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    Crítica | En busca de Summerland

    Horizonte en el espejismo

    Crítica ★★★☆☆ de «En busca de Summerland», de Jessica Swale.

    Reino Unido, 2020. Título original: Summerland. Director: Jessica Swale. Guion: Jessica Swale. Productora: Shoebox Films, Iota Films. Fotografía: Laurie Rose. Música: Volker Bertelmann. Montaje: Tania Reddin. Reparto: Gemma Arterton, Gugu Mbatha-Raw, Penelope Wilton, Tom Courtenay, Bernardo Santos, Dixie Egerickx, Sally Scott, Lucas Bond, Joshua Riley, Dominic McGreevy, David Ajao, Amanda Lawrence, Karl Farrer, Ty Hurley, Sian Phillips, Toby Osmond, Nina Beagley, Amanda Root, Jessica Gunning, David Horovitch.

    La costa de Kent es un lugar en el que las líneas de horizonte degüellan el mar. Sus acantilados, blancos y escarpados, hieren la vista de quien los mira en los días en los que la luz del sol golpea la horadada superficie. La hierba crece alta y las gaviotas se quejan en voz alta cuando escuchan sus graznidos chocar contra el ruido de las olas. Es una parte de Inglaterra proclive a la leyenda, a la fábula y la raigambre céltica. Un poco más lejos, concretamente en la costa de Gales, el joven Lucian Taylor narraba con todo detalle sus paseos por Caerleon, un pueblecito de casas humildes, techos de paja y correspondencia semanal. La vida de Lucian se proyectaba en las sensuales descripciones que proporcionaba del viejo fuerte romano situado cerca del pueblo, alimentando un ansia que agitaba los nervios del lector y exasperaba a Lucian al no qué se escondía exactamente tras los desvencijados muros del fuerte. Día tras día, el joven Taylor escribía hasta que la tinta cubría sus uñas tratando de evocar con palabras el ancestral recuerdo de una puerta que diera acceso al país de las hadas. Hay algo en el romanticismo de las ruinas, un algo que late atrapado en el tejido mismo del tiempo desvelando la textura del misterio que obsesiona a Lucian. Su escritura se transmuta en un acto de pensamiento esquizofrénico que transforma sus paseos en expediciones por senderos de ocultismo y esoterismo. El carácter del joven se deteriora hasta que el desasosiego ante la idea de no poder traducir en palabras el misterio de lo oculto le hace enloquecer. Finalmente, Lucian cae y es preso de la literatura: la creación conquista al sujeto y lo atrapa en una perversión del espíritu trasmutado por la insatisfacción de aquello que le aburre ver.

    La historia de Lucian pertenece a La colina de los sueños, obra culmen de un escritor por fin revalorizado como Arthur Madchen. El relato de Madchen indagaba en la mística y espiritualidad alimentadas por sus estudios avanzados en ocultismo, esoterismo y mitología céltica; no en balde, el autor británico ingresó en la Orden Hermética de la Aurora Dorada, aunque no militó de forma activa. Dicha orden ahondó en prácticas astrológicas, geománticas y alquímicas evocando la existencia de una realidad oculta. Los fundamentos de la orden tuvieron un impacto en prácticas esotéricas occidentales como la Wicca, o brujería pagana. Madchen estudió y trasladó todos estos motivos para construir un evocador relato sobre el poder vampírico del arte, la atracción telúrica de los mitos y el esoterismo. El relato funciona como último coletazo del decadentismo, una tendencia artística no normativa que pretendió ir contra una moral conformista en plena era de la considerada crisis espiritual europea de finales del XIX y principios del XX. Antiesteticista y feísta, el decadentismo de determinados autores de terror británicos estaba encaminado hacia un cuestionamiento del mito del excepcionalismo británico: la construcción de una identidad nacional basada en la memoria colectiva de un pasado y presente gloriosos. La muerte de la Reina Victoria condujo a escritores como Madchen a rastrear los orígenes estéticos e históricos de ese mito y desvelar los mecanismos de enajenación patriótica y tergiversación histórica que lo sustentaban.

    «Esta circunscripción de imágenes presenta una amable puesta en escena que revaloriza el complejo arte de recuperar un espíritu de entretenimiento popular cuya artesanía esté presente. Esta artesanía emerge desde el momento en el que Swale abandona el determinismo dickensiano y muestra a una Alice obsesionada con el folclore y con hallar Summerland».


    Si el lector comprende este largo exordio, quizá pueda entenderlo mejor cuando, en los primeros compases de En busca de Summerland (2020), entrevea en la película de Jessica Swale un relato de costumbrista linaje dickensiano que no tardará en renegar de este origen. Alice, escritora apartada del mundo en su casita de la costa de Kent, es prácticamente obligada a acoger a Frank, un niño trasladado desde Londres y puesto en acogida para huir de los bombardeos del ejército nazi durante la Segunda Guerra Mundial. La solitaria y misántropa escritora empezará a ablandarse a medida que vea en Frank la calidez y candidez humanas de un antiguo romance. Dickensiano como pueda parecer, el filme de Swale articula un relato en el que los vestigios de la memoria de Alice manan desde 1975 —el presente que coincide con la vejez de la protagonista— hacia el pasado —la estancia de Frank que domina el relato y los furibundos recuerdos de un romance anterior—. Esta proyección de la memoria sitúa inmediatamente al relato en el territorio del recuerdo, el cual siempre es propenso a una singularización del instante y a una serendipia de casualidades melodramáticas — como sucede con el guion y su capcioso giro final que sustenta todo el engranaje del recuerdo—. Aceptando que la idea de Swale es imbuir al filme del aura estética de un recuerdo en pleno acto de reescritura, automáticamente los goznes de la propuesta se engrasan dado que la película, buceando en los territorios del melodrama y el romance, entronca muy bien con la tradición del folletín de entreguerras y los dramáticos radiofónicos de la BBC. Existen tropos en el relato que demuestran la raigambre popular y horizontal de una película que se aprovecha de su condición para ofrecer una relectura nada inocente de esa misma tradición. Estos tropos se articulan en una circunscripción de imágenes local: el habitual locus amoenus británico del pueblecito de parroquia, el espíritu comunitario, la inocua ironía sobre la lucha de clases y, ante todo, la decimonónica belleza de los parajes costeros de una Albión que cabría en un soneto de Wordsworth.

    Esta circunscripción de imágenes presenta una amable puesta en escena que revaloriza el complejo arte de recuperar un espíritu de entretenimiento popular cuya artesanía esté presente. Esta artesanía emerge desde el momento en el que Swale abandona el determinismo dickensiano y muestra a una Alice obsesionada con el folclore y con hallar Summerland, un paraíso pagano que aparece mencionado, entre otros lugares, en el discurso ocultista de la Wiccan, mencionada antes como brujería pagana. Este paraíso la conduce, como una suerte de Lucian Taylor obcecada en hallar un sentido al acto de escritura tras el trauma romántico, a buscar en el horizonte un paraíso extraído de su estudio de las leyendas artúricas. Es en el efecto de inversión de temperatura conocido como Fata Morgana donde Frank cree ver un castillo y en el que Alice observa un espejismo según el cual el cercano Castillo de Dover se desdobla en la línea de horizonte. Swale articula su revisión del romance folletinesco — sin sentido peyorativo, pese al desafortunado desprestigio que ha relegado el estudio de sus formas — a través de la expectativa del horizonte. Este horizonte muestra el espejismo que desdobla expectativas y sueños y la visión infantil que se equipara con el ansia de creer en el poder del cuento. Las referencias a Alice como una suerte de Morgana impregnan el tono cálido de la propuesta y, casi sin quererlo, espolean el sustrato de relectura inserto en la misma. Buena parte del mérito lo tiene la cinematografía de Laurie Rose, quien, para prolongar el aura mágica y mitológica del relato, es colaborador habitual de Ben Wheatley habiendo trabajado en Kill List (2011) y A Field in England (2013), propuestas que enriquecían sendas visiones obscurantistas sobre qué es ser británico.

    «La cineasta galvaniza su relato sobre el amor perdido y prohibido, así como su actualización del sustrato mítico con unas imágenes que estilizan y se interrogan sobre la validez y existencia de un relato que sustente la identidad británica actual». 


    Este revisionismo puede pasar inadvertido en un relato de recuerdos y memoria reconstruida, pero si Madchen acudía al decadentismo para añadir densidad a su visión sobre la Inglaterra del momento, Swale recurre al esteticismo local conseguido por Rose a partir de su trabajo de las líneas de horizonte, la perspectiva infinita y las metáforas visuales de la memoria escondidas en el desdoblamiento de los personajes en superficies y el uso del fondo del plano como auténtico punto de fuga de las expectativas de sus protagonistas. La cineasta galvaniza su relato sobre el amor perdido y prohibido, así como su actualización del sustrato mítico con unas imágenes que estilizan y se interrogan sobre la validez y existencia de un relato que sustente la identidad británica actual. La proyección del Castillo de Dover en las nubes — conocido popularmente como “La llave de Inglaterra” — acaso es una muestra de las intenciones de Swale de juguetear con el que quizá sea el último gran recuerdo colectivo del que la excepcionalidad británica pueda presumir: la resistencia contra la invasión nazi que este año celebró su 75 aniversario en un contexto funesto. En busca de Summerland trabaja con un episodio histórico recurrente en la ficción británica, pero que en los últimos años ha sido abordado desde el aparente idealismo de la gesta para desnudar su condición de inamovible testimonio del alma británica. Lone Scherfig ya escogió a Gemma Aterton para encabezar Su mejor historia (2016), filme que, valiéndose del motivo del rodaje dentro del universo fílmico, cuestionaba con aparente bonhomía la capacidad de las imágenes y la ficción para ser sujetos enunciadores de la historia. Era esta una película que, al igual que la obra de Swale, apostaba por una artesanía que revisitaba los códigos apacibles del folletín popular británico para mostrar las grietas de una excepcionalidad británica que ha visto cómo en los últimos años — a raíz de las derivas post-Brexit y del clima de inestabilidad política — su narrativa histórica se hallaba huérfana de episodios recientes e imágenes reivindicables. Tanto Swale como Scherfig huyen del revisionismo audiovisual inmerso en la adopción de perspectivas de género y cultura woke para releer el entretenimiento popular como bombona de oxígeno frente a ciertos quistes de un cine autoral que ha sustituido el angry young men del Free Cinema y el discurso de clase por un progresivo aburguesamiento capitalino de sus relatos y linajes visuales.

    Se le puede achacar a En busca de Summerland un esteticismo y relectura mítica que pasa de puntillas por toda aspiración de usar el género para performar nuevas identidades críticas en construcción — las sombras de la ancestral homofobia británica o el inherente elitismo existente en todo acto de enunciación narrativa y abordaje de lo popular —; no obstante, el logro de Swale estriba en que su circunscripción de imágenes es lo suficientemente ambigua como para despistar al análisis. En los últimos meses, medios como The Guardian o el Financial Times han hablado del fin del excepcionalismo británico como consecuencia de la desastrosa gestión de la crisis del coronavirus en Reino Unido y la figura opaca e indolente de Boris Johnson. En su editorial para Financial Times, Phillip Stevens señala que “la ilustre historia no es protección suficiente frente al virus y la lúgubre realidad del Brexit”. He aquí un ejemplo manifiesto del potencial de la ficción para preconizar el cuestionamiento de la realidad. La película de Swale es muy consciente en su posicionamiento casi amnésico y fragmentario respecto al punto de vista de la memoria de su protagonista de que, todo discurso mítico, evocado desde la patria o la tara del recuerdo — o quizá ambas a la vez — es un ejercicio de posicionamiento: bien desde la ensoñación que permita intuir una nueva arqueología individual de la imagen-memoria autobiográfica, bien desde el mal sueño de un neohistoricismo de la imagen-memoria histórica exhumada.

    «Swale indaga en las costas que nutrieron el genial sustrato de historias de unos pocos lúcidos que vieron como unos pocos muchos requisaron esas historias para contar su fealdad frente al espejo».


    Swale aboga por el primer posicionamiento ya que, como apuntaba Thomas Elsaesser en su eterna búsqueda de una posible arqueología del cine y la imagen que, si Estados Unidos se miraba en el espejo de la actualidad, Europa lo hacía en el espejo de la historia. Alice jalona sus memorias con una frase que sentencia que “todas las historias deben venir de algún lugar”. Tras no enloquecer al comprender la incapacidad de la palabra para captar el desborde de lo creativo e imaginativo sobre una conciencia que quiere ver todo, parece resignarse y aceptar que la revisión mítica de su historia tiene el contorno de un recuerdo que se niega a clausurarse del todo. Swale indaga en las costas que nutrieron el genial sustrato de historias de unos pocos lúcidos que vieron como unos pocos muchos requisaron esas historias para contar su fealdad frente al espejo. Es así como la cineasta busca en las líneas del horizonte donde muere toda expectativa una inversión de toda esa fealdad histórica y encuentra, trémula e ingenuamente, la capacidad de la ficción y la narración de escribir en tinta invisible blanco sobre el cielo un espejismo contra la realidad. En este horizonte tan difuso como deseado quizá descansa la colina de los sueños | ★★★☆☆


    Javier Acevedo Nieto |
    © Revista EAM / Salamanca


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