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    Cine Alemán Siglo XXI

    Principios de verano (Yasujirō Ozu, 1951)

    Intimidad, emoción y permanencia

    Correspondencia sobre «Principios de verano» (1951), de Yasujirō Ozu.

    | En un interés por experimentar con formatos colaborativos de escritura y crítica, Samuel Lagunas, Karina Solórzano, Rafael Guilhem y Natalia Durand decidimos dialogar textualmente alrededor de la película Principios de verano (1951) del cineasta japonés Yasujirō Ozu. Este texto forma parte de lo que hemos acordado en llamar Crític@s en Conflicto y Colaboración, un proceso colectivo, no centralizado, de disenso y amistad en partes iguales |

    Japón, 1951. Título original: 麦秋 Bakushū. Director: Yasujirō Ozu. Guion: Yasujirō Ozu, Kôgo Noda. Productores: Takeshi Yamamoto. Fotografía: Yûharu Atsuta. Música: Senji Itô. Montaje: Yoshiyasu Hamamura. Reparto: Setsuko Hara, Chishû Ryû, Chikage Awashima, Kuniko Miyake, Ichirô Sugai.

    Rafael
    ¿De dónde brota la emoción en Principios de verano (麦秋, Bakushū, 1951)? No sería difícil identificarla en el semblante de Setsuko Hara, Kuniko Miyake o el propio Chishû Ryû, quienes en el gesto de ocultar la emoción la hacen esencial. O en los planos intersticiales, capitulares y desprovistos de cualquier figura humana que permiten a la película respirar. Sostendría, sin embargo, que la emoción en Ozu es un espíritu material que se distribuye por todos lugares: las acciones ceremoniales, los espacios numéricos, los diálogos disgregados en la geometría de los planos. Toda esa inmanencia, en su conjunto, desprende una emoción que no es abrupta, sino que sigue el ritmo de un fruto en proceso de maduración, tenue como la vida diaria. Me atrevo a transcribir de memoria una frase de Junichiro Tanazaki en Elogio de la sombra que podría ser más precisa: «la penumbra vale por todos los adornos del mundo». Ozu entierra la emoción en la penumbra.

    Natalia
    «¿No han experimentado nunca, al entrar en alguna de esas salas [japonesas tradicionales], la impresión de que la claridad que flota, difusa, por la estancia no es una claridad cualquiera sino que posee una cualidad rara, una densidad particular?». La pregunta es una vez más de Tanizaki, y es la cámara de Ozu la que nos traslada a esas claridades flotantes. ¿Es la lengua de lo tenue la que se habla en Principios de verano? Pienso que tanto el destino de las mujeres (esa línea vertebral que es el apremiante casamiento de Noriko) como el lugar preciso que ocupa cada plato de porcelana, forman parte de un horizonte sensible conocido por todos, aunque no se verbalice; una densidad particular que nace de la seducción que la sombra hace de la luz, de aquello demorado en el silencio.

    Karina
    Yo encuentro esa emoción en un momento que me parece muy significativo: Ichirô Sugai y Kuniko Miyake (los padres) están sentados en una especie de jardín y de repente ven un globo flotando. «Un niño debe estar llorando», comenta el padre en alusión al vuelo (y al escape quizá). La escena encierra para mí un significado doble: la referencia al verano —niños jugando con globos en los parques— y, en esa melancolía contenida, al destino de los hijos. Noriko (Setsuko Hara) está por casarse y el principio del verano se nos presenta como ese período de tránsito, el fruto en proceso de maduración que señala Rafa. Se sabe que en la tradición japonesa existe una correspondencia entre las estaciones y las emociones humanas, si el cerezo es símbolo de la primavera, la cebada lo es del verano. En el último plano de la película la cámara se mueve casi de manera imperceptible por el campo de cebada, parece que Ozu está representando aquí lo fugaz y lo duradero: el flujo de lo humano que se comunica con el ciclo del tiempo.

    Samuel
    Comparto con Rafa que la emoción en Principios de verano es un «espíritu material». Me gusta el oxímoron ya que efectivamente se percibe en varios de los planos cómo la energía circula entre cada persona, objeto, animal o planta. La escena citada por Karina es ejemplar en el sentido de que evidencia con claridad lo que puedo denominar un proceso de transferencia emocional (que me perdonen los psicoanalistas si desterritorializo el término). Es decir, el flujo de afectos y emociones que se produce en el diálogo y en el cruce —y evasión— de miradas no se concentra en ellos sino que, por medio del movimiento de la cámara, se transfiere al globo que vemos los espectadores en el horizonte. Un momento casi idéntico, y espejo de éste, lo descubrimos en el final de la cinta cuando nuevamente la cámara transfiere todo el pesar emocional (las expectativas, los sueños, los temores) que los padres han expresado y callado a lo largo de toda la película hacia la procesión nupcial que contemplan desde su ventana. Las esperanzas y los miedos no vuelan; más bien, marchan, caminan, se anclan en la tierra y por allí pueden volver, parece colegirse del contraste de ambas secuencias. No es extraño, por ello, que Schrader en El estilo trascendental afirme que en Ozu la trascendencia se consigue gracias a la comunión plena del hombre con su entorno y cotidianidad. Se trata, para emplear otro oxímoron, de una inmanencia trascendental.

    麦秋, Yasujirō Ozu.
    La emoción en la penumbra.

    «Cada puerta delimita un espacio propio y contiene la potencia de ser una habitación conjunta. Es una disposición espacial que separa porque guarda siempre la posibilidad de unir, tal como la historia de cada habitante de la casa resuena en una sola composición: la familia».


    Natalia
    Si lo íntimo se juega en la inmanencia de una energía que circula hasta en la más pequeña y deslucida kyusu humeante, cabría pensar en las shōji como los portales que permiten el tránsito (transferencia, en palabras de Samuel; tiempo de la cebada, en la idea poética de Karina) de las interioridades sensibles hacia el mundo de los objetos. Las shōji son esas puertas tradicionales japonesas que parecen inventar la profundidad: en vez de concreto, papel en voluntad corrediza, donde si la luz trasluce —hilvano con el hilo de Tanizaki que trajo Rafael— es porque abraza la sombra. Cada puerta delimita un espacio propio y contiene la potencia de ser una habitación conjunta. Es una disposición espacial que separa porque guarda siempre la posibilidad de unir, tal como la historia de cada habitante de la casa resuena en una sola composición: la familia. Hay una imagen-ritual que se repite: abuelos, padres y nietos se reúnen para comer juntos, todos comparten alrededor de la mesa. Pero hay ya en la consistencia de lo cotidiano ese aire que augura un cambio: son los instantes previos a que llegue el verano. Yo creo que de esta articulación del espacio brota también la emocionalidad.

    Rafael
    Creo que conjuntamente hemos hablado de la suavidad con la que Ozu sobrevuela diferentes umbrales a través de dos actitudes aparentemente opuestas pero que se alimentan mutuamente: el cambio (de las estaciones, de la composición familiar) y la estructura uniforme e imperecedera (la cotidianidad y sus ceremoniales). Y lo hace con un gran sentido de precisión, orquestando con lo mínimo un movimiento en segundo grado, mayor, que corresponde al gran paso del tiempo. Pienso, sin embargo que no se trata de cualquier transformación. Lo que está en el centro de Principios de verano —y en una gran parte de la obra del cineasta japonés— es el instante de elección. ¿Cómo logra hacer una película casi objetual, donde las cosas apenas avanzan, como las figuras de cerámica, y al mismo tiempo nos coloca en un momento tan decisivo para la vida familiar? Tal vez para los personajes de Ozu, y para nosotros que miramos, es lo fugaz aquello que en verdad permanece.

    Samuel
    Me intriga mucho en Ozu, y en gran parte del cine japonés, que el tema de la elección que destaca Rafa se plantee siempre en el contexto familiar. Hay allí el riesgo de un nacionalismo rancio que puede espantar: aquella idea de que la familia es la base de la nación. En el caso de Principios de verano la encrucijada del matrimonio, más que limitarse a ser sinécdoque de la tensión irresuelta entre tradición y modernidad, urbanización y ruralidad, u occidentalización y localismo; me atrevo a decir que funciona para abordar un tema mucho más humano e inmediato: el de la soledad. Los personajes de la cinta parecen teñidos de abandono, no importa si están casados, si son niños o si trabajan en la capital. No obstante, la cámara, a través de la fotografía fija que se toma la familia casi al final de la cinta parece sugerir un provisorio escape. Gracias a ella, es posible conjuntar y armonizar las distintas soledades. La cámara, como sinécdoque del cine, funciona en Principios de verano, como soborno de la soledad y crea, en efecto, complicidades fugaces que, gracias al poder alquímico del artefacto, se convierten en eternas.

    Karina
    Han hilado varios elementos como el espacio, el instante de elección y la soledad en el cine de Ozu que, curiosamente, son los mismos que encuentro en el cine de otros directores que lo admiran y retoman como Hou Hsiao-Hsien. A la luz de esa idea del cambio me llama la atención cómo, en el tránsito del siglo XX al XXI —el inicio del milenio— varios directores taiwaneses dialogan con las ideas de Ozu. Con esto que hemos conversado, creo que lo que podría interpretarse como el choque entre la generación de los padres con la de los hijos, un tema característico de Ozu y que está presente en Café Lumière (2013), puede entenderse entonces como correlato del propio tránsito y del sentimiento de soledad que conlleva el sentirse en él. Pienso ahora en una emoción menos suave, una emoción más tecno como la de Millennium Mambo (2001). Allí el espacio también es correlato de las decisiones de Vicky (Shu Qi), pero se hace presente la soledad como una suerte de orfandad inmensa. Es como si la mirada de Ozu, más allá de los recursos narrativos, tuviera la capacidad de ser invocada cada vez que pensamos en esos tránsitos vitales. La actualidad de Ozu no cesa.


    Crític@s en Conflicto y Colaboración
    Rafael Guilhem, Karina Solórzano, Samuel Lagunas & Natalia Durand
    © Revista EAM / México


    麦秋, Yasujirō Ozu.
    La emoción en la penumbra.


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