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    Crítica | Nosotros nunca moriremos

    Responsabilidad afectiva universal

    Crítica ★★★★☆ de «Nosotros nunca moriremos», de Eduardo Crespo.

    Argentina, 2020. Título original: Nosotros nunca moriremos. Director: Eduardo Crespo. Guion: Lionel Braverman, Eduardo Crespo, Santiago Loza. Compañías productoras: Primera Casa, Rita Films. Productores: Eduardo Crespo, Santiago Loza, Laura Mara Tablón. Fotografía: Inés Duacastella. Montaje: Lorena Moriconi. Diseño de producción: Julia Baglietto. Música: Diego Vainer. Reparto: Romina Escobar, Rodrigo Santana, Brian Alba, Jésica Frickel, Giovanni Pelizzari, Sebastián Santana. Duración: 82 minutos.

    De día, Luciano (Giovanni Pelizzari) se gana el sueldo recogiendo pelotas en un campo de golf. Por la noche, se afana en su proyecto personal, un artilugio inaudito. Se trata de una máquina que recoge la energía cósmica y la canaliza, de forma que nos atraviese y nos permita conectar, no solo con el mundo que nos rodea, sino también con infinitos espacios de lo posible, donde los hechos descansan en un estado latente. Su compañero de trabajo en el campo, Alexis (Brian Alba), falleció unos días atrás. Era de esperar, el joven había sufrido ya algún ataque grave de epilepsia. Eso es lo que Luciano cuenta a la madre del chico (Romina Escobar), una mujer bella y tranquila, de aspecto estatuario, pero ojos amables, cuyo nombre no llegamos nunca a conocer. Aclara la sinopsis de la película que esa es su historia, la de esta madre y su otro hijo, Rodrigo (Rodrigo Santana), quienes deberán transitar los primeros tiempos del duelo del difunto hermano mayor en el pueblo rural que habitó durante los últimos meses de su vida. Sin embargo, como imbuidos por el poder de la máquina cósmica de Luciano, los compases de la cinta tañen lejos de la elegía, y vibran en su lugar en términos de reencuentro. Responsable de la fotografía de la ciencia-ficción «raruna» de Santiago Loza (Breve historia del planeta verde, Loza aquí como coguionista y productor), el cineasta Eduardo Crespo continúa rondando las gentes que habitan su pueblo homónimo y natal, Crespo, un enclave familiar que rarifica y que investiga con los ojos abiertos y la cámara en mano.

    En una heladería cochambrosa del Crespo ficticio, Rodrigo pregunta a su madre si cree en el más allá. Ella responde que sí, pero que a veces no. En ese campo de golf, la mujer dejará sus ojos fijos en la nada, oteando un horizonte suspendido en la indeterminación. Un corte responde a su mirada ambigua, regalándole un contraplano venido de otro tiempo: en él, el cuerpo de un joven reposa sobre la hierba, bajo la tenue luz de la hora mágica. Sabemos que se trata de Alexis, desmayado por uno de sus ataques, pero, por la dulzura de la viñeta, intuimos que el chico podría estar durmiendo apaciblemente. Es ambivalente, no importa. Tras el siguiente corte, un salto temporal lo revivirá, atareándolo una mañana mientras recoge pelotas junto a su compañero Luciano. En una fuga tranquila, como las que coronan el cine de Apichatpong Weerasethakul, la película yerra entre deslugares que solo se encuentran en una realidad inmanente, banal (un universo de moteles y dinners de carretera) y, luego, el montaje salta a espacios plenamente oníricos, avalado por la homogeneidad de una paleta que lo inunda todo de gris –Eduardo Crespo lega la dirección de fotografía a Inés Duacastella, detrás también de Las hijas del fuego–. No hay en la propuesta estética frontera alguna entre el pasado de Alexis, el mundo de los muertos, y el presente de aquelles que dejó atrás, por lo que no es arriesgado apuntar que el más allá por el que pregunta Rodrigo se sitúe más cerca de lo que creía.

    Nosotros nunca moriremos, Eduardo Crespo.
    68ª edición del Festival de San Sebastián​.

    «Si se suprime la distancia entre lo efímero y lo permanente, también los dominios de lo propio y lo ajeno podrán ser puestos en duda. En la película, el proceso de duelo familiar pronto se expande a toda la comunidad, en parte, gracias al letargo de una puesta en escena que, como su fotografía, jalona cualquier recurso expresivo abiertamente sentimental y, por lo tanto, convierte toda imagen en humus fértil para la emoción mínima».


    Si se suprime la distancia entre lo efímero y lo permanente, también los dominios de lo propio y lo ajeno podrán ser puestos en duda. En la película, el proceso de duelo familiar pronto se expande a toda la comunidad, en parte, gracias al letargo de una puesta en escena que, como su fotografía, jalona cualquier recurso expresivo abiertamente sentimental y, por lo tanto, convierte toda imagen en humus fértil para la emoción mínima. También la trama entrará en territorios inexplorados cuando abandone a madre e hijo y siga, en su lugar, los quehaceres rutinarios de Luciano, de la novia de Alexis (Jésica Frickel) o incluso otee en la cotidianidad de Alexis mismo. Ahí, sin traza de suspense alguno, adivinamos cuán intrascendente e improductivo podría resultar seguir los pasos de un muerto. Lo leemos, en todo caso, como una cuestión de responsabilidad afectiva universal: nos enfrentamos a una película que logra anular el concepto de secundario y se preocupa tanto por el sentir de una madre desolada como por el universo interior de aquelles que compartieron mundo con el fallecido, incluso de la forma más accidental. ¿Quién nos hemos creído para dejar a nadie fuera? Una noche, desde su puesto de trabajo, Alexis pide a su novia si puede leerle el fragmento de una historia en voz alta, por walkie talkie. Ella accede. Trata sobre un soldado en las trincheras, al borde de la muerte: la acción es intensa, apabullante, pero también profundamente conmovedora. En una construcción afectiva exclusivista, los planos de él dictando se habrían intercalado con vistas de ella, escuchando emocionada. No obstante, las imágenes que se suceden por montaje indican que al otro lado del walkie paran la oreja todes les miembros de la brigada de bomberos, que se repliegan alrededor del aparato para dejarse empapar de la emoción que supura cada sílaba de esta narración. La intimidad ya no es individual, sino compartida.


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 68ª edición del Festival de San Sebastián


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