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    50º Festival de Gramado: Segunda crónica

    || Festivales
    Gramado 2022
    Segunda crónica
    Observando, rectificando, dudando


    Mariona Borrull Zapata
    Gramado (Brasil) |

    fechas
    | Del 12 al 20 de agosto de 2022. |

    Titulábamos la primera crónica desde el 50º Festival de Gramado «Aprendiendo a ser turistas», al dar cuenta de que había contradicciones irresolubles desde el prejuicio, realidades que por el momento solo podían contemplarse con algo de distancia. En el equinoccio del certamen, podemos atisbar con algo más de precisión —que no necesariamente atino o autoridad— cuáles son las formas de dichos puntos muertos. Un ejemplo: nos sorprendía la cantidad de «vivabrasiles», de aúpas a la democracia y de abucheos contra Bolsonaro que se agitaban desde la platea. Tampoco eran tantos, claro; nuestra memoria convierte las mínimas repeticiones en hitos cotidianos. Sin embargo, no tardamos en comprender, hablando con la misma organización del festival, que el escenario cultural brasileño tiene por costumbre abuchear a Bolsonaro y que, de hecho, el patio de butacas se encontraba muy silencioso para un evento de este calibre. Momentos después me contarían que Rio Grande do Sul (capital: Gramado) es el estado que más votó al actual presidente, quien aún lidera en materia de intención de voto para las elecciones de octubre. Esa misma tarde, el equipo de O pastor e o guerrilheiro, que paseaba la alfombra roja acompañado por el expresidente del Partido dos Trabalhadores, recibía insultos por realizar una seña a favor del candidato de la izquierda, Lula.

    Otra observación que queda por resolver: las proyecciones llevan presentación anterior de parte de les cineastas, que a la mañana siguiente realizan una suerte de rueda de prensa o coloquio abierto al público. Une esperaría discursos cortos, meros actos de presencia del estilo «os dejamos con la película»… Pasa todo lo contrario. Los escenarios son inundados por multitudes (la media está en las veinte personas, aunque llegamos a superar la treintena), cuyo núcleo duro de productores, directores e intérpretes toma la palabra con diligencia. Elaboran, en sus muy largos momentos de gloria, discursos de clara índole política. Una presentación puede durar sus veinte minutos, durante los cuales mi portugués permite entender que en general se honra a fallecides por causas políticas hermanadas a la película, así como a personas próximas a la historia que fueron marginadas por su condición, tanto racial como de género. Las intervenciones son largas, pero sobre todo enarboladas. Sorprenden. Parece que la gente pierda el control sobre sí misma al subir al escenario: lloran, vociferan, se les rompe la voz por nervios. El descontrol emocional y la absoluta falta de consciencia sobre la pesadez de sus mítines (son muchos, y seguidos) podría leerse como efecto natural de los nervios. Sin embargo, en ningún otro festival hemos encontrado tal grado de exaltación como en el escenario de Gramado. Ahí, desde la comodidad de mi condición foránea, deduzco que se están proclamando ideas realmente importantes, tan necesarias que resulta imposible no tartamudear. ¿Qué forma adquieren, entonces, las proyecciones del festival?

    Dentro de dicha fórmula cartesiana entre lo artístico y lo político, Gramado presentaba la brasileña O pastor e o guerrilheiro, una superproducción al estilo de aquellas rúbricas de época que tanto abundan en las cuotas locales de los festivales importantes, siempre con televisiones detrás. La película de José Eduardo Belmonte revisita algunos de lugares habituales en el imaginario institucionalizado de la historia política de un país, es una película de etiqueta «importante». Ambientada en los primeros años de la dictadura brasileña, adapta las memorias que João (Johnny Massaro), un joven comunista vuelto guerrillero, escribe después de ser torturado durante años por la policía militar. Las ideas políticas del chico nunca entrarán realmente en juego, pero el conjunto es de pasarlo mal.

    A la figura mesiánica del joven se le contrapondrán otros dos personajes-tipo destinados a tensionar y actualizar sus ideas principales. El primero será Zaqueu (César Mello), un padre cristiano evangélico detenido junto a João por error, que es la imagen nítida del civismo y las diferencias constructivas que asociamos a terceras vías y debates políticos pulcros. Con él, acordará volver a encontrarse 27 años más tarde, es decir, el último día de 1999. Salto al pasado reciente, un tiempo presentado con suficiente distancia y puñado de referencias pop para funcionar como un acercamiento divertido sobre una mentalidad ajena (sobre la que es, por lo tanto, seguro comentar). Poco antes del cambio de milenio, la hija bastarda del coronel que torturó al joven guerrillero (Júlia Dalavia), descubre las memorias de él y decide encontrar el paradero del pastor. Y... Ya está. O pastor e o guerrilheiro pone a correr en paralelo el conservadurismo de sus ideales (siempre afirmativos de una democracia gobernada por el sentido común más básico) con la esencia profundamente normativa de sus planteamientos estéticos. Más allá de sus ocasionales imperfecciones, que radican en un metraje excesivo y un montaje algo torpe, propone tan poco que es difícil estar en desacuerdo con ella (es el cine que es, y poco más).

    O pastor e o guerrilheiro, 2022.
    José Eduardo Belmonte

    «El descontrol emocional y la absoluta falta de consciencia sobre la pesadez de sus mítines (son muchos, y seguidos) podría leerse como efecto natural de los nervios. Sin embargo, en ningún otro festival hemos encontrado tal grado de exaltación como en el escenario de Gramado. Ahí, desde la comodidad de mi condición foránea, deduzco que se están proclamando ideas realmente importantes, tan necesarias que resulta imposible no tartamudear. ¿Qué forma adquieren, entonces, las proyecciones del festival?»


    Juegan en otra liga, una tan poco evidente como sí era gustosa, las virtudes de 9, de los uruguayos Martín Barrenechea y Nicolás Branca (Premio Fipresci en Mar del Plata). La propia película arranca con un vacío, un incidente irresuelto que ha apartado a una promesa sin frenos del futbol internacional (Enzo Vogrincic), de los espacios públicos. Expulsado temporalmente de los estadios y obligado a tomarse unas vacaciones de vuelta a su Uruguay natal, la rutina deportiva de Christian (el joven número 9 de su equipo) se detiene. Encerrades con él en una mansión fría, nos tocará parar a contemplar qué sí se mueve mientras el cuerpo de él permanece quieto… Caminando nervioso por los pasillos, casi agazapado, el padre (Rafael Spregelburd) estalla en discusiones y aspavientos, intranquiliza la naturaleza armónicamente inmóvil —casi cadavérica— de un chico que no puede hacer nada más que esperar. Ante el silencio de su hijo, el hombre grita, insulta, zarandea, abruma con su sola presencia, que es sinónimo de una violencia potencial.

    A su lado, la violencia supuesta del chaval —quien, recordemos, moviliza la película con una agresión— se convierte en una broma increíble, una anécdota que sabemos que nunca fue verdad. Inerte, enajenado, el joven merodea patios y piscinas como en pleno estado de shock, no se cansa al entrenar porque no tiene sangre en las venas. La película dibuja sus tiempos muertos sin florituras narrativas ni guías emocionales, lo retrata con una claridad que estimula nuestra intervención. Auguramos luchas internas o, por lo menos, un ruido en blanco que viene de largas etapas de expectativa y abuso. Pero Christian sigue siendo un tapiz en blanco. Incluso en la cúspide de la emoción, con la sencilla historia de amor romántico que vive (organiza un desenlace posible para una película que no quiere final), el chico no puede sino abrir un poco más los ojos, reír bajito, tontamente. Incapacitado para nada más allá de reacciones primarias, descubrimos que el joven ni siquiera es un personaje hecho y derecho (quizás sí un carácter en su etapa adolescente). Es entonces tarea de la crítica aplaudir la valentía tras la apuesta de la película por no objetivarlo, por mantener su categoría de sujeto incluso si eso implica entregarnos un ente delgado, insignificante.

    La insignificancia representa el gran terror de Marte Um, dramedia familiar dirigida por Gabriel Martins, que venía de competir en Sundance y que recibió en Gramado una ovación casi desproporcionadamente larga, considerando la parquedad media de la platea brasileña. La película perfila a cuatro miembros de una familia de clase trabajadora sacada de una comedia de situación, y los pone en tensión a partir de la ascendente crisis social y económica que vino tras la victoria de Bolsonaro en las elecciones de 2018. El padre, Wellington (Carlos Francisco), es un tipo de autoridad descafeinada por años de alcoholismo y masculinidad sin deconstruir. Aunque le importan, hace años empezó a proyectar todas sus faltas y esperanzas en dos hijes que no dan más de sí: Deivinho (Cícero Lucas) aspira a convertirse en astrónomo, no futbolista (como Wellington querría), y su hija Eunice (Camilla Damião) es una lesbiana medio salida del armario porque en casa las cosas se hablan a medias. Como en la recién estrenada Gagarine (Fanny Liatard, 2020), «Marte Uno», la primera misión para colonizar el planeta rojo, les serviría a ambes para escapar. También la madre, Tércia (Rejane Faria) verá el suelo tambalearse —literalmente— cuando se encuentra en medio de un atentado con bomba. Aunque resulte ser una broma televisada, Tércia tendrá que incorporar una nueva fobia en su rutina, negociando su autoimagen como mujer fuerte y orgullosa con la certeza creciente de que su karma está gafado. Ante un plantel de personajes de universos vibrantes, la película se concibe con la paciencia y el humanismo propios del cine de Hirokazu Koreeda.

    Martins entiende la necesidad de contemplar sus contradicciones, y las refuerza, rozando sin abusar de un humor negro que se antoja delicioso. Es menos fino, eso sí, al inclinar la trama hacia un final más o menos feliz; cuando los eventos han de precipitarse más allá del slice of life, tienden a construir arcos algo simples, menos interesantes. Deivinho quiere ir a una conferencia pero tiene partido, Wellington sufre abusos de poder de parte de su jefa, clasista y racista, Eunice lidia con el rechazo familiar hacia su lesbianidad... La más interesante es quizás Tércia, madraza convencida, sin pruebas, de su mala influencia. Por encima de todes sobrevolará la cuestión de la clase, fundamental e íntimamente ligada con su piel, negrísima. Aquí, como en ninguna parte, es un tema que no podemos dejar de sopesar. ⁜


    Marte Um, 2022.
    Gabriel Martins

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