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    Crítica | Resurrection

    La cámara de gas

    Crítica ★★★★☆ de «Resurrection», de Andrew Semans.

    Estados Unidos, 2022. Título original: «Resurrection». Dirección: Andrew Semans. Guion: Andrew Semans. Compañía productora: Secret Engine, Square Peg, Tango Entertainment. Dirección de fotografía: Wyatt Garfield. Música: Jim Williams. Montaje: Ron Dulin. Producción: Lia Buman, Tim Headington, Drew Houpt, Lars Knudsen, Tory Lenosky, Alex Scharfman. Intérpretes: Rebecca Hall, Angela Wong Carbone, Josh Drennen, Rosemary Howard, Winsome Brown, Jaime Zevallos, Michael Esper, Tim Roth, Grace Kaufman, Patrick Klein, Colin Bradley Lewis. Duración: 103 minutos.

    Hay obras fílmicas que se allanan a seguir una narrativa lineal, simple y efectiva. Luego las hay algo más intrincadas, con estructuras circulares a lo monomito campbelliano. Otras se antojan tan firmes y en apariencia simples como una banda de Moebius, solo para al final de su recorrido demostrarnos –giro argumental mediante– lo equivocados que estábamos. También las hay absolutamente incomprensibles, donde cualquier lectura resulta válida puesto que la pieza no provee ninguna. El perturbador segundo largometraje de Andrew Semans no responde a ninguna de estas definiciones. Resurrection (2022) funciona como un laberinto de espejos en el que el espectador, confundido y cauteloso, avanza a tientas hasta la salida; un haz de luz de gas, si se prefiere, proyectado directamente sobre nuestras retinas por el personaje principal –narradora falible donde las haya. Los estratos que la componen se desvelan paulatinamente, y sin cancelarse los unos a los otros, nos interrogan sobre la naturaleza de la verdad y su cognoscibilidad sin llegar a arrojar conclusiones. Algo así como un Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) con cuatro testimonios distintos y un único compareciente, un El último duelo (Ridley Scott, 2021) desprovisto de certezas.

    Resurrection, presentada en el Festival de Sundance, sigue los pasos de Margaret (Rebecca Hall), una mujer de mediana edad en la cúspide del éxito: posee un alto cargo en una gran compañía, es felizmente soltera –la plenitud de su vida sexual queda patente desde el inicio–, tiene una hija responsable e incluso hace las veces de psicóloga de sus compañeras de trabajo. Una de ellas sufre el maltrato psicológico de su marido en casa y acude a Margaret desesperada, quien por algún motivo parece hablar desde la experiencia al indicarle qué hacer. Sí que sabemos que lleva veintidós años sin pintar, aunque no el motivo (ni de la renuncia a su pasión ni de la exactitud con que recuerda la fecha). Semans exprime a la perfección todos los recursos en su haber a la hora de transmitir este orden frágil y precario. Las oficinas donde trabaja Margaret están ubicadas en la parte más elevada de un edificio modernista, donde la luz penetra cada costado hasta impactar contra el blanco puro de sus muros. Su casa es igualmente pulcra, con dos espacios bien demarcados: el de la madre, extrañamente impersonal y sin rastro alguno de recuerdos; y el de la hija, inundado de posters y un enorme ordenador gamer de sobremesa. Durante este primer acto, la cámara se mantiene alejada de Margaret. Abundan los planos generales y el espacio se respira. Todo cambia el día que Margaret asiste a una conferencia y sus ojos se posan sobre un tipo sentado unas filas más adelante (Tim Roth). Semans se limita a mostrarnos el dorso de su nuca acompañado de una música ominosa y reverberante, que va in crescendo a medida que, tras abandonar la sala, Margaret huye despavorida por las calles de la ciudad. La armonía deja paso a la entropía, y con su irrupción –siempre ruidosa– Resurrection inicia su desdoblamiento y el mundo de Margaret su caída.

    Los planos abiertos se tornan en medios, su duración se acorta y los sonidos, hasta entonces ambientales, adquieren una pesadez lóbrega. En una escena típicamente bergmaniana, las tornas se cambian y nuestra protagonista, a lo largo de siete minutos que se dirían años, le confiesa a su compañera de trabajo la historia de su vida. La de Hall es una de las interpretaciones más apabullantes en tiempo, con la coraza que la protegía desmoronándose conforme los detalles sobre David –aquella figura amenazante de la conferencia– afloran: cuando se enamoró de él en unas islas canadienses, a sabiendas de la diferencia de edad; cuando comenzaron los abusos, que incluyeron el adiós a la pintura (David lo llamó «acto de amabilidad»); cuando devoró a su propio hijo siendo apenas un bebé, cual Cronos, y dejó dos dedos amputados a modo de recordatorio. Como podemos imaginar, el thriller a fuego lento se convierte a partir de este punto en una pesadilla del universo Lynch donde la frontera entre realidad y psicosis está completamente desdibujada. Varias ideas respaldan la locura de Margaret, empezando por sus facciones, cada día más desfiguradas, y la complexión enclenque que adopta. Mientras que algunos han comparado su actuación –salvando las distancias– con la de Isabelle Adjani en La posesión (Andrzej Zulawski, 1981), Rebecca Hall parece presa de demonios de distinta índole: los de su pasado, quizá. También su hija y su amante piensan, de hecho, que ha perdido totalmente el juicio. Pero ¿acaso no sucede siempre que las mujeres empujadas a la insania son tachadas de histéricas, que no de víctimas? Aunque cueste creer que siquiera un psicópata de la peor calaña podría engullir a su vástago después de cocinarlo, la posibilidad debe considerarse antes de desacreditar a Margaret. Al fin y al cabo, las cicatrices en su espalda –causadas por quemaduras de cigarrillo– están ahí. El ingenio de Semans –y ahí es donde El último duelo falló– consiste en aportar datos tremendamente turbadores en ambos sentidos, abriendo un abanico de opciones igualmente valederas.

    «Resurrection funciona como un laberinto de espejos en que el espectador, confundido y cauteloso, avanza a tientas hasta la salida; un haz de luz de gas, si se prefiere, proyectado directamente sobre nuestras retinas por el personaje principal –narradora falible donde las haya–».


    Independientemente de la lectura que hagamos, esta cámara de gas llamada Resurrection no se detiene ahí. Las tribulaciones de Margaret no distan en mucho de la de cualquier madre. «Cuando te conviertes en madre, tu propia vida deja de importar demasiado», dice. Quién sabe si todo filme no es sino una auscultación del trauma de un aborto que no tuvo que haberse producido. O incluso de lo complejo que resulta el criar a una hija. En una de las escenas, Margaret justifica la sobreprotección que ejerce sobre ella en que «ya no es seguro ahí fuera» mientras el noticiario se escucha de fondo, para minutos más tarde asumir el rol de madre guay y servirle una copa de whiskey. Si tensamos un poco más el análisis –empleando, de nuevo, las herramientas que el mismo director proporciona–, Resurrection podría escrutarse como una mirada incisiva hacia las presiones que soporta la mujer en una sociedad tan patriarcal como la nuestra. Los «actos de amabilidad» impuestos por David (la interpretación de Roth es, a mi entender, la mejor de su carrera) aluden a situaciones de maltrato tristemente familiares, como cuando obliga a Margaret a ir descalza al trabajo o a pasar las horas más frías de la madrugada en un parque. El filme de Semans no deja de jugar con nuestra imaginación, y cuando llegado el epílogo oteamos la salida de su laberinto de espejos es solo para darnos cuenta de que, en realidad, acabamos de tropezar en otro.


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM / Madrid


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