.

    Retratado en perpetua carrera, el equipo liderado por Nathaniel (Daniel Day-Lewis) hereda las funciones de Errol Flynn y sus compañeros flotantes, aguerridos, hombres dotados para la caza, la lucha y el movimiento, seres para los que la gravedad o la parada significa algo muy parecido a la muerte. El montaje superpone planos de diferente escalaridad hasta convertir el cuerpo del actor en un simple borrón: no importa el rostro, la identidad o la presencia, sino más bien, la huella misma de ese movimiento frenético por el bosque en el que la exquisita fotografía de Dante Spinotti dibuja luces inesperadas, marcas de la profundidad, texturas confusas pero estimulantes. Mann juega a tensionar la memoria del espectador pero introduciendo a la fuerza sus estilemas televisivos: épica de multipantalla, épica de montaje sincopado en el que lo mirado no es mucho más relevante que el acto mismo de mirar.

    Ese paraíso, sin embargo, tiene una naturaleza totalmente alejada de lo teológico. Ciertamente, se recitan oraciones de agradecimiento junto a las presas de la caza, o se apuntan confusas cosmogonías donde los cadáveres alcanzan las estrellas, pero en esencia, no hay Dios que lo configure o ángel guardián con espada flamígera que lo guarde. Diferencia esencial con el clasicismo, también, en tanto allí casi siempre hay una épica del sentido tras la que late la garantía del viejo Dios patriarcal como sustento de las venganzas, los crímenes y las gestas. Las imágenes se dejan caer con la promesa de ese relato —religioso— que configura el mundo y sus conductas, mientras que aquí parece todo flotar en un evanescente hueco por el que apenas se atisba la repugnancia hacia el propio pasado.

    De hecho, las creencias y las motivaciones religiosas de los conquistadores (franceses e ingleses) se opacan tras una cortina donde la guerra alcanza unas dimensiones que únicamente podríamos definir como bufonescas: por un lado, los nativos son exterminados en sus cabañas con absoluta brutalidad. Por otro, la paz se firma entre gestos desmesurados de hipocresía marcial, frases huecas y genuflexiones del todo ridículas. La naturaleza mismo de lo bélico es de un patetismo que sobrecoge: fagocitar el paraíso con una sonrisa, pero resultar al mismo tiempo una caricatura del propio acto homicida.

    La cámara de Mann es plenamente consciente de esta paradoja y, de ahí, la fabulosa planificación que realiza durante el tratado de paz. Tras una serie de planos cortos en los que se muestra el asedio al fuerte británico —generalmente dominados por explosiones rojizas, parpadeos de cuerpos estallando y, como mucho, algún leve reencuadre descendente que se desliza por las fachadas en llamas… el siguiente plano general dedicado a la trama bélica saca todo el partido al gran angular para dar buena cuenta de la formalidad y la rigidez que se superponen, como una capa de maquillaje militarista, a la escabechina nocturna.

    Sin llegar jamás a una simetría total, la escritura de Mann se deleita en las tensiones de esa forma: del plano desmesuradamente bastardo, dislocado, ajeno a la tradición cinematográfica a su replanteamiento pictórico, central, constitutivo.

    ~ 02 ~


    Se suele decir —no es descabellado— que a Mann le salen más redondas las películas cuando las escribe desde el presente, y no hacia el pasado. Puede que El último mohicano sea, a su manera, una obra tan alienígena, tan extraña como The Keep (1983), con la diferencia de que aquí se contó con más dinero y con algo más de experiencia para detectar posibles curvas en el sendero narrativo. Sin embargo, esa suerte de extrañeza que nos sigue atravesando a la hora de verla hoy o de escribir sobre ella es un terreno resbaladizo que parte, probablemente, de esa dimensión bastarda entre un clasicismo que nunca fue televisado o una espectacularización que, perdida para siempre, apenas llegó a las salas como un parpadeo en 1992. El contexto fue importante. La década de los noventa prometía ir a toda velocidad y sin freno hacia el futuro digital de las imágenes, hacia la quiebra narrativa de los mind game films, hacia lo que iba a ser —todavía no lo sabíamos, claro— el gran hundimiento del Titanic cinematográfico de principio de milenio. Era posible que una película se alzara, coja y extrañamente hinchada, imperfecta en sus enormes subrayados y, sin embargo, encantadora en su inocencia y dijese, señalándose: Yo soy el cine. Era posible, digo, que el zombi de Hollywood fuera de pronto hermosísimo y que en el gesto de Daniel Day-Lewis se recuperase por un segundo a Fonda, a Stewart, a Gable, a Wayne, a todos los grandes que iban a cultivar el odio de los estudios culturales, todos los que iban a cargar la cruz del cine «pasado de moda», todos los que estaban haciendo cola porque habían sido, de alguna manera, hombres. Hombres imperfectos —eso únicamente lo saben los que se toman la molestia de ver las películas clásicas que, por cierto, no son muchos—, pero hombres que querían ser puro cine y que terminan aquí, en Mann, o al menos, dormitan, se opacan, se niegan a ser «héroes crepusculares» y esas cosas tan de modé que nos traería después el cambio de milenio.

    Al mundo que llega no le gustará demasiado la épica con la que algunos crecimos. Al mundo que llega no le gustará demasiado el relato imperfecto de nuestras imperfecciones. Traerá, por supuesto, otros ideales y otras promesas de emancipación, y buscará su propio lenguaje para rodarlas. Y, sin embargo, qué belleza saber que en algún momento, ya totalmente anacrónica y difícil de pensar, El último mohicano existe, existió.

    Existirá, quizá. Aunque nosotros no lo veamos, pero, quién sabe.

    Existirá. ⁜


    Referencias
    [1] Campbell, Joseph (2018). Las extensiones interiores del espacio exterior. Girona: Atalanta, p. 134.
    [2] Bou, Núria y Pérez, Xavier (2009). El Tiempo del Héroe: Épica y Masculinidad en el cine de Hollywood. Barcelona: Paidós.


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