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    Especial siglo XXI | «Una historia de fantasmas»


    Una historia de fantasmas

    Ensayo de Miguel Muñoz Garnica sobre el cine del siglo XXI

    Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI

    Hay en El extraño caso de Angélica (O Estranho Caso de Angélica, Manoel de Oliveira, 2010) un instante decisivo. Ocurre al poco de comenzar, cuando Isaac (Ricardo Trêpa), el fotógrafo protagonista, acude a un velatorio para capturar una imagen mortuoria de la joven —y muy hermosa— recién fallecida (Pilar López de Ayala). Entonces, el plano adopta la perspectiva del visor de la cámara de Isaac, una Leica con enfoque telemétrico. Esto es, que capta dos imágenes superpuestas que el fotógrafo ajusta hasta que coinciden como si formaran una sola. En el momento en el que Isaac logra enfocar, la difunta abre los ojos, mira directamente al objetivo y le sonríe —véase la imagen de cabecera—. En adelante, Isaac quedará hechizado por ese rostro, extrañándose de su entorno en un magnetismo cada vez mayor hacia la muerte. Es lo que tiene, claro, enamorarse de un fantasma. Hablo de El extraño caso de Angélica como una película del siglo XXI, pero una de las cosas que la hacen tan sugerente es que Oliveira la ideó a comienzos de los años cincuenta, tal y como recoge Víctor Erice en un magnífico ensayo sobre el cineasta —escrito, por cierto, siete años antes de que la película se materializara—:

    «En 1952, [Oliveira] imaginó una película, Angélica, basada en una experiencia vivida a raíz de la muerte de una joven, prima de su mujer. Antes del entierro, la familia pidió a Oliveira que hiciera una fotografía de la difunta. “La joven —ha contado él mismo—, muy bella, se hallaba tendida en un canapé azul, en el centro de un salón. Sus cabellos eran dorados y estaba vestida de blanco, como una novia. Yo llevaba conmigo una cámara Leica, que en el acto de enfocar producía un desdoblamiento de la imagen. Había que poner una atención especial, enfocando cuando las dos imágenes aparecían superpuestas. Como estaba fotografiando a una muerta de la que se desprendía una doble imagen, me asaltó la idea de que una de ellas correspondiera a la mujer viva, no muerta. Y que esta imagen no encerrara a la otra, y lo trastornara todo. El hecho me afectó profundamente, de la misma manera que al protagonista de Angélica, que revelando la fotografía de una mujer muerta la percibe viva”».

    Cuando al fin pudo filmarla en 2010, Oliveira apenas alteró el guion que llevaba seis décadas escrito. Con ello, una de sus primeras películas se convirtió a la vez en una de las últimas, y el concepto de lo fantasmal que subyace va mucho más allá de la historia de Angélica. Como también señala Erice, aquella experiencia «despertó de nuevo en Oliveira el interés por el cine, por otro tipo de cine: aquél que se revela, en primer lugar, como medio de fijar la vida, capaz incluso de hacer volver del más allá a los muertos. Desde entonces, Oliveira acostumbra a decir: “O cinema é sempre um fantasma da realidade”». Cabría incluso expandir la cita: un único fantasma de múltiples realidades. El extraño caso de Angélica abraza la doble temporalidad de su gestación para crear una realidad suspendida entre dos siglos. Oliveira rueda en el Oporto contemporáneo sin ningún tipo de truco o alteración que sugieran ambientación de época. Pero, a la vez, rueda usos sociales y tecnológicos propios de sesenta años atrás. En este sentido, uno de los más definitorios es la propia Leica de Isaac. El enfoque telemétrico o el revelado, que la película registra profusamente, son a ojos del siglo XXI un procedimiento demodé, pero Oliveira no dispone estos elementos de la fotografía analógica como una visión nostálgica, sino como una fuerza configuradora del relato. Que el «hechizo» de Isaac comience desde la perspectiva del visor de la Leica y se prolongue en los positivos recién revelados —donde el fantasma de Angélica volverá a aparecérsele— resulta crucial. No olvidemos que la existencia de la película se debe a la existencia de los visores telemétricos.

    O Estranho Caso de Angélica, Manoel de Oliveira.

    «El cine no hace otra cosa que canalizar una energía —la luz— y, tomando el lugar del espacio de la aparición, fijar su huella y volver a manifestarla. El cine, entonces, no es solo el fantasma sino la casa encantada. Un espacio que hace posible el encuentro entre vivos y muertos».


    Las 21 mejores películas del siglo XXI para Miguel Muñoz Garnica

    Extrapolemos un poco estas observaciones: la materialidad de la imagen fotográfica o cinematográfica, la fisicidad de sus objetivos y sus soportes, resulta crucial para su propia naturaleza. Un fantasma es fruto de una muerte o ausencia, sí, pero, sobre todo, la aparición fantasmal suele definirse en términos de energías. Los ecos de un suceso personal que ha tenido lugar en un espacio concreto quedan fijados como energías residuales, que siguen manifestándose sobre ese soporte espacial —típicamente, la casa encantada— a lo largo del tiempo. El cine no hace otra cosa que canalizar una energía —la luz— y, tomando el lugar del espacio de la aparición, fijar su huella y volver a manifestarla. El cine, entonces, no es solo el fantasma sino la casa encantada. Un espacio que hace posible el encuentro entre vivos y muertos. Pero hablo del cine en su dimensión material originaria, que comparte con la fotografía: los rollos de celuloides o nitratos son los que han «absorbido» las energías lumínicas de un pedazo de espacio y tiempo para «capturarlas» en su emulsión de partículas de plata, sensibilísimas a la degradación de las gelatinas que las cubren o a la entrada de nueva luz que puede estropear la perfecta imagen reproducida. El cine analógico, pues, es un espacio fantasmal enormemente frágil al desgaste del tiempo, y capaz de incorporar las huellas de este desgaste a sus imágenes.

    Ahora bien, ¿qué tienen que ver estas reflexiones con el cine del siglo XXI? Cabe señalar que no descubro aquí nada nuevo. De la temprana visión de Maxim Gorki sobre el cinematógrafo Lumière —«No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso»— a la precisa definición de Edgar Morin de la imagen fílmica como «presencia vívida y ausencia real», la noción del cine como espacio fantasmal está más que explorada. La idea o, más bien, la intuición a la que apunto aquí es que, ante los nuevos formatos digitales y las visiones sobre la «muerte del cine» a finales de los noventa, las dos décadas que llevamos de siglo han espoleado una fuerte conciencia de esta esencia de la naturaleza fílmica a partir de la revalorización de su materialidad. Tomemos Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (ลุงบุญมีระลึกชาติ, Apichatpong Weerasethakul, 2010), concebida como un homenaje al celuloide por el propio director —es conocida su división en seis rollos de película, cada uno en tributo a distintos estilos visuales y géneros del cine tailandés—. Pues bien, observemos lo que ocurre en la escena en la que, transcurridos unos quince minutos de metraje, los personajes se sientan a cenar:


    El tío Boonme (Thanapat Saisaymar), su cuñada (Jenjira Pongpas) y su sobrino (Sakda Kaewbuadee) comen y charlan tranquilamente. El plano toma aire en su izquierda por el vacío de personajes, subrayado por las sillas desocupadas. Entonces, sobre una de esas sillas, la silueta de la esposa fallecida de Boonmee se va perfilando. Pese a su estupor inicial, los personajes aceptan rápidamente la aparición con naturalidad y prosiguen su palique de sobremesa con ella. Para introducirla, Weerasethakul ha recurrido a un trucaje sencillísimo, uno de los primeros que inventaron los cineastas pioneros: la sobreimpresión. Dos tiras de película que se superponen y, rodadas sobre un mismo fondo, permiten crear ilusiones visuales. En este plano hay una dualidad entre los vivos y los muertos —la composición, con ese eje central tan marcado y el vacío a la izquierda, lo recalca—, pero si lo consideramos en términos de materialidad, lo que hay son dos imágenes que forman una sola. Importa más su integración que su choque. De ahí que, como espectador, uno pueda aceptar con la misma naturalidad que los personajes la aparición de un fantasma. Si observan el transcurrir de la escena, verán que conforme esta avanza la translucidez del cuerpo de la mujer de Boonmee va menguando, hasta que finalmente queda al mismo nivel lumínico que el resto de personajes —esto es, hasta que todos se integran en una única tira de celuloide—. El material fílmico los iguala porque, en el fondo, todos son fantasmas en una habitación compartida; que sean vivos o muertos es más que nada una cuestión nominal. Al poco, interviene en la escena el hijo de Boonmee, esta vez una aparición de distinta naturaleza:

    Como ven, lo primero que lo define es el rincón de oscuridad absoluta por el que entra en campo. Al alcanzar la zona alumbrada, vemos que su figura es la de un hombre-mono, transformado por su integración con la jungla. Poco después, el personaje pedirá que apaguen las luces —le resultan molestas—, y el plano inicial que citaba unas líneas atrás queda tomado por la oscuridad:


    De pronto, Weerasethakul nos asoma a los límites de la representación cinematográfica: la falta de luz. Si hay algo a lo que el cine no llega, es a la oscuridad. Sin la suficiente iluminancia, la emulsión del rollo de película se queda sin energías que absorber. En su forma humana, el hijo de Boonmee era fotógrafo. El detalle no es casual: en sus sesiones en la jungla, llegó a obsesionarse con una especie a la que llama los «monos-fantasma» —en uno de ellos ha quedado convertido—. El flashback que introduce su historia nos muestra que sus fotografías eran insuficientes para capturar a estas figuras elusivas como algo más que siluetas oscuras y borrosas:

    Cuenta entonces el hijo de Boonmee que optó por desechar la cámara y acercarse a estas criaturas hasta aparearse con una de ellas y unirse a su especie. Vistos así, los «monos-fantasma» no son otra cosa que una conceptualización visual de la oscuridad, aquello que el fotógrafo o cineasta no puede capturar. Una insuficiencia de la imagen fotoquímica capaz de desatar una obsesión. Vistas así, entonces, todas las criaturas que ha inventado el cine fantástico a lo largo de su historia podrían ser la mejor forma que este ha encontrado de representar la oscuridad, aquello a donde no alcanza la escritura fílmica —que es, insisto, escritura lumínica—.

    Hasta aquí, se juntan dos películas con conexiones evidentes. El extraño caso de Angélica y Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas son dos historias de fantasmas que incorporan a su tejido diegético la conciencia del cine analógico como espacio de encuentro espectral. En ambas, la dualidad vivos-muertos se filtra mediante materiales fílmicos y no deviene en una dialéctica narrativa, sino en una integración que lleva a sus respectivos protagonistas (dos fotógrafos, Isaac y el hijo de Boonmee) a renunciar a su vida humana en pos de ese algo que encuentran en la oscuridad, en lo irrepresentable, en lo no capturable. Weerasethakul cierra su película con una visión del futuro que experimenta el tío Boonmee poco antes de su muerte, mostrada como una serie de fotografías digitales:


    En ellas, vemos a un grupo de soldados que han capturado a los «monos-fantasma», ahora convertidos en burdos disfraces una vez los han extraído de la jungla y sus tinieblas. Sin la imposibilidad de escribir la oscuridad, parece sugerir Apichatpong, el misterio desaparece de las imágenes. ¿Cómo no tomar esto como una advertencia —o, mejor, un síntoma— ante la mutación radical que el digital ha supuesto para el cine? La imagen digital ya no es una luz fijada sobre partículas de plata, sino una traducción instantánea de esa luz a un lenguaje de dígitos manipulable. Entiéndase la diferencia: el cineasta analógico también es capaz de manipular la exposición durante el proceso de revelado, pero no puede contrariar la naturaleza misma de la luz, que ha sido fijada sobre la emulsión y forma un cuerpo tangible. El cineasta digital, por su parte, puede (y suele) falsear la energía capturada, porque lo que está manipulando no es la luz o su huella, sino su traducción a un lenguaje ya sin cuerpo. Entonces, si la oscuridad deja de ser el límite fundamental de la escritura lumínica, corre el riesgo de romper el enigma que entraña tal límite. O, en otras palabras, corre el riesgo de caer en el artificio sin oscuridad ni misterio.

    He aquí el punto al que quería llegar. Al volver sobre mi lista de mejores películas del siglo XXI, elaborada sin más criterios que mi fascinación personal, me encontré con que abundaban los títulos donde aparecían, de forma explícita, fantasmas. Además de El extraño caso de Angélica y Uncle Boonmee, Pulse (回路, Kiyoshi Kurosawa, 2001), La historia de Marie y Julien (Histoire de Marie et Julien, Jacques Rivette, 2003) y El león duerme esta noche (Le lion est mort ce soir, Nobuhiro Suwa, 2017). La lista se amplía si contamos películas donde no aparecen fantasmas enunciados como tales, pero la imagen juega a sugerir apariciones espectrales: Mulholland Drive (David Lynch, 2001) y Shara (沙羅双樹, Naomi Kawase, 2003). Ahí interviene, por supuesto, una atracción personal por las historias de fantasmas, pero también un fuerte componente de autoconciencia en las películas citadas de su condición de punto de encuentro de los fantasmas, que creo espoleada por la asimilación de los nuevos formatos digitales. Como si esos cineastas, al igual que sugiere Weerasethakul, hubieran caído en la cuenta de que algo esencial del cine se está perdiendo con su mutación y quisieran rescatarlo.

    Le lion est mort ce soir, Nobuhiro Suwa.

    «El cineasta digital puede (y suele) falsear la energía capturada, porque lo que está manipulando no es la luz o su huella, sino su traducción a un lenguaje ya sin cuerpo. Entonces, si la oscuridad deja de ser el límite fundamental de la escritura lumínica, corre el riesgo de romper el enigma que entraña tal límite. O, en otras palabras, corre el riesgo de caer en el artificio sin oscuridad ni misterio».


    Así funciona, desde luego, El león duerme esta noche. Nobuhiro Suwa es uno de esos directores con un pie en el pasado del cine, empeñados en mantener y expandir las conquistas cinematográficas precedentes —en su caso, hablamos de una especial fijación por los nuevos cines europeos de los cincuenta y sesenta— en lugar de obviarlas o, como mucho, convertirlas en guiño superficial. También un continuador de la máxima de Oliveira sobre el cine como fantasma de la realidad, si atendemos a estas declaraciones que hizo sobre la película:

    «Las imágenes son la huella de lo real, pero, al mismo tiempo, son ilusiones que no son reales. Creo que la fuerza del cine reside en el punto que separa estos dos polos extremos, y es lo que más me interesa. Curiosamente, estos dos polos extremos no están separados, están pegados como las dos caras de una moneda. Por ejemplo, la presencia imaginaria de un fantasma no se puede distinguir de la presencia real de los seres vivos en una película, todos los seres vivos podrían ser fantasmas en el cine. En el mundo del cine, las figuras reflejadas en el espejo y las figuras reales son iguales, no se distinguen».

    Lo real y lo ilusorio como dos caras de una misma moneda, desde luego, nos devuelve a las escenas citadas de Oliveira y Weerasethakul, donde los vivos y los muertos emergen de una dualidad —la doble visión del enfoque telemétrico, las dos tiras de película que forman la sobreimpresión— que termina por enunciar una integración. Suwa, además, hace gráfico su ejemplo del espejo en una escena de El león duerme esta noche. En este punto, me van a permitir la licencia de autocitarme a partir del texto que hace unos años dediqué a la cinta.

    Jean (Jean-Pierre Léaud), el actor protagonista, acude durante varios días de descanso de un rodaje a la vieja casa abandonada de Juliette (Pauline Ettiene), su único amor verdadero y fallecida cuarenta años atrás. Juliette —ya lo habrán adivinado— se le aparece como fantasma y lo hace, justamente, mediante un espejo. Suwa filma a Jean en la habitación azul donde se encuentra solo y, mediante un delicado travelling lateral, revela la corporeidad de Juliette reflejada en el espejo, hasta entonces oculta por la figura de Jean que se interponía entre cámara y reflejo:


    Tras sorprenderse de la aparición, Jean se vuelve del espejo hacia su espalda, con una mirada implorante que expresa su deseo de que el reflejo sea también la realidad. Suwa replica su movimiento con otro desplazamiento de cámara, que sigue el mismo giro de 180º y crea unos segundos de intriga antes de regalarnos la presencia, esta vez directa ante la cámara, de Juliette:


    El bellísimo abrazo en el que se funden los dos amantes es también el abrazo entre vivos y muertos, entre presente y memoria, pero también entre cine y espectador. Al renunciar al corte para filmar la secuencia, Suwa renuncia también a las divisiones fáciles. El abrazo entre vida y muerte no es una cuestión de campo-contracampo, ni de ilusión visual del reflejo. Es un fenómeno que ocurre desde una profundidad misteriosa del plano, un fenómeno que se proyecta desde el deseo hacia su representación afirmadora. Desde el deseo porque nace de la voluntad de Jean, de su disposición a enfrentarse a la muerte a la vez que a las ruinas de su vida —o su memoria, que viene a ser lo mismo—. Hacia su representación porque Suwa le concede ese deseo a partir del espejo, una «imagen invertida del mundo» de la que Jean ha afirmado antes desconfiar, que sin embargo funciona como auténtico portal de comunicación en el momento en el que el movimiento de cámara confirma la dimensión física de la imagen que refleja. Pocas veces un simple travelling puede contener tal carga de gozosa ilusión. Porque, en el fondo, entre los brazos de Jean que se abren buscando el abrazo de la amada que espera ver a su espalda y el movimiento precipitado de la cámara siguiéndole no hay diferencia alguna.

    Como en la cena del tío Boonmee, el cine se convierte aquí en un espacio compartido en el que todo encuentro es posible —la casa encantada, decía—. De ahí que cada decisión de continuidad del plano sea un bello acto de reafirmación de esta posibilidad. Por ejemplo cuando, en otra escena posterior, un niño pasa por el recibidor de la casa y sale al exterior, tras lo cual Suwa mantiene el encuadre para mostrar a Juliette atravesando el mismo recibidor camino a las escaleras del piso de arriba. El plano, al renunciar a su fragmentación, compone las paredes de esa habitación compartida entre vivos y muertos que es el cine. Tengamos en cuenta que la propia presencia de Jean-Pierre Léaud, un cuerpo cuyo crecimiento ha registrado profusamente el cine desde Los 400 golpes ( Les 400 coups, François Truffaut, 1959), implica una cierta presencia fantasmal que Suwa aprovecha hábilmente. Su personaje, Jean, es un eco mínimamente ficcionado del actor, de modo que no es del todo aprehensible en ninguno de los dos conceptos —personaje o actor—. Al inicio de la película, Jean se encuentra con un escollo: no sabe interpretar la muerte. Quizá porque, le sugiere Juliette, un actor nunca llega a morir del todo. Esta presencia escurridiza a la que podemos llamar Jean o Jean-Pierre Léaud, por tanto, es esa parte del intérprete incapaz de morir, esa energía lumínica que queda registrada, ese fantasma imperecedero.

    Le lion est mort ce soir, Nobuhiro Suwa.

    «Si aprendemos de lo que descubrieron los maestros y respetamos una cierta naturaleza del cine, el misterio y las posibilidades de la realidad no desaparecerán de las imágenes, independientemente de su corporalidad. Resulta evidente que la conversión digital entraña una transformación brutal del medio cinematográfico, pero también que su autoconciencia ha inspirado ejercicios de adhesión que abrazan, más que nunca ante la amenaza de la pérdida, el carácter fantasmal del cine».


    Que El león duerme esta noche esté rodada en digital y su estética lo refleje notoriamente nos recuerda que la visión del tío Boonmee no enuncia una postura reaccionaria, sino simplemente la incertidumbre ante el futuro de la imagen. Porque Suwa convierte toda esta cuestión del cine como espacio fantasmal en un discurso lleno de esperanza. Para abundar en ello, no es casual que su relato se articule sobre un grupo de niños que, junto a Jean, ruedan una película de fantasmas amateur con otra cámara digital. Si aprendemos de lo que descubrieron los maestros y respetamos una cierta naturaleza del cine, el misterio y las posibilidades de la realidad no desaparecerán de las imágenes, independientemente de su corporalidad. Resulta evidente que la conversión digital entraña una transformación brutal del medio cinematográfico, pero también que su autoconciencia ha inspirado ejercicios de adhesión que abrazan, más que nunca ante la amenaza de la pérdida, el carácter fantasmal del cine.

    Tirando un poco más del hilo, y retomando las palabras de Suwa, ese carácter fantasmal puede ir más allá de la simple aparición de espectros humanos. A veces es una simple cuestión de jugar con el espejo, el reflejo y la visibilidad de los planos. Pienso ahora en La historia de Marie y Julien, que guarda no pocas coincidencias con las tres películas que he venido desentrañando. De nuevo, tenemos a un personaje, Julien (Jerzy Radziwiłowicz) que se enamora de una no-muerta, Marie (Emmanuelle Béart). En este caso, Rivette juega más con la idea de que Marie es una «revivida» que un fantasma, pero volvemos a la misma dinámica: la imagen compone el espacio de encuentro entre vivos y muertos, y el protagonista se va magnetizando hacia ese «otro lado» a la par que se aliena de su entorno. Así, como en El extraño caso de Angélica, el espacio fílmico de naturaleza realista se extraña hasta adquirir un carácter que roza lo espectral. De la cinta de Rivette escojo un plano que lleva la idea de lo fantasmal más allá de la mera aparición. Este plano:


    Como ven, se trata de un plano móvil, en el que la cámara se desplaza junto a Julien y el ex casero de Marie según suben las escaleras hacia el antiguo piso de esta. Allí, Julien va a descubrir el carácter sobrenatural de su amada. Pero antes de que eso ocurra, el movimiento de cámara de este plano termina por mostrarnos a una mujer que, al fondo, está limpiando una capa de pintura blanca bajo la que se desvela un espejo. El espejo, a su vez, devuelve el reflejo de otro que intuimos fuera de campo y crea un efecto de reflexión múltiple: de pronto, la profundidad de campo del plano se abre al infinito. El detalle aparece de pasada y los personajes no le prestan ninguna atención, pero resulta mucho más crucial para comprender la película que la revelación que está a punto de tener Julien. Esto es, el que Marie sea una no-muerta es lo de menos en un filme en el que todo se mueve en esa atmósfera de indeterminación fantasmal. En la que todo lo que vemos no es más que una fina capa de realidad filmada que oculta un juego infinito de reflejos, donde Marie y Julien pueden ser muchas cosas simultáneamente —y vivos o muertos es solo una de ellas—. Rivette abre el plano a una representación visual de esta inescrutabilidad, a esa fuga de la imagen que es el pedazo de espejo limpiado, y confirma la observación de Suwa que citaba: «En el mundo del cine, las figuras reflejadas en el espejo y las figuras reales son iguales, no se distinguen».

    Con esto, puedo extender mis observaciones a una película que ya no tiene relación —al menos argumental— con cuestiones fantasmales o sobrenaturales: En la playa sola de noche (밤의 해변에서 혼자, Hong Sang-soo, 2017). Hong inicia una escena de la película con el plano, muy sostenido, de una habitación de hotel. Al fondo, detrás de la ventana de la terraza, vemos a un hombre embutido en negro que limpia con fruición el cristal, y sigue haciéndolo después de que los personajes entren en campo y la escena se desarrolle:


    Como en La historia de Marie y Julien, los personajes permanecen completamente indiferentes ante la presencia de este limpiaventanas. Pero hay una diferencia fundamental: este hombre ya no está revelando nada tras la capa superficial, y su ahínco en la limpieza no parece siquiera mejorar la ya diáfana visibilidad del paisaje marítimo que da el vidrio. Porque, a diferencia de la de Rivette, la imagen de Hong despliega una transparencia inequívoca. Todo transcurre en la absoluta banalidad de unos personajes que simplemente se disponen a hacerse compañía y tomar juntos unos tragos de cerveza. Si queremos buscar algún cariz fantasmal aquí, tenemos que tirar de la memoria creada por la película. En su primera parte, Young-hee (Kim Min-hee), la actriz protagonista, se encuentra en una suerte de retiro personal en Hamburgo, a donde aventuramos que ha huido para alejarse de los chismorreos que ha despertado su aventura extramatrimonial con un director de cine. Cierra el segmento alemán este llamativo plano con dos movimientos de panorámica, en el que Young-hee se encuentra en la playa sola (casi de) noche:


    Como ven, el plano arranca con Young-hee algo alejada, de espaldas a la cámara y de frente al mar, hasta que realiza una panorámica de 90 grados a la derecha. El plano se fija ahí para mostrarnos a sus amigos que se alejan por el fondo, y revierte el paneo para volver a la posición inicial y encontrar que Young-hee ya no está. Entonces, otra panorámica de 90 grados, esta vez a la izquierda, nos muestra que un extraño embutido en negro la ha tomado sobre sus hombros y se la lleva consigo. El plano se llena entonces de misterio con la extrañeza de tal acción, incluso con esa simetría de los paneos que tiene algo de mágico —«ahora lo ves, ahora no lo ves»—. Tras él, Hong introduce una laguna del relato. El plano corta a una elipsis que nos transporta hasta Young-hee ya de vuelta en Corea, y que deja abierta en canal una pregunta: ¿por qué ha regresado, y qué busca allí?

    El vestuario negro del extraño —que, por cierto, comparte con Young-hee— nos da la pista: parece ser el mismo hombre, sin rostro distinguible, que limpia la ventana en la escena del hotel. Si atendemos a la escena en la playa de Hamburgo, ese hombre da cuerpo a la fuerza que arrebata el proceder de la protagonista, que la impulsa a huir y abandonar unos sitios en pos de otros. Una fuerza sin un nombre, o una pregunta sin respuesta, aunque la podamos asociar a su proceso de desengaño amoroso tras la relación fallida con el director. Cuando reaparece en el hotel, el hombre de negro está dedicando un esfuerzo enorme a limpiar un cuadro —una ventana, pero también el propio cuadro fílmico— que ya está sobradamente limpio. Pero esta es la ontología paradójica del cine de Hong: cuanto más se esmera en evidenciar la transparencia de sus imágenes, más desvela lo inasibles que son. Aquí, a diferencia de la película de Rivette, el plano no se abre a una fuga sino a un agujero negro. Esto es, el dispositivo no se explica por la multiplicidad de reflejos, sino por la opacidad total del negro de Young-hee o del extraño. Por mucho que la presencia de la protagonista sea rotunda e inequívoca, hay en su interior una fuerza irrepresentable e innombrable, cuya inexplicabilidad se nos pone delante de las narices.

    Ya sea desde la fuga o desde el agujero negro, las imágenes de Rivette y Hong encuentran la manera de asomarnos al misterio. Hong no me parece un ejemplo de cineasta hiperconsciente del fin del cine analógico, que era el tema de este ensayo. Pero sí un ejemplo de cómo el cine está ligado al misterio, a un carácter fantasmal que encuentra múltiples formas de desarrollarse. Al fin y al cabo, importa lo que tienen en común la esposa muerta de Boonmee, Angélica, Marie, Juliette y el desengaño sentimental de Young-hee. Que son fantasmas capaces de asaltar las imágenes y llenarlas a la vez de la alegría del encuentro y del dolor de la pérdida. 125 años de cine después, el amor sigue siendo el gran misterio.


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid


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