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    Crítica | Nomadland

    Reciclaje simbólico

    Crítica ★★★☆☆ de «Nomadland», de Chloé Zhao.

    EE.UU., 2020. Dirección: Chloé Zhao. Guion: Chloé Zhao. Producción: Highwayman Films (Chloé Zhao), Hear/Say Productions (Frances McDormand), Cor Cordium Production (Peter Spears), Mollye Asher, Dan Janvey. Montaje: Chloé Zhao. Diseñador de producción: Joshua James Richards. Fotografía: Joshua James Richards. Sonido: Polina Volynkina. Música: Ludovico Einaudi. Diseño de vestuario: Hannah Logan Peterson. Reparto: Frances McDormand, David Strathairn, Linda May, Swankie. Duración: 108 minutos.

    Intuyo que el cine de Chloé Zhao funciona como la adivinanza de la esfinge griega. La tríada fílmica que la directora neoyorquina cierra con Nomadland, en realidad, puede leerse en un sentido global como una reflexión tripartida de lo que significa avanzar, estar constantemente en movimiento durante las etapas principales de la vida. Sea como sea, caminaremos o moriremos. De muy niñes, a cuatro patas: ahí quede Songs My Brothers Taught Me y su joven protagonista intentando torpemente marcharse de su pueblo. Crecides ya, con la cabeza erguida y con una responsabilidad que descubriremos compartida: véase The Rider y la delicada balanza entre vocación y sacrificio que pesa sobre las espaldas del jinete titular. Pero también es vital saber cómo encarar el ralentí trágico que supone la vejez, o incluso el volantazo violento de la pérdida. Cómo responder al enigma definitivo que supone dejar de poder avanzar. No es solo Nomadland una obra crepuscular. La tercera película de Zhao funciona como repesca a los fundamentos temáticos de las anteriores entregas de la directora, estando estos organizados, como argüíamos acerca de Songs My Brothers Taught Me, en la tríada paisaje–mito–tiempo. Desmenucemos cómo se construyen estos ejes conceptuales y cómo se relacionan simbólicamente unos con otros.

    Para empezar, la cinta retoma la imagen de una América que antaño estuvo volcada hacia adelante, pero cuyo proyecto social ha fracasado de forma irreparable. Un país que quiso civilizar lo salvaje, lanzándolo hacia el futuro y dejando atrás a tode aquelle que no encajase en las agresivas dinámicas económicas que motorizaban el progreso constante. Aunque «la tiranía del dólar», como la describe el profeta Bob Wells, ha conquistado el horizonte, por el camino ha descuidado el alma de la gente que lo llenaba. Fern (Frances McDormand) es una de las personas que el sistema ha relegado: a sus 61 años, ha perdido todo lo que un día la definía: su marido murió, el pueblo donde vivían quedó abandonado y, con él, se fueron a pique su empleo y su casa. Desde entonces, el camino de Fern ha sido siempre a destiempo y fuera de lugar. Fuera de lugar porque, a la práctica, los páramos que habita son deslugares en el sentido más estricto de la palabra: estaciones de servicio, cámpings de vacaciones, dinners de carretera… Ella se marchó de casa, a los dieciocho, para irse a cualquier parte, movida por la simple voluntad de huir. Hizo, simbólicamente, lo mismo que los fundadores de los primitivos United States. Años más tarde, relegada a los márgenes de una sociedad que ya se encuentra en constante movimiento, siempre passing by, la mujer descubrirá que a ella le ha tocado permanecer en los sitios, vivir en una quietud, como esgrimíamos anteriormente, muy cercana a la muerte. Los caravanistas van pasando por su lado, conviviendo con ella un tiempo y marchándose, pero Fern siempre sigue ahí. Claro que se moverá, pero el suyo no es un viaje continuo, una road movie sin paradas o sin mirar atrás: tras años de pérdida y luto, la mujer ha aprendido a danzar al ritmo de la entropía intrascendente de lo efímero y lo cambiante.

    Nomadland, Chloé Zhao.
    León de Oro en el festival de Venecia.

    «Fern busca desmontar su propia condición temporalizada de mujer mayor para reconstruirla, a partir de un tiempo diferente, o quizás por encima de este tiempo. Zhao parte de una concepción performativa de lo que es el género y, por lo tanto, no sorprende que se desprenda de él cuando le conviene: el de McDormand es un cuerpo sobre el que se anula cualquier noción de feminidad desarrollada y, por lo tanto, de maternidad y sedentarismo». 


    No obstante, justamente por ello, es capaz de ver que hay salidas en el paisaje que la rodea, en aquellas delicadas horas mágicas que, a pesar de todo, son lo único perenne en su día a día. Esta extraña simbiosis entre cambio y permanencia se expresa simbólicamente a través del imaginario ligado a las badlands, que se funden en materia de puesta en escena, con el cuerpo de Frances McDormand. Como ha venido dibujando Zhao —junto con su director habitual de fotografía Joshua James Richards— en las dos películas que a esta preceden, nos movemos en una dimensión cromática de azules pegados a los personajes, que solo devendrán dorados cuando tengan un momento de rencuentro espiritual consigo mismes. A nivel referencial, nos encontraremos frente a la disyuntiva entre el gesto documentalista, a base de cámaras en mano y el uso recurrente del plano medio explicativo y contextualizante, y la mirada trascendental de Malick, entregada al detalle y al preciosismo paisajista y humano.

    Fern también se encuentra, como hemos introducido, a destiempo. Fuera de tiempo, porque el movimiento del mundo la ha superado: ante el bigger, better, stronger de la América que todo lo devora, aquelle que prefiera el aquí al ahora quedará inmediatamente relegade al pasado. Ante el desamparo temporal, los mecanismos de revuelta de nuestra protagonista serán, por una parte, la inmersión camaleónica en el espectro visual del espacio desértico que venimos de comentar y, por otro lado, la deconstrucción de la propia imagen personal. Fern busca desmontar su propia condición temporalizada de mujer mayor para reconstruirla, a partir de un tiempo diferente, o quizás por encima de este tiempo. Zhao parte de una concepción performativa de lo que es el género y, por lo tanto, no sorprende que se desprenda de él cuando le conviene: el de McDormand es un cuerpo sobre el que se anula cualquier noción de feminidad desarrollada y, por lo tanto, de maternidad y sedentarismo; lleva el pelo corto, viste camisas y monos anchos y se siente completamente incómoda sosteniendo a un bebé. Por otra parte, su interacción con el mundo que la rodea se integra perfectamente con una idea de prematuridad vertebrada por el juego y el disfraz infantil, que va desde las salidas de tono de su grupo de amigas (las autoproclamadas Badland bitches) hasta la triste corona de plástico que viste para celebrar el fin de año. También dejará impronta su particular acting, basado en andares estirados y rítmicos, manos en los bolsillos y una gestualidad facial exagerada, intencionadamente mona.

    Nos encontramos ante de un proceso de deconstrucción genérica (en un doble régimen, personal e iconográfico) y remontaje que conceptualmente le permitiría escapar de unas dinámicas tan opresoras como excluyentes. En el fondo, igual que Johnny y Brady en las dos anteriores películas de la realizadora, Fern busca una salida, una epifanía que le dé la llave para afrontar el duelo de saberse definitivamente dislocada de la contemporaneidad, siendo socialmente apenas funcional, en los márgenes de un sistema laboral que ahuyenta todo lo que no sea sangre fresca. Parece irónico que, para Fern, lo más parecido a un enclave familiar sea justamente una enorme planta de embalaje de Amazon. Quizás el gigante empresarial fundado por Jeff Bezos es el último páramo donde escapar de nuestro tiempo; eso sí, vendiéndolo a precio de saldo | ★★★☆☆


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 77ª edición de la Mostra de Venecia


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