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    Crítica | Sportin' Life

    Con cariño, desde 2021

    Crítica ★★★★☆ de «Sportin' Life», de Abel Ferrara.

    Francia, 2020. Título original: «Sportin' Life. Saint Laurent - Self 06 - Abel Ferrara». Dirección y guion: Abel Ferrara. Productoras: Vixens, Saint Laurent, Rimsky Productions. Producción: Anthony Vaccarello, Gary Farkas, Clément Lepoutre, Olivier Muller, Diana Phillips. Fotografía: Sean Price Williams. Montaje: Leonardo Daniel Bianchi, Stephen Gurewitz. Música: Joe Delia. Intervenciones e: Willem Dafoe, Abel Ferrara, Paul Hipp, Cristina Chiriac, Anna Ferrara, Joe Delia. Duración: 65 minutos.

    Es 7 de agosto de 2021. En Cataluña, ayer tuvimos un total de 2824 casos nuevos de Covid, una cifra algo por debajo de la media de esta semana. Hace calor, pero no demasiado, y la xafogor característica del verano barcelonés apenas asoma durante las noches. El turismo ha vuelto a invadir las calles, veo a guiris pasear de acá para allá por Rambla Catalunya… Las mascarillas son escasas, pero no importa. El ambiente es de una normalidad generalizada, incluso banal. Ya no se cuentan historias de confinamiento, porque ya no hay encierro alguno, y los titulares no estudian gráficas alarmantes: ahora son anecdotarios olímpicos. El pasado setiembre, Sportin’ Life se proyectaba por primera vez en Venecia. Por aquel entonces, la película se adivinaba como una farfulla al orden del día, una cinta preocupada en enhebrar un discurso donde solo había caos. Casi un año después, la película de Abel Ferrara sigue sosteniéndose como uno de los retratos más lúcidos del sentir pandémico, sea lo que sea que eso signifique.

    Una película verdaderamente excepcional, Sportin’ Life nació como un proyecto tentativo alrededor de la creación cinematográfica o, como lo llamara el propio Ferrara, «un documental sobre el acto de rodar un documental». Escudándose en la presentación de su última cinta en el 70º Festival de Berlín, donde también recibió el Premio Jaeger Le-Coutre por su extensa trayectoria, el cineasta había grabado un par de encuentros con periodistas, así como algunas de las idas y venidas que suponen la presentación de una cinta en la Competición berlinesa. Sin descontar –faltaría más– el energizante concierto que dio junto a sus colaboradores habituales, Paul Hipp y Joe Delia. Había en lo rodado una buena dosis de buenrollismo chic, de intervenciones agudas y de reflexiones, por qué no, de una cierta superioridad moral para con el sector de la crítica que había cuestionado su (por otro lado, magnífica) Siberia. Estaba aprovechando Ferrara para hablar de sí mismo, como gusta a cualquier alma ególatra y, a la vez, a una cinefilia interesada en seguir las enseñanzas de uno de les grandes tótems de la historia reciente, pero ese era un proyecto que, en definitiva, se replegaba sobre sus propias entrañas. Al fin y al cabo, estaba destinado a completar una serie de autorretratos financiados por el diseñador Saint Laurent, también productor de Lux Aeterna de Gaspar Noé.

    Luego llegó la pandemia y, como su director, la película se vio sorprendida por un aluvión de noticias que contestaban aquella fastuosa realidad previa, donde la distancia de seguridad y las mascarillas eran cosa de locos. Game over. Ya que desde casa aquel «documental sobre el documental» resultaba imposible de grabar, de pronto el metraje berlinés sería invadido y disgregado por un puñado de otras imágenes, todas ellas capturadas o recopiladas durante los primeros meses de confinamiento, y aglutinadas con la pura entropía como timón. Sobre la mesa de montaje había clips de toda índole, rebatiéndose desde universos de texturas, paletas y sonoridades radicalmente diferentes: una aureola de viñetas en constante negociación. Nos era familiar… Durante el confinamiento, se nos había desgajado del mundo exterior, hasta poder tocarlo solo con la yema de los dedos gracias al espacio que conecta este vasto amalgama de paisajes y tiempos encapsulados, en este caso, expandiéndose por la superficie pulida de la world wide web. Plenamente consciente de replicar espacios virtuales, incluso podría el montaje de la película de Ferrara recordarnos el transitar perezoso de nuestros ojos por la galería del móvil, allí donde conviven todas las snaps, instantáneas sin país ni frontera. Pero, ¿acaso irse de festivales no es también habitar espacios intermedios, vibrantes, llenos de sonidos y de gente? ¿No conforma también una marea que recoge y reordena experiencias colectivas de formas sorprendentes?

    Por ello, meses después de perder la dinamo festivalera, las imágenes del paso de Ferrara por Berlín toman una naturaleza diferente, que las aleja del simple retrato ególatra y que convierte la energía que desprenden en una suerte de maná, de fuerza base. «One shot at a time», el cineasta incorporaba a la coctelera de su película, además, material de archivo (de retazos de telediarios a vídeos virales), fragmentos de su propia filmografía (pasajes capturados con su móvil en la pantalla del televisor) y grabaciones domésticas. Agitados, estos destellos de 2020 (tan baratos y caseros como todo lo que el audiovisual pandémico dio de sí) se ensamblan en un montaje picado y completamente horizontal, que une la alegre celebración del cine y de la familia a la par con la oscuridad de algunos de los iconos más impactantes del año, desde la excavación de fosas comunes en Nueva York hasta la socarronería en los discursos negacionistas de Donald Trump. Las viñetas piden urgencia, reacción, fluye el montaje gracias a la música, juega con las texturas y apela a la emoción indigerida. Emoción implicaba en su origen latino un desalojo, el retirarse de un estado anterior. «Emocionarse», en este caso, devuelve a la vida real aquella fuerza que se libera en el corte entre planos. Es, por tanto, germen para el cambio.

    Sportin' Life, Abel Ferrara.
    68ª edición del Festival de San Sebastián.

    «Hay algo de esa sabiduría en esta propuesta caótica y apabullante. Quizás por ello, aunque revisitemos el 2020 de Sportin’ Life desde 2021, sus imágenes nos seguirán hablando en un presente perpetuo».


    Sin embargo, no parece el seno del cine pandémico haber generado imágenes nuevas, por lo menos no más allá del refrito sobre los temas habituales: los problemas de la pareja confinada se han resuelto gracias al formato teatral, las grandes escaladas de mortalidad han apelado al panteón visual del relato apocalíptico. En un contexto social multipantalla, incluso la estética de la ventana informática resulta discutible como artefacto visual novedoso. Expandimos algunos sesgos estéticos y asentamos convenciones lingüísticas, volvemos a la pandemia una mera muleta y reutilizamos la mascarilla hasta que no dé más de sí. «Las llaves viejas no abren puertas nuevas», reconocía el cineasta en la Berlinale, y viejas llaves solo podrán abrir tantas estancias. La imagen del equipo detrás de Siberia firmando victorioso sus enormes fotografías en el Palast con un gran «2020» conlleva una ironía muy #2020, pues ¿quién no habrá conocido el placer de jugar a la autonarración, releyendo en clave fatalista los eventos inmediatamente previos al inicio de la cuarentena? Las grabaciones caseras del director deambulando por las calles vacías de Roma también se insertan en un plano de realidad demasiado cercano y concreto en nuestro recuerdo gráfico, siendo a la vez un tiempo de sobras superado por la novísima normalidad que en verano de 2021 abarrota la Rambla Catalunya. «Las llaves viejas no abren puertas nuevas»…

    Si las películas han fallado en generar una iconografía que sostengan el pulso del sentir pandémico, quizás es por su propia condición de miraje (de todas formas, ¿qué es un «sentir pandémico»?). También pudiera deberse a que las imágenes que el cine persigue desesperadamente ya pertenecen a otros medios, como internet, una bóveda colonizada, pero que no puede cartografiarse ni comprenderse más allá de sí misma. Por ello, a falta de un lenguaje particular, Ferrara construye su película a partir de retazos de realidad robada, y en los espacios intermedios, en las rendijas indetectables del corte, reclama su trono. Así, perpleja, abierta, Sportin’ Life constituye un genuino work-in-progress, una galaxia sin dominio propio que solamente se expande con el choque entre sus átomos, es decir, cuando un plano entra en contacto con otro. Se trata, en definitiva, de redirigir la importancia desde el relato hacia el simple fluir de lo visual: la realidad intermedia de un fundido encadenado, el contraste de la música alegre por encima de vídeos apocalípticos, el choque de texturas entre la estética cuidadísima de Siberia y los tremendos píxeles de cualquier clip sacado de internet. Willem Dafoe forjaba la etiqueta «sabiduría del cuerpo» para explicar un método interpretativo que lo lleva a «desaparecer en lo que haces, con una atención, amplitud, flexibilidad y fascinación que habitualmente no tenemos para con el mundo». Hay algo de esa sabiduría en esta propuesta caótica y apabullante. Quizás por ello, aunque revisitemos el 2020 de Sportin’ Life desde 2021, sus imágenes nos seguirán hablando en un presente perpetuo.


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 68ª edición del Festival de San Sebastián


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