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    Crítica | Los nuevos mutantes

    Elogio de la (nueva) sencillez

    Crítica ★★★★☆ de «Los nuevos mutantes» de Josh Boone.

    Estados Unidos, 2020. Título original: The New Mutants. Director: Josh Boone. Guion: Josh Boone y Knate Lee. Música: Mark Snow. Director de fotografía: Peter Deming. Montaje: Andrew Buckland, Matthew Rundell y Bob Sullivan. Diseño de Producción: Molly Hughes. Intérpretes: Maisie Williams, Anya Taylor—Joy, Charlie Heaton, Alice Braga, Blu Hunt, Henry Zaga. Duración: 94 minutos.

    Pese al lugar común que señala que escribir sobre el cine de superhéroes en nuestros días es más o menos pan comido —valga la polarización maniquea y profundamente inútil entre detractores y defensores, haters y fanboys, lectores que sobreinterpretan o que subinterpretan según les interese—, lo cierto es que escribir sobre una película como Los nuevos mutantes (The New Mutants, Josh Boone, 2020) no deja de tener sus complicaciones. Lo primero, por su compleja posición comercial, su extraño carácter de náufrago de un tiempo pasado que de pronto encalla en unas pantallas semivacías haciendo gala de una cierta marca (Marvel) que configuró inevitablemente los usos y costumbres de esas salas que ahora languidecen esperando una nueva crisis económica y un desplome masivo de la industria. Si durante semanas los medios internacionales se han venido preguntando quién salvará el cine, quizá sería también sensato preguntarse quién (y cómo) lo había dominado antes de la llegada de la pandemia. De aquellos polvos, ya se sabe.

    En segundo lugar, porque dentro de ese maremágnum de universos expandidos, precuelas, secuelas, idas y venidas en los que se ha ido convirtiendo la actualidad del blockbuster, Los nuevos mutantes funciona como una rareza, una anomalía, una pieza extraña ante la que de pronto merece la pena detenerse. En un género que se construye precisamente a partir de la exuberancia visual, el barroquismo de las ciudades en perpetua destrucción, los duelos titánicos y el más difícil todavía que acaba confundiendo la superficie de la pantalla con una pista circense, de pronto Josh Boone ha decidido funcionar a la inversa: disminuir, podar, controlar, minimizar todos los elementos: duración del metraje, localizaciones, protagonistas, gestos narrativos, trabajo sobre cámara, efectos especiales. Con resultados desiguales, quizá, pero con algunos rasgos que nos invitan a pensar.

    Obviamente, nadie sería tan ingenuo como para creer que Marvel ha decidido, de pronto, tomar como referencia una tradición cinematográfica absolutamente ajena a sus cánones como la del huis close de la modernidad europea. Sin embargo, la estrategia narrativa —que no enunciativa— de la película tiene una cierta familiaridad en lo que toca a la pregunta por el personaje, por su construcción, su desgarro, su desarrollo. No encontrará profundidad alguna en las respuestas, pero entenderá que para poder hablar de ciertas cuestiones —la alteridad, la violencia sexual, la adolescencia— debe desplazarse necesariamente hacia uno de los márgenes de su propio género para alimentarse de estrategias propias del terror psicológico.

    En esta dirección, llama la atención que Los nuevos mutantes dialogue con otra de las cintas más sólidas del universo Marvel: Logan (James Mangold, 2017) en lo que toca a la pregunta misma por la función heroica. Aquí la cinta apunta un principio, allí responderá sobre el final. Aquí se maquillará con visiones pesadillescas, allí fantaseará con regresar al tan manido western crepuscular. Visitas puntuales a otros territorios que, entre otras muchas cosas, apuntan a una idea muy estimulante: la insuficiencia de los patrones contemporáneos del cine de superhéroes para poder decir todo lo que hay que decir, y por lo tanto, la necesidad de ir explorando viejos márgenes y rebuscando en los museos de la memoria audiovisual. No todo puede ser presente, si bien ese parece ser casi siempre el sueño de la imagen-Marvel: reconstruir el ahora, el mundo, el orden, rápidamente, a toda velocidad, como esas ciudades que pasan de ser ruinas humeantes tras una gran batalla a florecer impolutas en una limpísima elipsis por corte de montaje.

    No. Aquí, como decíamos, la apuesta va en dirección contraria y explora otros recursos. El prólogo de la cinta, por ejemplo, funciona a partir del fuera de campo, de la amenaza que se conjura al fondo del encuadre. La promesa de que hay algo tan terrible que no puede ser mostrado —y que, lamentablemente, la película se empeñará en mostrar en su sección final— ya dispone una carta seductora en la mesa del relato. La presentación de cada uno de los personajes —razonablemente bien ajustados, sincronizados, armonizados por la disposición estructural de la película— se despliega con cuidado, con mimo, organizando la información hasta bien entrados dos tercios de metraje, dando a entender que, ahora sí, los protagonistas son ellos y no el ecosistema espectacular que les rodea.

    The New Mutants, Josh Boone.
    La anomalía de Marvel Studios.

    «Llama la atención que Los nuevos mutantes dialogue con otra de las cintas más sólidas del universo Marvel: Logan (James Mangold, 2017) en lo que toca a la pregunta misma por la función heroica. Aquí la cinta apunta un principio, allí responderá sobre el final. Aquí se maquillará con visiones pesadillescas, allí fantaseará con regresar al tan manido western crepuscular. Visitas puntuales a otros territorios que, entre otras muchas cosas, apuntan a una idea muy estimulante: la insuficiencia de los patrones contemporáneos del cine de superhéroes para poder decir todo lo que hay que decir».


    Partiendo de esta base, el trabajo espacial de la cinta es, cuando menos, interesante. A excepción de algunos flashbacks casi anecdóticos, casi toda la acción está desplegada en un único escenario principal dividido, a su vez, en dos grandes zonas significantes: el hospital/prisión en el que conviven los cinco protagonistas y una suerte de iglesia adyacente. A la vez, la distinción entre pequeñas celdillas significantes (un confesionario, los baños, las celdas, el ático, la sala común, la piscina, el sótano o la sala terapéutica) va generando interesantes concreciones narrativas. Dicho con más claridad: cada espacio existe en la película porque hay un cierto afecto o porque se le otorga una bien medida función. Hay salas para la mostración y la reunión donde la película se plantea por los lazos comunes y sus diferencias, y salas dedicadas a la pura reflexión interior (el confesionario, por ejemplo) en el que se pueden atisbar algunos paisajes íntimos de cada personaje. Así, la dirección de arte —con esa especie de encabalgamiento entre la sequedad de los muebles, la fealdad de los hospicios reformados y los lugares comunes del gótico fantástico— va poco a poco desplegando detalles, guiños, sugerencias, que no tardan en configurar una cierta atmósfera visual donde se concretan las dos preguntas principales de la obra: «¿Cuál es tu poder?», sobre la que reposa, inevitable y sabiamente, «¿Cuál es tu trauma?».

    El escenario, por tanto, se despliega entre dos fuerzas: un espacio religioso y simbólico marcado por la creencia, el tiempo y el cuerpo (la protagonista intenta suicidarse y es salvada en el marco de un reloj, pero también descubrirá el amor entre tumbas), y en oposición, un espacio científico marcado por la reclusión y la posibilidad de una comunidad. Espacio, además, de puro trabajo (se cocina, se friega, pero también se trabaja el trauma, esto es, se explora en lo más íntimo hasta que emerge o se controla la verdad de lo que cada adolescente es).

    Dialéctica nada baladí si, como el propio metraje sostiene, el origen del trauma en estos “nuevos mutantes” es inevitablemente sexual. Interesante salto entre aquellos viejos héroes que se preguntaban por su origen —¿De qué planeta vengo? ¿Cómo murieron mis padres?— y esta alegre chavalada que pelea, antes que nada, con problemas explícitamente conectados con el surgimiento de lo sexual. Víctimas de violaciones, castigados por su orientación, asesinos involuntarios a la hora de perder la virginidad, estos “nuevos mutantes” lo son no tanto por la naturaleza de sus poderes —que, en fin, nada aportarán a la interminable colección de ya ha colonizado la “actualidad cinematográfica”—, sino por su relación explícita con la experiencia de la carne.

    La identidad, por lo tanto, se ha desplazado del origen (¿de dónde vengo?) al cuerpo (¿qué ocurre con mi deseo y con el deseo de los otros?), dando lugar a pesadillas necesariamente monstruosas. Para que la película que nos ocupa pueda pasar del Universo Marvel al terror explícito tiene que hacer un rodeo que muchos espectadores no están dispuestos a asumir. De igual manera que en el slasher y otras de sus variantes, la exigencia del cuerpo es precisamente la que marca explícitamente la tragedia, el derramamiento de sangre, esto es, el cogollo de la experiencia traumática.

    The New Mutants, Josh Boone.
    Saliendo del margen.


    «El escenario, por tanto, se despliega entre dos fuerzas: un espacio religioso y simbólico marcado por la creencia, el tiempo y el cuerpo, y en oposición, un espacio científico marcado por la reclusión y la posibilidad de una comunidad».


    Ahora bien, el gran punto ciego de la película, su gran fracaso, es precisamente la manera en la que todas estas ideas no encuentran una escritura visual concreta sobre la que desplegarse en toda su profundidad. Quizá la culpa no sea tanto de Boone sino del cine que pretende emular. Si la película funciona en el nivel de las sugerencias, se atora en el momento en el que se analiza el uso concreto de cámara, la disposición de planos, la creatividad en la puesta en escena. Hay una inevitablemente transparencia puritana —estoy pensando, por ejemplo, en el plano trasero en la escena de las duchas, que resulta más aséptico que erótico—, que no encaja bien con su voluntad de sintonizar con audiencias alejadas del deseo heteronormativo de toda la vida de Dios. En otras palabras: allí donde el (buen) director de terror sabe sacarle todo el jugo a un segundo de metraje para generar tensión o a una cierta angulación para sugerir una mirada, Boone se limita a generar una escritura necesariamente explicativa, algo agrisada, perteneciente a los usos y costumbres del Universo Marvel. Sin los mimbres del guion original —esto no deja de ser una sospecha personal, claro— la dirección hubiera resultado tan monótona y ordinaria como cualquier ejercicio fallido del género superheroico de la última década.

    Esto se observa con gran precisión en el último tramo de la película, una vez que todos los enigmas han sido ya desvelados y lo único que queda es el inevitable rosario de planos confusos montados a toda velocidad que pretenden transmitir esa épica del combate casi-casi-definitivo. Esos últimos diez minutos totalmente carentes de imaginación, mecánicos, emborronados y balbuceantes, demuestran hasta qué punto los personajes desaparecen del filme. Quedan cuatro cuerpos corriendo de un lado a otro, pero su coreografía, su posición en plano o sus líneas de diálogo no hacen justicia a los ochenta minutos anteriores. Como una cantante de ópera que desafina en la nota más arriesgada de su crescendo vemos, por ejemplo, cómo una muy conveniente y púdica viga se interpone entre los genitales de un personaje desnudo que, en el plano siguiente y por obra y gracia de una elipsis chusquera, ya está impecablemente vestido y peinado. Esa torpeza en no agotar la problemática del cuerpo y el deseo es, sin duda, el gran lastre de la cinta.

    Mucho nos tememos que todo lo bueno que hay en la cinta —que, decimos, no es poco—, acabará desperdiciado en el estercolero del cine contemporáneo cuando los productores lancen a estos cuatro mutantes a un universo gigantesco lleno de naves espaciales y amenazas galácticas, levantado con líneas de diálogo que hemos escuchado ya infinitas veces y, a ser posible, cruzados con otros doscientos héroes coleccionables de otras doscientas películas distintas. Eso, claro está, suponiendo que sigan existiendo las salas de cine y que no nos toque ver la obra de marras en nuestro humilde televisor. Si tal cosa ocurre, por supuesto, es probable que la tentación de detener la película y pasar a otra cosa sea, como ocurre ya demasiado a menudo, irresistible. Menos mal que andamos ya tan convencidos de que somos críticos de cine —en una época que no nos necesita demasiado— que mantendremos nuestra impoluta autopercepción profesional intacta y seguiremos clavados en la butaca hasta el final del metraje. Por malo que sea.

    Un gran poder, ya lo saben, entraña una gran responsabilidad | ★★★★☆


    Aarón Rodríguez Serrano |
    © Revista EAM / Castellón


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