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    El canto de la flor imposible de encontrar (Otar Iosseliani, 1959)


    Las flores cantan en florístico

    «El canto de la flor imposible de encontrar», de Otar Iosseliani.

    URSS (Georgia), 1959.
    Título original: Sapovnela / Саповнела. Director: Otar Iosseliani.
    Compañía productora: Kartuli Pilmi (Tbilissi).
    Duración: 17 minutos.


    ¿Alguna vez se ha escuchado de una película donde las flores cantan? Sólo puede ser obra de Otar Iosseliani, un director que comparte con Jacques Tati el humor pero sobre todo la dulzura. El musical botánico en cuestión, si se me permite la expresión, es Sapovnela, que en español ha sido traducido como El canto de la flor imposible de encontrar o Canción sobre una flor. En apenas algunos minutos se logra un documento tan ceremonioso como lo es La inteligencia de las flores —el escrito de Maurice Maeterlinck donde convive el tecnicismo con la simpleza—: cuando la emoción toca el fondo de la naturaleza por medio del cálculo matemático. Iosseliani es un caminante de esta carretera donde, armado de ciencia y poesía, profiere a través de la ficción una síntesis de lo que al orden natural le ha costado mucho tiempo. Y aclaramos: no es un robo sino una ecuación de imaginación despejada de la observación metódica. ¿No es la creación un descubrimiento de los rincones inescrutables del mundo? ¿No es la creación una espera de los instrumentos indicados para entender un lenguaje secreto? ¿No es la creación una red que busca fijar ese viento del pensamiento que no deja de soplar, y que —hay que decirlo— no es únicamente humano? En Sapovnela, un hombre de 98 años cuida su jardín lleno de flores, hace ramilletes, seca los pétalos, pistilos y tallos utilizando un ancho libro como prensa, y con sus manos construye —nos enteramos extraoficialmente— coronas mortuorias compuestas de ramas. La vida y la muerte, esta relación de antonimia tan recurrente, funciona aquí con una lógica muy diferente: lo interior y lo exterior, lo que se agita y lo que se embalsama, el lado de la luz y el de la sombra; lo que está frente a nuestros ojos, fuera de nuestra vista o en una posición intermedia.

    Tendríamos que regresar al inicio del texto: ¿se hace cine en nombre de las flores? Caeríamos en un error si tomamos al hortelano como protagonista, cuando son los jardines rebosantes y coloridos (violeta, carmín, azulado) los que llevan la voz principal. El viejo predica una fe de los jardines, de eso no hay duda, pero lo que rescata Iosseliani es el mundo sobrenatural, o, para hablar con más precisión, la vitalidad que las flores testifican desde la inmovilidad. Las flores cultivan al jardinero y no al revés. Son inteligentes, ya lo ha demostrado con mil y un ejemplos Maeterlinck; cantan para quien sepa escuchar. Por otro lado, como nos enseñó Ursula K. Le Guin, todo el trabajo de la ficción es escribir —o filmar— como si las piedras, los animales o las plantas lo hicieran. Ponernos en un sitio que no es el nuestro (y más radicalmente, que es el de la muerte). Todo esto pasa, mágicamente y sin mayor sobresalto, en Sapovnela. Y la manera que tiene de pasar es poner la técnica al servicio de la realidad. Me disculpo de antemano por la siguiente digresión: ¿no debería la crítica de cine imitar este espíritu? ¿De qué sirve hablar de planos, movimientos de cámara o encuadres si no es para hablar de la vida que éstos comunican?

    «No hacen falta efectos especiales, tan sólo dejarse guiar por la idea de Alexander Kluge respecto al montaje: como en los jardines, las imágenes y los sonidos se cortan para florecer. Pocas veces hemos visto flores más bellas que éstas. Pasarán los tractores, las máquinas, los robots, y la frágil película de Iosseliani seguirá presente para reconfortar la gracia de nuestras almas».


    Los tractores que al final del cortometraje ahogan la musicalidad de la primavera (sólo para verla renacer de entre el asfalto) trabajan en una dirección opuesta: la soberanía de la técnica sobre la realidad. ¿Es un comentario sobre el fracaso de la civilización? No subrayaremos lo que no hace falta. La copia restaurada por Pastorale Productions en el laboratorio Hiventy, resguardada y puesta a disposición en la página electrónica de la Cinemateca francesa, anuncia en un intertítulo que el comentario que acompaña toda la película fue impuesto en la fecha de su producción por la censura soviética (suponemos que para añadir un discurso determinado). A órdenes de Iosseliani, por supuesto, esta narración no ha sido subtitulada, de modo que la voz (para los que no entendemos georgiano) es una flor más de la parcela. Otra ocasión para hacer de la técnica una naturaleza. Al día de hoy nos parece una obviedad que el cine articule algunas canciones y planos, pero cuando se hace bien nos recuerdan que es una invención (o un descubrimiento) singular de este medio. Es lo que sucede en Sapovnela para mirar más allá de la inmovilidad de la vegetación sin desplazarla de su lugar. La música es un contrapunto que eleva las dimensiones y nos lleva de la mano al fraseo de la experiencia tras la cortina de los conceptos. De nueva cuenta tenemos los elementos para afirmar que la ficción no es subsecuente a la vida, más bien —y en este caso con mayor razón— es como la energía solar que renueva en el proceso de fotosíntesis la viveza de las flores. La epifanía ocurrirá cuando se encuentre el jardín bajo la noche y los sueños nutran la tierra de lo que vemos. El florista está a medio camino, siempre velando por el placer balsámico. Al llegar la mañana hay un contrapunto fabuloso: cada campanada de la iglesia desde lo alto de la colina es una imagen nueva, y cuando nos hacen ir de un plano individual a uno de conjunto, es como encontrarnos a los feligreses de esta iglesia biológica, invitados todos a dudar juntos. Si éste es el momento monástico, las flores conservadas entre los libros es el instante archivístico: distintas articulaciones del pensar. No podríamos dejar de asegurar que la inutilidad de unos es la inteligencia de otros (en el sentido más benevolente).

    ¿Cómo se hace un cortometraje tan colorido sin sucumbir en el artefacto visual ni abandonar la sutileza de la empresa? La importancia de Sapovnela es la misma que ver el sol salir cada mañana (cada quién juzgará lo que eso implica). Pero si lo hecho por el director georgiano nos atrapa magnéticamente es porque no tuvo ninguna intención de hacerlo. Es un jardín más, que va organizando el caos en modelos explicativos que son, a su vez, modelos de asombro. En este jardín convive el juego con la sabiduría. ¿Puede el estudio detallado de una planta mantener el mismo brío que alimenta al ser vivo? ¿Puede una película multiplicar esta existencia? No hacen falta efectos especiales, tan sólo dejarse guiar por la idea de Alexander Kluge respecto al montaje: como en los jardines, las imágenes y los sonidos se cortan para florecer. Pocas veces hemos visto flores más bellas que éstas. Pasarán los tractores, las máquinas, los robots, y la frágil película de Iosseliani seguirá presente para reconfortar la gracia de nuestras almas.


    Rafael Guilhem |
    © Revista EAM / Ciudad de México


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