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    Crítica | As in heaven

    Sobre visiones y tumbas

    Crítica ★★★☆☆ ½ de «As in Heaven», de Tea Lindeburg.

    Dinamarca, 2021. Título original: «Du som er i himlen». Dirección: Tea Lindeburg. Guion: Tea Lindeburg. Historia original: Marie Bregendahl. Compañía productora: Motor Productions. Dirección de fotografía: Marcel Zyskind. Música: Kristian Leth. Montaje: Åsa Mossberg. Producción: Lise Orheim Stender. Intérpretes: Flora Ofelia Hofmann Lindahl, Ida Cæcilie Rasmussen, Palma Lindeburg Leth, Anna-Olivia Øster Coakley, Flora Augusta, Kirsten Olesen, Lisbet Dahl, Stine Fischer Christensen, Thure Lindhardt, Albert Rudbeck Lindhardt, Jesper Asholt, Hanne Hedelund, Cyron Melville, Nanna Skaarup Voss. Duración: 86 minutos.

    Ni el tiempo ni el olvido pueden borrar de la memoria –tampoco de la retina– la escena final de Ordet (Carl Th. Dreyer, 1955). En ella, un estudiante de Søren Kierkegaard que se autoproclama mesías resucita, ante la mirada atónita de su familia –que hasta entonces le tomaba por loco–, a su cuñada recientemente fallecida. A través de la figura del profeta, el director danés no solo denunciaba el miserable puritanismo luterano, sino que ofrecía una redefinición absoluta de la fe (de cualquiera) como invitación a la vida y no tanto de preparación para la muerte. Dicho de otro modo, la coda de Ordet suponía el triunfo de la resurrección sobre la crucifixión –para ateos, escépticos y otros infelices, lo más cercano a presenciar un milagro en primera persona. Dreyer era consciente de las cadenas impuestas por la religión, obsesionada con la ultratumba en detrimento de los placeres telúricos, y pese a ello insistía en creer. Más aún: insistía en que nosotros creyéramos con él. En As in Heaven (2021), Concha de Plata a la mejor dirección en el Zinemaldia, Tea Lindeburg mantiene un debate con Dios similar al que ya mantuviera su compatriota hace décadas. El homenaje que le rinde es tal que, en el clímax de su ópera prima, Lindeburg no duda en calcar la escenografía dreyeriana, con una mujer postrada en lo que podría convertirse en su lecho de muerte, rodeada en tan definitiva transición por el resto de la familia. Sin embargo, aquí no ha llegado Jesucristo en su segunda venida, y la taumaturgia quizá se vea desplazada por una segunda muerte: la de la juventud de su hija, Lise (una sensacional Flora Ofelia Hoffman Lindahl, Concha de Plata a la mejor interpretación), quien protagoniza nuestra historia.

    Nos situamos en la Dinamarca rural de finales del s. XIX, donde la modernidad de la Belle époque aún no se ha abierto paso. Se trata de una sociedad agraria y fervientemente religiosa, anclada en los ritos y tradiciones de un pasado ancestral. Es verano, y aunque las mañanas le han ganado el pulso a la noche, la oscuridad se cierne. El misticismo, que en el cine casi siempre sobrio de Dreyer era meramente verbalizado, toma en este caso forma, manifestándose en los sueños de Lise. En su pesadilla premonitoria (así se interpreta en aquellos rincones), la joven está recorriendo los campos de trigo que bordean su granja cuando, de pronto, una nube teñida de rojo se abate sobre ella. La escena, que sirve de apertura a la película, es visualmente sobrecogedora, vacilando entre los primeros planos de Lise con el rostro rociado por la sangre que se precipita desde el cielo, y los planos generales en que el dorado del cereal sucumbe al macabro carmesí. Los escarceos de la realizadora copenhaguesa con la ciencia ficción y la psicodelia son breves pero gloriosos, y constituyen un contrapunto al coming-of-age de época, decididamente feminista, que define al resto del metraje.

    Feminista, decíamos, porque las veinticuatro horas aristotélicas en que transcurre el relato sellarán el destino de Lise, ya sea como la primera de su estirpe en estudiar en la universidad o como la mujer de la casa, al igual que todas las que la precedieron; todo dependerá de si su madre sobrevive o no a su octavo parto. Si nos atenemos, como los aldeanos, a supersticiones y ensoñaciones, los augurios no son buenos. A este respecto, el filme se acerca más al Dreyer de La pasión de Juana de Arco (1928) y Dies irae (1943), ambas protagonizadas por mujeres que sufren la opresión femenina y la intolerancia religiosa hasta las últimas consecuencias. Lo concentrado de la acción, reducida a la casa de Lise y la de su abuela, así como a las contadas hectáreas y el riachuelo que las separan, coadyuva a representar lo autárquico de la comunidad en que se desarrolla. Los muros hacen las veces de rejas, adornados prudentemente con crucifijos, candelabros y demás iconografía cristiana. El aislamiento de la familia contrasta así con las aspiraciones cosmopolitas de la protagonista, una mujer moderna que tuvo la mala fortuna de nacer en un tiempo arcaico. Su situación tiene, de hecho, mucho de autobiográfica; A Night of Death (1912), la novela de Marie Bregendahl que sirvió de inspiración a Tea Lindeburg para su debut, relata la muerte de la madre de la autora cuando esta era tan solo una niña. Paralelismos aparte, los apuros a los que Bregendahl y Lise se vieron abocadas a raíz de la tragedia son universales, y todos remiten a los sacrificios que las mujeres siempre han asumido –y siguen asumiendo– por el simple hecho de serlo.

    Du som er i himlen, Tea Lindeburg.
    Sección oficial del Festival de San Sebastián.

    «Habida cuenta del aciago destino que le aguarda a Lise, muy lejos del soñado, las conclusiones de As in Heaven no solo parecen allanarse a los dogmas luteranos, sino que se hacen eco de las de otra obra, el Candide de Voltaire, donde su antihéroe epónimo –aceptando, feliz o resignado, su sino– sentencia con una de las máximas del pesimismo filosófico: 'está bien lo que dices, pero hay que cultivar nuestro huerto'».


    Si algo negativo puede achacársele a As in Heaven es su redundancia. Durante la hora de metraje intermedia, la trama avanza serpenteante, sin rumbo, con Lise y sus hermanos yendo de una casa a la otra mientras los gritos de la matriarca –que se encuentra en pleno parto– inundan la noche y sus horrores. La intromisión esporádica de elementos propios del cine de terror (muy en consonancia con el onirismo de ciertas secuencias), así como una fotografía bellísima en 16 milímetros a cuenta de Marcel Zyskind funcionan de parche para las deficiencias del guion. Mayor destreza demuestra Lindeburg al introducir y cerrar su pieza, apoyándose en una estructura circular que le permite enlazar la ilusión inicial de Lise con la desdicha que padece la chica al terminar. El recurso al espejo del dormitorio, primero testigo de su belleza lozana y luego reflejo y constatación de su martirio, simboliza visualmente el paso prematuro de la juventud a la adultez, que en este caso no ha necesitado de apenas un día para gestarse. La escena final es particularmente bella; partiendo del patio exterior de la casa, la cámara comienza a elevarse hasta quedar suspendida en el aire. En el tercio inferior del plano observamos a Lise conduciendo a un rebaño de ovejas fuera de su redil mientras, al fondo, algunos jornaleros trabajan la tierra. Los dos tercios restantes de la imagen se reservan al cielo, despejado y en calma. Lindeburg decide entonces mostrarnos el título original de la película («Tú que estás en los cielos», como al inicio del padrenuestro), superpuesto al azul del firmamento. Habida cuenta del aciago destino que le aguarda a Lise, muy lejos del soñado, las conclusiones de As in Heaven no solo parecen allanarse a los dogmas luteranos, sino que se hacen eco de las de otra obra, el Candide de Voltaire, donde su antihéroe epónimo –aceptando, feliz o resignado, su sino– sentencia con una de las máximas del pesimismo filosófico: «está bien lo que dices, pero hay que cultivar nuestro huerto».


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM / Madrid


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