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    Crítica | Mank


    Abismos industriales

    Crítica ★★☆☆☆ de «Mank», de David Fincher.

    EE.UU., 2020. Dirección: David Fincher. Guion: Jack Fincher. Compañías productoras: Netflix. Fotografía: Erik Messerschmidt. Montaje: Kirk Baxter. Reparto: Gary Oldman, Charles Dance, Lilly Collins, Amanda Seyfried, Tuppence Middleton y Tom Burke. Duración: 132 minutos.


    Si algo ha caracterizado la ecléctica filmografía de David Fincher, especialmente desde la majestuosa Seven (1995), es su obsesión con el signo perverso y ambiguo de nuestra contemporaneidad, concretado en los imaginarios culturales y genéricos de la América posmoderna. Dejando a un lado sus trabajos de época, el pasado atraviesa, como una presencia esquinada que va haciéndose progresivamente pesada y ominosa, las narrativas e imágenes de Alien3 (1992) —las estructuras de poder patriarcal configuradas como culto religioso—, Seven (1995) —la trama niega, hasta dos veces, la posibilidad de una comunicación generacional fructífera—, La habitación del pánico (Panic Room, 2002) —el claustrofóbico refugio y sus cámaras de seguridad remiten, a la par, a un pretérito paranoico y al advenimiento de la era de la vigilancia—, o Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl With the Dragon Tattoo, 2011) —la multitud de espacios desapacibles que recorre Blomkvist reflejan de modo oblicuo las relaciones de poder establecidas décadas atrás. El cine de Fincher tiene poco de clásico, pues rebasa, por pura expresividad, los géneros y registros a los que se adscribe; y sin embargo, como cuentos (a)morales conscientes de toda una herencia fílmica —aquella figura promocional de Harry Callahan que destacaba en un plano de Zodiac (2007)—, sus películas tienen siempre un pie en el ayer.

    Como otras producciones de Netflix avaladas por una rúbrica prestigiosa —recordemos La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, Joel y Ethan Coen, 2018)—, Mank es un proyecto rescatado del fondo de un cajón. Su origen: un guion de Jack Fincher, padre de David, que estuvo a punto de ser producido hace dos décadas. Las páginas demuestran una admiración manifiesta por el guionista Herman Mankiewicz, enfant terrible del Hollywood de los años '30 y '40, tomando la confección del guion de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) como marco desde el que efectuar, a un mismo tiempo, un retrato del personaje y un «repaso» —en la acepción vulgar del término— a la industria del cine yanqui. Esta historia le brinda la oportunidad a Fincher de abismarse en una zona del pasado cultural americano que está indisolublemente ligada a su realidad sociopolítica. Más que nunca en su filmografía previa, el cineasta opta por remedar —tras los pasos de su progenitor— los estilemas de un cine añejo, aunque con una voluntad de rigor menor de la aparente. Porque en lo que respecta a la puesta en escena o a la realización, Mank nos parece apenas detallista, volcando más bien en lo técnico —la edición de sonido, el montaje o algunos elementos fotográficos— ese afán evocativo.

    «Mank es tan agotadora como el esfuerzo de Fincher por dotar de entidad a un material esquizofrénico, indeciso entre la hagiografía y la iconoclastia, el homenaje y la crítica acerva. Culminado el metraje, sentimos que Mank ha bordeado demasiadas veces la mediocridad de biopics llanamente enunciativos como Trumbo. La lista negra de Hollywood (Trumbo, Jay Roach, 2015) o Curtiz (Tamas Yvan Topolanszky, 2019)».


    No es la primera ocasión en que Fincher trabaja con mecánicas y estéticas vinculadas al pasado hollywoodense: si Zodiac hacía lo propio con el thriller periodístico de los '70, El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008) entendía el melodrama como la gran epopeya íntima americana, y La red social (The Social Network, 2010) estaba construida a la manera de una screwball comedy. En los tres ejemplos, Fincher superaba dichos modelos al integrar los constructos en narrativas identitarias e históricas que respondían a nuestra era del desconcierto. En Mank, esos mismos esfuerzos resultan, lamentablemente, insuficientes a la hora de brindar organicidad al conjunto. Esto se evidencia, para empezar, en el uso de un blanco y negro prolijo y límpido, cuya atonía maquilla un esmerado diseño de producción. No obstante, el mayor obstáculo con el que lidia Fincher se halla en la misma esencia del filme: las imágenes de Mank se articulan en torno a un texto verborreico y profuso en ideas, pero fundamentalmente amorfo. La alternancia mecánica de estampas melancólicas y flashbacks somete a la película a una terrible arritmia, y tampoco ayuda lo superfluo de esta en tanto simulacro lúdico. Mank es tan agotadora como el esfuerzo de Fincher por dotar de entidad a un material esquizofrénico, indeciso entre la hagiografía y la iconoclastia, el homenaje y la crítica acerva. Culminado el metraje, sentimos que Mank ha bordeado demasiadas veces la mediocridad de biopics llanamente enunciativos como Trumbo. La lista negra de Hollywood (Trumbo, Jay Roach, 2015) o Curtiz (Tamas Yvan Topolanszky, 2019).

    Lo más estimulante surge del empeño por estructurar escenas y secuencias, tonos y registros, como parte de un todo. Lo que más interesa a Fincher de Mank es servirse del proverbial enfrentamiento entre el locuaz Mankiewicz y el silencioso magnate William Randolph Hearst para reflexionar acerca de la complicidad entre la industria y el statu quo. Pertenecen a un mismo ecosistema cultural, nos dice Mank, el miedo a la creatividad —que es siempre incómoda, perturbadora— y la voluntad de domesticar intelectual y emocionalmente a la audiencia a través de la ficción —las fake news confunden sus contornos con los grandes estrenos. Cada escena de este artefacto metafílmico viene precedida por rótulos propios de un storyboard, y si la primera mitad del largometraje referencia —y reverencia— la afilada agudeza de comedias clásicas de la época —pensemos en Luna nueva (His Girl Friday, Howard Hawks, 1930)—, la segunda juega con tropos del noir dramático, pero liberándose de deudas y corsés. Sin embargo, este último giro no acaba de funcionar, pues Mank no se decide, ni en sus catárticos minutos postreros, entre las loas a la iconicidad de unos tiempos y de los hombres que les dieron forma y la puesta en crisis de ese sistema del que formaron parte. En esta esquizofrenia que impide a David Fincher llevar su propuesta hasta las últimas consecuencias encontramos, paradójicamente, lo más fascinante de la película: la expresión perfecta de la relación ambivalente de toda una generación de artistas americanos con el sistema productivo de Hollywood. Si Netflix es el adalid de un regreso parcial al studio system —el crudo panorama que afrontan las pequeñas productoras, las distribuidoras y las salas puede acelerar este cambio—, Mank es, ante todo, la constatación de un fracaso.


    Ignacio Pablo Rico Guastavino |
    © Revista EAM / Madrid


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