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    Crash (David Cronenberg, 1996)


    El azul del metal

    Ensayo sobre «Crash», de David Cronenberg.

    Canadá, 1996. Título original: Crash. Director: David Cronenberg. Guión: David Cronenberg. Compañía productora: Téléfilm Canada. Productor: David Cronenberg. Fotografía: Peter Suschitzky. Montaje: Ronald Sanders. Música: Howard Shore. Reparto: James Spader, Holly Hunter, Elias Koteas, Deborah Kara Unger, Rosanna Arquette, Peter MacNeill, Yolande Julian, Cheryl Swarts, Judah Katz, Nicky Guadagni, Ronn Sarosiak, Boyd Banks, Markus Parilo, John Stoneham Jr., Alice Poon. Duración: 100 minutos.

    En Crash el plano está signado por un tipo de movimiento muy particular. Este movimiento no es solamente el de la cámara, las cosas o los personajes. Tampoco está únicamente en la imagen, el montaje o la puesta en escena. Es, para decirlo sin mayor rodeo, del orden metafísico. ¿Cómo damos cuenta de él? David Cronenberg pertenece a un linaje de directores que trabajan con la sensación por encima del sentido. Crash tiene un tema y un discurso fácilmente identificables y claramente explicitados a lo largo de la película. Y, aun así, captura un aura enrarecida que no existiría sin todos esos convencionalismos: una desviación absoluta de la convención que es inseparable de ella. Hay piruetas, autos y choques, pero jamás podríamos afirmar algo como que Crash es una película de acción (nada más alejado de la verdad); es una historia que comienza con un amor insatisfecho y culmina con su reencantamiento, pero los términos de esta longitud de onda evaden por completo el género romántico; en vez de sobresaltos, la película está plagada de una angustia que no descansa. La fascinación que despierta el trabajo de Cronenberg precisa en el baile de lo concreto con lo abstracto: hay una energía que emana posiblemente de los personajes o del espacio —no lo sabemos—, pero sí sabemos que esa energía prospera de diversas maneras físicas. Y esa multiplicidad, en suma, es adjudicable como atmósfera.

    Detengámonos en el sentido del espacio. Su unidad básica es el vehículo, que determina una experiencia muy particular de transitar por una ciudad cosmopolita (la compresión espacio-temporal). Es difícil no llamar la atención sobre el interior de las casas, que aparecen en contadas ocasiones (tal vez dos o tres, pero casi siempre en el balcón o mostrando rasgos mínimos de la sala y la cama como sitios donde se pone en cuestión el placer entre James Ballard y Catherine, interpretados respectivamente por James Spader y Deborah Kara Unger). La mayoría de veces la acción transcurre en lo que se conoce —imprecisamente— como «no-lugares»: un estacionamiento, un aeropuerto, la autopista. Esto es, lugares propios del capitalismo tardío caracterizados por el signo de impersonalidad, anonimato y consumo. Cronenberg tiene la inteligencia para adscribirse a eso que tanta vitalidad dio al cine de los años ochenta y noventa: la expresión de espacios inauditos. Los personajes de Crash viven ahí donde se supone que nadie se detiene a vivir. Y podemos sentirlo. «Vivo en mi auto», es la frase del recóndito Vaughan (Elias Koteas). Todo esto nos lleva a encontrar un escenario solitario y frío salido del futuro (una de las claves de lectura que viene con la novela de Ballard). Así ocurre en los momentos en que el tráfico desaparece, dando la impresión de que el exterior tiene una íntima conexión con las pulsiones interiores de este grupo de personas reunidas alrededor de los automóviles, las colisiones y el placer. Con todo lo esquemático que puede ser esta descripción —una película de tesis—, Crash es, como el resto de la obra de Cronenberg, de una vitalidad sorprendente. Concede una apertura a una posible intelectualización que nos tranquilice, pero en el fondo hay pasiones oscuras que atemorizan la mirada y contienen la respiración. Lo más nocturno de todo es la pasividad con la que el murmullo de perversidad se va desenvolviendo y los sucesos desérticos nos conminan a la inquietud, desconcertados porque tanta densidad pase casi desapercibida.

    Crash, David Cronenberg.
    Un clásico de culto retorna a las pantallas | A contracorriente.


    «El director canadiense no se deja llevar por la inercia y firma una película pausada y contraria a la ciencia ficción que vende sus efectos especiales antes que sus recursos cinematográficos esenciales. Hoy sabemos hacia dónde se ha degenerado esa línea del cine: locomoción sin referencia y forma sin contenido. Cronenberg pone en escena una segunda naturaleza, pero no como algo que nos sustituye sino como algo con lo que hay que lidiar. Y ese movimiento indistinguible hace toda la diferencia».


    Es innegable que la forma en que se compenetran el sexo y la ceremoniosidad de los choques automovilísticos ostenta un sentido de la subjetividad contemporánea basada en la insatisfacción y el estímulo, como dos caras de una moneda que pone a prueba la muerte y gira indeterminadamente. Pero si hay un semblante que nos congela es mirar de frente el deseo de los demás (con más viveza incluso que en Possession, de Andrzej Zulawski). La moral, ese territorio que nos guía el andar por el mundo, tiene en Crash la misma funcionalidad que una brújula descompuesta: imperfección, duda, desorientación. El límite de los cuerpos es el del espacio; y mientras los personajes necesitan aumentar su euforia, nosotros nos preguntamos si eso tiene lugar en nuestra realidad. Es en ese atisbo donde Cronenberg es capaz de agigantar su olla de presión hasta que lo peor y lo mejor de la humanidad se entremezclan. La palabra que un diálogo dispensa y que tantas vías de búsquedas abre es la de «autenticidad». Se acusó acaloradamente a Cronenberg de llevar la película a un punto muerto de repetición, pero es ese letargo orquestado por la omnipresencia de la música y los tonos azulados que hace aburrirse a quien sigue esperando cine de acción. Siendo muy abreviados, en la historia del cine hubo una trasformación en la configuración de los personajes: a la psicología siguió el comportamiento. En la década que Cronenberg presenta esta película hay otro giro hacia la sensación —en este caso por medio de la tecnología—. Pero el director canadiense no se deja llevar por la inercia y firma una película pausada y contraria a la ciencia ficción que vende sus efectos especiales antes que sus recursos cinematográficos esenciales. Hoy sabemos hacia dónde se ha degenerado esa línea del cine: locomoción sin referencia y forma sin contenido. Cronenberg pone en escena una segunda naturaleza, pero no como algo que nos sustituye sino como algo con lo que hay que lidiar. Y ese movimiento indistinguible hace toda la diferencia.


    Rafael Guilhem |
    © Revista EAM / Ciudad de México


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