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    Cannes 2021 (#5) | Críticas: «Drive my Car», «La isla de Bergman», «Tres pisos», «Flag Day» & «Evolution»

    Cannes 2021 (#5)

    Quinta crónica de la 74ª edición del Festival de Cannes.

    Ecuador del festival. Todo transcurre con cierta calma. La tensión de los primeros días ha dado paso a una cotidianidad que roza la monotonía, en la que el crítico repite los mismos patrones y tiene en el cine la ruptura de los procesos habituales; la vida misma por otra parte. En un festival como Cannes si la ficción falla es cuando el tiempo parece tener otra dimensión; en la que distinguimos los arañazos que tiene la esfera de nuestro reloj; en la que lo mejor del día siempre es bien elegir una buena compañía, bien elegir un buen restaurante, o ambas. ¿Qué puede fallar cuando se nos presentan los últimos filmes de cineastas como Ryûsuke Hamaguchi, Leos Carax o Wes Anderson? Nada. El problema está siempre más allá. El cine de autor contemporáneo se ha vuelto apático y confuso. Donde se confunden conceptos y envoltorios –las tendencias que comentábamos crónicas atrás— y donde todo parece firmado por la misma persona o grupos de personas. Es por ello, que el cronista festivalero acaba frustrado tras asistir a una retahíla de títulos bien facturados pero sin alma alguna, sin la capacidad de separarse lo más mínimo de su referencia más cercana. Por suerte, que no es poca, siempre hay un plan B.

    Este lo pueden encontrar en el ya mentado timeline de Twitter de nuestro compañero Miguel Muñoz Garnica, que visita con asiduidad las proyecciones de Cannes Classics, la casa de curación para cualquier cinéfilo cuando quiebra su fe en la contemporaneidad. En esta edición se exhiben versiones restauradas o remasterizadas de filmes de autores como Max Ophüls, David Lynch, Kinuyo Tanaka, Jacques Doillon, Roberto Rossellini, Orson Welles, Michael Powell, Emeric Pressburger, Marcel Camus, Alain Resnais o Gilles Grangier. Bellas oportunidades de ver en pantalla grande obras relevantes de un arte que no puede dejar de mirar al pasado. Un verdadero placer que cambia ritmos y motivaciones en un certamen como este.

    ▼ Críticas
    «Drive my Car», Ryûsuke Hamaguchi.
    «Tre piani», Nanni Moretti.
    «Bergman Island», Mia Hansen-Løve.
    «Flag Day», Sean Penn.
    «Evolution», Kornél Mundruczó.

    Drive my Car

    Crítica de «ドライブ・マイ・カ», Ryûsuke Hamaguchi, Japón | COMPETICIÓN.

    ▼ Miguel Muñoz Garnica.
    Puntuación: ★★★★★.

    «Eres muy bueno interactuando con otros actores. Aprende a hacerlo con el texto». La indicación se la da Yusuke (Hidetoshi Nishijima), el protagonista, a uno de los actores de la adaptación de «El tío Vania» que dirige, pero conlleva una pregunta que, en buena medida, es la misma que impulsa el cine de Hamaguchi. ¿Se puede entablar una relación auténticamente personal con un texto, con la mera semántica de unas palabras fijadas sobre el papel? En la elipsis que cierra la primera parte de Drive My Car, Hamaguchi enuncia una respuesta positiva. Yusuke, roto por la muerte reciente de una esposa a la que adoraba, interpreta a Vania sobre las tablas en una sesión con público. Tras recitar trabajosamente unas líneas, el plano lo dispone mostrando en último término visual la entrada a la zona de bastidores. Yusuke la atraviesa en un breve receso y, como si no pudiera quitarse del cuerpo las palabras, queda paralizado e incapaz de volver al escenario. El plano funde a negro para introducir una elipsis de dos años, la más notoria del metraje. El negro de un dolor enquistado, de una herida sin cicatrizar no solo por la pérdida sino por un enigma de su mujer que ha quedado sin solución. En este momento, la reacción de Yusuke es algo misteriosa: se emborrona entre su pérdida personal o el efecto de las palabras de Chejov pronunciadas; como si, aprovechando su estado de vulnerabilidad, hubieran roto las barreras defensivas de su condición de actor para asaltar todo su ser.

    Si asumimos las circunstancias de Yusuke que nos muestra aquí la película, entonces, sí, se puede creer en la posibilidad de entablar una relación íntima con un texto. Pero si Hamaguchi lo enuncia de una manera únicamente narrativa antes de esta elipsis, dedica el resto de su filme a zambullirnos en la cuestión. Una vez expuesta la herida de su protagonista, Drive My Car incorpora el ejercicio de intertextualidad al corazón mismo de su dispositivo. Esto es, «El tío Vania», representada como ficción dentro de la ficción, asalta a todos los niveles de la diégesis. He aquí el punto de maestría de la película. Su forma de poner en escena la preparación y los ensayos de una nueva versión de la obra de Chejov, que esta vez Yusuke dirige sin actuar en ella, nos plantea como espectadores una interiorización similar del texto y sus ecos. El protagonista —también Hamaguchi con sus actores— trabaja el libreto con una idea definitoria: la exposición continua y machacona a sus páginas, sometiendo a los actores a largas sesiones de recitado robótico, de modo que las palabras se acoplen a su mente antes de dramatizarlas o modularlas. Como sutras que, a base de repetirse, terminan por entrar en algún punto del alma.

    Hamaguchi, en una filiación muy rivettiana, concibe el texto y la actuación teatral como un hecho expansivo. O, haciendo un poco más abstractos los términos, dispone el juego de la ficción como una vía de verdad personal. En el caso de Yusuke, también de sanación espiritual. Decíamos que, antes de la elipsis, la película expone el origen de sus heridas. Pues bien, el resto del metraje cuenta su curación involucrándonos en el proceso mediante esta fusión de sus diferentes niveles ficcionales. El proceso es complicado de poner en palabras, pero innegable cuando uno comprende de corazón lo que ocurre en el interior del protagonista en la penúltima escena, cuando unas líneas recitadas del monólogo final de Sonia en la obra de Chejov pulsan la tecla crucial, se apagan las luces del escenario y en la oscuridad que engulle a Yusuke ya no hay dolor sino aceptación. Más hermoso aun es que esas palabras ni siquiera necesiten ser escuchadas: la actriz que las recita lo hace en lengua de signos coreana, que Yusuke no entiende. Hay algo que queda en los detalles, en los gestos y la interactuación de los cuerpos cuando las palabras están tan interiorizadas que ni siquiera necesitan escucharse. Y Hamaguchi dispone tal efecto de forma que no solo alcance a Yusuke en su actuación, sino al misterioso personaje de su conductora —coprotagonista del relato original de Murakami, ampliamente desarrollado por Hamaguchi—, que ni siquiera formaba parte del elenco. Concerniente a esta misma, queda en la retina otro plano arrebatador. El momento en el que las tres horas de película se desvelan como la vía más hermosa posible para confluir en un abrazo.

    Japón, 2021. Director: Ryûsuke Hamaguchi. Guion: Ryûsuke Hamaguchi, basado en la historia corta homónima de Haruki Murakami publicada en 2014 dentro de la antología «Hombres sin mujeres». Producción: The Match Factory, Bitters End. Fotografía: Hidetoshi Shinomiya. Música: Eiko Ishibashi. Reparto: Hidetoshi Nishijima, Masaki Okada, Reika Kirishima, Tôko Miura. Duración: 179 minutos.

    La isla de Bergman

    Crítica de «Bergman Island», Mia Hansen-Løve, Francia | COMPETICIÓN.

    ▼ Mariona Borrull Zapata.
    Puntuación: ★★★☆☆.

    Una pareja de cineastas estadounidenses, Chris (Vicky Krieps) y Tony (Tim Roth), parten de retiro veraniego a la isla de Fårö, en Suecia, con la intención de que el entorno que rodeaba al muy prolífico Ingmar Bergman les inspire también en sus respectivos proyectos. Cualquier estudiante de cine lo sabe: Fårö es Bergman —allí vivió y trabajó durante toda su carrera—, y Bergman es revolución, es herida profunda, es trascendencia. ¿Qué artista no busca trascender?

    A la llegada de la pareja a la isla, solo catorce años han pasado desde la desaparición del cineasta, pero la huella que el gran maestro de cine sueco dejó en la isla es prácticamente irreconocible. Al fin y al cabo, los props de sus películas son en esencia muebles corrientes y las localizaciones, no mucho más que casas de campo. Sin embargo, nada resiste al valor turístico, de forma que todo aquello con que Bergman estableciera algún contacto ha sido convertido en un objeto de consumo, un souvenir de culto cinéfilo. El trenecito del Bergman Tour para en un muro de piedra absolutamente banal para estudiar las piedras que allí se amontonaron para un decorado. Al director, un riguroso practicante del aquí y el ahora, la descarada explotación de su legado seguramente le importaría bien poco. Para la pareja, el caso es bien distinto: Tony y Chris se vibran al son de la reverencia cinéfila, respiran el mito a bocanadas. No por nada se han retirado a una isla que, como la secuencia inicial se encarga de recordarnos, está perdida en un rincón del mundo.

    Con su excéntrica vida y obra de referencia (Bergman practicó el libertinaje sexual, además de cinematográfico), el dúo protagonista emplea la figura del cineasta como espejo deformado de su propia experiencia. Icono pop, el fantasma director invade los espacios de forma breve y juguetona («Vamos a dormir en la cama de Secretos de un matrimonio, aquella película que causó millones de divorcios», bromean, mientras se plantean la opción de descansar en otro sitio), pero también impregna el sentir de la pareja de una forma más perenne. La verdadera inmersión bergmaniana es menos explícita y, por el contrario, más inquietante. Chris se atasca en la escritura de su guion, se siente ignorada por Tony y lentamente, a base de suspiros discretos, silencios y miradas aletargadas, va sumiéndose en una crisis existencial ligera. Ligera, claro, en tanto que nada ha perturbado la armonía ni de su relación ni del locus amoenus donde se hospedan. Sin embargo, con los días, todo empieza a ser demasiado bonito.

    No deberíamos menoscabar el viaje que orquesta Mia Hansen-Løve hacia la oscuridad que habita tras el paisajismo complaciente de sus días en Fårö. Auguro que lo que separa esta película, tan ácida y charlatana como cualquier título de Woody Allen, de su propia inmanencia es que los fantasmas, en la isla, son extremadamente reales: habitan y cuestionan de forma discreta el lindar entre presente y pasado, entre capas de realidad y de ficción. La sombra de Bergman ha tocado ya a los personajes, igual que elles han sido creados de un eco, también: las similitudes que se tienden entre la pareja Chris-Tony y la relación —fuera de la pantalla— de Mia Hansen-Løve con Olivier Assayas. El paralelismo es innegable. Sin decir palabra, los fantasmas que habitan ya la película desde su núcleo más profundo van emergiendo sin dificultad al mínimo gesto. Por ello, frustra reconocer en la cineasta la necesidad de ir más allá, de trabajar en términos de creación e influencia de forma explícita y casi gratuita. Bergman Island vibra en silencio, por lo que pierde fuelle cuando, durante la segunda mitad de la cinta, la realidad y la ficción empiezan a entremezclarse, a dialogar a gritos. Nos bajamos del trenecillo turístico: los fantasmas de Fårö no necesitan explicación alguna.

    Francia, Alemania, Bélgica, Suecia, 2021. Directora: Mia Hansen-Løve. Guion: Mia Hansen-Løve. Producción: arte France Cinéma, CG Cinéma, Dauphin Films, Neue Bioskop Film, Piano Producciones, RT Features, Scope Pictures, Film Capital Stockholm, Plattform Produktion, Swedish Television. Fotografía: Denis Lenoir. Reparto: Mia Wasikowska, Anders Danielsen Lie, Tim Roth, Vicky Krieps, Joel Spira, Oscar Reis, Jonas Larsson Grönström, Clara Strauch, Wouter Hendrickx, Gabe Klinger, Teodor Abreu, Felix Berg, Grace Delrue, Matthew Lessner, Kerstin Brunnberg. Duración: 105 minutos.

    Tres pisos

    Crítica de «Tre Piani», Nanni Moretti, Italia | COMPETICIÓN.

    ▼ Miguel Muñoz Garnica.
    Puntuación: ★☆☆☆☆.

    Secuencia de apertura, calle nocturna. Una mujer que acaba de romper aguas trata desesperada de parar a un coche. El conductor, en estado de embriaguez, la pasa de largo, atropella a una mujer y empotra el vehículo contra la pared exterior de su vecino. Los hechos inician una cadena de acontecimientos que pondrán patas arriba la vida de las tres familias que habitan sendos pisos del edificio donde se ambienta la película, pero lo que esta apertura adelanta también es el proceder de Moretti en Tre piani: como el conductor con su alunizaje accidental, el cineasta italiano busca la forma más directa, más brutal, de echar abajo los muros de la burguesía romana, y penetrar en sus interiores como un elefante en una cacharrería. En esencia, las tres historias entrecruzadas recorren dinámicas de poder y resentimiento en las relaciones matrimoniales y paternofiliales, forzando las situaciones dramáticas sin atisbo alguno de sutileza. En este último punto está el gran escollo de la película. Por ejemplo: si necesita poner en solfa la figura de un padre de familia y sus hipocresías, introduce su relación sexual con una menor. Y para ello, enuncia el enamoramiento de la segunda en un par de planos con miradas y gestualidades evidentes, para pasar rápidamente a una escena en la que la muchacha se ofrece desnuda al hombre.

    En su afán por romper vestiduras, Moretti no se preocupa por los prolegómenos ni por las representaciones tan problemáticas como la citada. Desata lo que necesita desatar y continúa su avance implacable, con toda la tosquedad que ello implica. Si le sumamos la cantidad de acontecimientos dramáticos y lo convenientemente que se solapan entre sí, tenemos una película que, al menos en su narrativa, se acerca a códigos más bien telefílmicos. Igualmente agresiva es Tre piani en sus elipsis. La película se divide en tres partes con dos saltos entremedias de cinco años cada uno, que cortan con brusquedad el desarrollo dramático y nos reencuentran con los personajes en la resaca de sus acciones. En esta forma de trabajar la exposición dramática y el tiempo, podríamos acariciar la idea de un Moretti destilado, despojado de todo lo accesorio en su objetivo de radiografiar implacable a la burguesía romana. En nuestro caso, se nos hace complicado apreciar sencillez donde no hay más que tosquedad y descuido. Si Moretti, como el conductor del inicio, practica un alunizaje sobre el universo de sus personajes, este es más que nada fruto de un patinazo.

    Italia, Francia, 2021. Director: Nanni Moretti. Guion: Nanni Moretti, Federica Pontremoli, Valia Santella, basado en la novela homónima de Eshkol Nevo publicada en 2019. Producción: Sacher Film Rome, Fandango Produzione, RAI Cinema, Le Pacte. Fotografía: Michele D'Attanasio. Música: Franco Piersanti. Reparto: Riccardo Scamarcio, Alba Rohrwacher, Nanni Moretti, Margherita Buy, Alessandro Sperduti, Stefano Dionisi, Adriano Giannini, Denise Tantucci, Anna Bonaiuto, Elena Lietti, Paolo Graziosi, Tommaso Ragno. Duración: 119 minutos.

    Flag Day

    Crítica de «Flag Day», Sean Penn, Estados Unidos | COMPETICIÓN.

    ▼ Ignacio Navarro Mejía.
    Puntuación: ★★☆☆☆.

    La nueva película de Sean Penn, un actor convertido en director cuya carrera lleva años en declive, puede justificarse sobre todo desde dos puntos de vista. El primero sería para plantear un relato que en el fondo funciona como alegato en su propia defensa, dados los evidentes paralelismos entre el personaje que interpreta y su imagen proyectada recientemente tras sus denuncias de violencia doméstica (esto se ve corroborado por el papel protagonista concedido a su hija, en la película y la vida real, Dylan Penn). Y el segundo sería para resarcirse en el mejor marco cinematográfico posible, como es la competición del Festival de Cannes, teniendo en cuenta que esta acogió su anterior película, The Last Face (2016), y fue un rotundo fracaso. Ahora Penn vuelve con una historia que, al margen de lo dicho, no pretende contar nada nuevo, sino hacerlo con oficio, reduciendo el riesgo de salir mal parado. Es la historia tantas veces vista de padre conflictivo, con tiempo en la cárcel incluido, e hija que sufre por ello, pero que aun así le quiere, logra salir adelante y forjarse su propio destino. Ubicarla en un entorno rural y esbozar desde su arranque un tono misterioso de road movie permite integrarla sin mayor esfuerzo en esa tradición del cine americano tan característico, que se puede remontar a Malas tierras (1973), entre otras cintas del género de los años 60 y 70.

    De hecho Penn toma prestados algunos conocidos planos “a lo Malick”, sobre todo en esos primeros momentos en la carretera, pero pertenecen no solo a un tiempo distinto, sino que precisamente parecen extraídos de otro tipo de narración, que no tiene por qué conjugarse con la que ahora presenciamos. Aquí surge entonces el principal problema de esta película: su sensación de reciclado para relatarnos algo que debería ser muy personal. Además esas referencias, que no serían negativas si se integraran bien en la nueva obra, aquí van y vienen, no tienen sustancia propia. También van y vienen actores de renombre que no dejan ninguna huella, al modo de cameos, como Regina King, Eddie Marsan o especialmente Josh Brolin, en un papel que debería haber dado para mucho más pero que, como tantas otras cosas en esta película, se queda en pincelada de trazo grueso. Solo importa la relación paternofilial, y hay que reconocer que la misma da pie a momentos efectivos en un sentido puramente dramático. Sin embargo, pese a las correspondencias que mencionábamos al principio de este texto, tampoco esa relación se percibe como muy genuina. Se suceden los distintos episodios, no hay nada que choque ni moleste, todo se ve con el interés justo, pero no sentimos nada especial hacia esta pobre familia… Pobre en pantalla, que no en la vida real.

    Estados Unidos, Reino Unido, 2021. Director: Sean Penn. Guion: Jez Butterworth, basado en la novela de Jennifer Vogel «Flim-Flam Man: The True Story Of My Father's Counterfeit Life», publicada en 2014. Producción: Wonderful Films, Conqueror Productions, Olive Hill Media. Fotografía: Daniel Moder. Música: Joseph Vitarelli. Reparto: Sean Penn, Miles Teller, Josh Brolin, Dylan Penn, Hopper Penn, Katheryn Winnick, Dale Dickey, Eddie Marsan, Norbert Leo Butz, Bailey Noble, Megan Best, Adam Hurtig, Billy Smith, Gabriel Daniels, Jadyn Rylee, Morgan Easton-Fitzgerald, Steve Pacaud, Beckam Crawford, Alicia Johnston, Bradley Sawatzky, Addison Tymec, Cameron Patterson, Destini Boldt, Cindy Myskiw, Hannah Krostewitz, Cliff Sumter, Crystal Magian, Scott Cloney, Blake Taylor, William Whyte, Olatunbosun Amao, Jim Kirby, Lorrie Papadopoulos. Duración: 107 minutos.

    Evolution

    Crítica de «Evolution», Kornél Mundruczó, Alemania | CANNES PREMIÈRE.

    ▼ Ignacio Navarro Mejía.
    Puntuación: ★★★☆☆.

    El Holocausto parece ser uno de los temas recurrentes en esta edición del festival de Cannes, pues no es ni la primera ni la segunda vez que se trata, y además con propuestas que intentan, de forma bastante explícita, establecer un diálogo entre esa época y tiempos más recientes. El realizador húngaro Kornél Mundruczó da un paso más allá y divide su película en tres capítulos, cada uno con el título de un personaje. La división se acentúa porque cada capítulo es prácticamente independiente, apenas están unidos por nexos generacionales, y cada uno de ellos está además rodado íntegramente en un plano secuencia, con cortes ocultos. Tal es la importancia concedida a la puesta en escena que la misma toma la delantera sobre la narración, ya que esta se ve reducida al recuerdo de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial y cómo esa victimización se extiende hasta la actualidad. En este sentido estamos ante algo más cercano al ensayo o al videoarte (el concepto de videoensayo tiene otro significado) que a la ficción al uso, lo cual se observa sobre todo en el primer capítulo. Este no tiene apenas diálogo, reúne a tres personajes en un escenario cerrado y realizan acciones de limpieza sin parar, al igual que no para la cámara en su seguimiento. Con todo, intuimos lo que hay detrás de este proceso, la tensión es palpable, la planificación es coherente con la urgencia temporal y el desenlace es impresionante, concluyendo con épica y catarsis lo que hasta entonces parecía un mero ejercicio.

    Ese primer capítulo es de lejos el mejor, al asumir que lo importante aquí es la imagen, no el verbo. El segundo y el tercer episodios/secuencias se apoyan más en el diálogo, aunque manteniendo esa voluntad de epatar con la cámara, lo cual da lugar a momentos ridículos. De entrada, los planos secuencia ya no están justificados por lo reducido de tiempo y acción. Y en la segunda escena la verborrea no cesa, pero nuestra atención está en el encuadre, casi de forma obligada, por lo que desconectamos de lo que se dice y todo adquiere una deriva forzada e inverosímil. Hay en particular un momento en que la cámara se desplaza al exterior, por la ventana de la cocina donde transcurre toda la acción (junto al salón contiguo), y no parece que lo haga por ningún motivo dramático o siquiera estético, sino por exhibir el artificio de su movimiento. La acción termina además con un detalle grotesco y un subsiguiente efecto gratuito que, por mucha carga metafórica que tengan, cuesta hilar en el discurso. En fin, el último capítulo está algo más conseguido, por dejar respirar un poco (tanto por cambio de localizaciones como por algunos silencios), pero el espectador ya está metido en una dinámica contraproducente, esperando el giro, advirtiendo el truco y aguantando la estridencia. En resumen: primer capítulo magistral, segundo frustrante y cargante y tercero con un poco de todo. Una pena, porque podríamos haber estado ante una de las películas del festival.

    Alemania, Hungría, 2021. Director: Kornél Mundruczó. Guion: Kata Wéber. Producción: Match Factory Productions, Proton Cinema. Fotografía: Yorick Le Saux. Música: Dascha Dauenhauer. Reparto: Padmé Hamdemir, Annamária Láng, Lili Monori, Goya Rego. Duración: 97 minutos.

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