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    Crítica | Queridos camaradas

    Cuerpos de lo histórico

    Crítica ★★★★☆ de «Queridos camaradas», de Andrei Konchalovsky.

    Rusia, 2020. Título original: Дорогие товарищи / Dorogie Tovarischi! Dirección: Andrei Konchalovsky. Guion: Andrei Konchalovsky, Elena Kiseleva. Producción: Alisher Usmanov, Andrei Konchalovsky Studios (Andrei Konchalovsky). Montaje: Sergei Taraskin, Karolina Maciejewska. Diseñador de producción: Irina Ochina. Fotografía: Andrey Naidenov. Sonido: Polina Volynkina. Efectos visuales: Alexander Serkov, Simon Assekritov. Diseño de vesturario: Konstantin Mazur. Reparto: Julia Vysotskaya, Vladislav Komarov, Andrei Gusev, Yulia Burova, Sergei Erlish. Duración: 120 minutos.

    El primer acto de Dear Comrades! llega a su fin cuando una masa de trabajadores se apelotona ante el Ayuntamiento de un pequeño pueblo de provincias. Amenazan con entrar en el edificio, alentados por la gravedad de su protesta: han vuelto a subir los precios de los alimentos y sus representantes no están respondiendo a sus reclamaciones. La tensión crece y, al cabo de unos minutos, el caporal de la policía ordena a sus hombres disparar contra la multitud. La acción nos sitúa algo lejos, en un parque tranquilo, acompañando a cuatro funcionarios cansados, que han huido del lugar. Sí oímos los disparos, pero con la potencia de unas palomitas o unos petardos al chocar contra el suelo. Solo caeremos en la cuenta de la gravedad de la situación cuando Lyudmila (Julia Vysotskaya) eche a correr, espantada, hacia donde proceden los tiros: su hija se encuentra entre los manifestantes. Lo que sigue va a recordarnos otra masacre popular en territorio soviético. Son pequeños fogonazos de muerte, que abaten a ciudadanos de forma aleatoria, como sin querer, como si los disparos que hacia ellos se dirigen no tuvieran objetivo alguno, como si fueran en realidad balas perdidas. La gente va cayendo sin que veamos los rifles, ni tampoco las caras detrás del gatillo. Un vendedor ambulante con su puestecito, en la retaguarda, una peluquera que muere entre violentos espasmos. Finalmente nuestra protagonista entra en escena, ayudando a dos mujeres; una de ellas ha recibido un balazo en la pierna: le practican un torniquete, con dificultad, para ponerla a salvo... Hasta que otra bala perdida atraviesa el cristal y acaba con ella. La masacre de Novocherkassk (2 de junio de 1962) se nos relata con una meticulosidad violenta y específica. Son planos abiertos y largos, que tienen hasta un punto periodístico, pero que, por su gratuidad y carácter explosivo, nos acercan al reino de lo absurdo, al disparate y a la broma.

    Podríamos definir la caída de los ideales soviéticos como una «gran broma», por lo menos en la diégesis de «escrupulosa autenticidad histórica» que Andrei Konchalovsky ha construido para su último filme. Un dislate alargado y triste que acabó con las vidas de tantísimas personas, pero que, al fin y al cabo, no es más que el fin de una ilusión, un chiste malo; así lo encara el padre de Lyudmila, un exoficial al que ya nada parece importar y que ha decidido retirarse en sus aposentos para reírse del mundo y desempolvar viejos documentos. También ella podría acomodarse en la parcela que le ha sido destinada en esta debacle política, en la que proclamar insignias revolucionarias parece suficiente para ostentar un cargo. Pero la desaparición de su hija le ha transmitido el virus que transportaba la multitud airada, resquebrajando a su paso los fundamentos de la teología política que ha guiado toda su vida. No es la primera cinta de Konchalovsky en tratar una pérdida de fe, un viaje hacia el vacío ideológico; de hecho, Dear Comrades! funciona con facilidad como reverso socialista del fin del sueño nazi de Paraíso (2016). En ambas películas, la vocación política de dos políticos entregados se ve puesta en duda por las acciones del mismo sistema para el que trabajan, una caída que acaba con lo más íntegro de su ser. Formalmente, el mecanismo de enajenamiento personal de ambas películas es similar: recurrir al juego con la fragmentación y el desmembramiento de la figura humana para sustraerla de sus principios más esenciales. Relegar a les intérpretes al margen inferior de la pantalla, medio ocultos, seccionarles por la mitad entre el dentro y el fuera de campo (por la cabeza, de rodillas para abajo…), fraccionarles de forma aún más minuciosa y cubista con la ayuda de espejos. O, simplemente, aislarles en metacuadros, compartimentados entre marcos de puertas, paredes y ventanas.

    Las diferentes formas de habitar el espacio son un elemento expresivo central en el díptico de los absolutismos que conforman tanto Paraíso como Dear Comrades!. Cómo ocupan el campo los oficiales y altos cargos es, en esta última cinta, radicalmente diferente a cómo Konchalovsky juega con los cuerpos del pueblo. El poder político es recto, frío, se muestra solo en alineaciones estáticas, opacas en su uso de la composición de cuadro a base de líneas diagonales de bustos parlantes, estatuas monologantes de pie… El tratamiento visual sería parecido al de los hieráticos familiares de El gatopardo de Visconti, si no fuera porque en ocasiones se traspasa la frontera de lo rígido para llegar a un repunte cómico, del que no se salvan ni los ancianos cascarrabias ni los jóvenes soldaditos que los vigilan. En el extremo contrario quedan les individuos de la masa trabajadora, cuyos cuerpos se esparcen y repliegan en movimientos erráticos, como una bandada de pájaros en pleno vuelo. Todos equiparados bajo el look aplastante de la fotografía de Andrey Naidenov, de carácter digital y anti-fotogénico, que se cierra al artificio empático y nos constriñe a un imaginario de corte fotoperiodístico, donde toda la información queda al mismo nivel. Por ello, y en un breve meandro, conviene destacar otro de los aspectos más relevantes en lo que respecta al impacto discreto de esta puesta en escena dicotómica: un diseño de producción que cuida que el poder político se vista de mármol, con sus uniformes totalmente lisos e impolutos, mientras que el pueblo va arrugado, siempre con un punto maltrecho e integrado en las abarrotadas paredes de papel pintado que lo acompañan.

    Дорогие товарищи, Andrei Konchalovsky.
    De nuevo un trabajo mayor del cineasta ruso | #Venezia77.

    «Konchalovsky apuesta por una estructura ampliamente cultivada en el tableau conmemorativo: la multiplicación ordenada de rostros en el espacio compositivo. Figuras sin nombre que agotarán el aire que las envuelve, como encerrándose visualmente dentro de un cuadro sin salida, en un recurso que anticipaba la Cold War de Paweł Pawlikowski». 


    Retomemos la cuestión de los cuerpos de les trabajadores en el espacio. Jordi Costa identificaba, en La calavera origami, el potencial de trabajar una tragedia desde la forma cómica. Aunque Costa por aquel entonces nos refería a una cuestión de puro montaje, propongo que la mirada de Konchalovsky sobre los personajes y su relación con el campo puede obedecer a una lógica similar, esta vez en lo que respecta al uso del movimiento dentro y fuera del profílmico. Hemos inferido en la fragmentación del cuerpo humano como elemento esencial para una iconología del enajenamiento, pero no cabe descuidar que los cuerpos mutantes a los que nos enfrentamos se mueven sin parar, entrando y saliendo de cuadro de las formas más sorprendentes. En las exteriores, los obreros se adueñan del plano horizontal, barriendo visualmente el profílmico y activándolo a su paso, intercalando entradas y salidas de forma que el movimiento nunca para. Son trayectorias escurridizas y apariciones inesperadas, que nos descubren cametas escondidas en un espacio que se habita y se abandona con la ligereza de un Buster Keaton o un Edgar Wright, como Tony Zhou estudia en su maravilloso ensayo del lenguaje de la comedia británica.

    No muy lejos en el espectro temático, la noción de que se está tratando con un evento determinante en el pasado de la URSS, como entidad económica y política, pero también con un germen en potencia para el imaginario de las generaciones posteriores. En la película, uno de los mayores puntos de inflexión en el proceso de duelo ideológico de Lyudmila acontece cuando es obligada a firmar, junto a todos les supervivientes, un documento de confidencialidad que asegura que la masacre que acaba de presenciar nunca ha ocurrido. Solo en 1992 se iniciaría una primera investigación pública de lo ocurrido: esto son treinta años de silencio y cuerpos abandonados en cunetas. Así es que el mero acto de encuadrar este olvido se convierta, por defecto, en un gesto meta sobre la construcción del sentido y del discurso histórico. Para afrontarlo, Konchalovsky apuesta por una estructura ampliamente cultivada en el tableau conmemorativo: la multiplicación ordenada de rostros en el espacio compositivo. Figuras sin nombre que agotarán el aire que las envuelve, como encerrándose visualmente dentro de un cuadro sin salida, en un recurso que anticipaba la Cold War de Paweł Pawlikowski (y que, en un aparte, últimamente se ha visto debatido en redes por lo explícito de su simbolismo). Dear Comrades! encuentra una cierta redención en el retrato grupal, como si evidenciar que alguien estuvo allí fuera suficiente para proponer, desde la ficción, un curso alternativo de la tragedia de antaño. Una reconstrucción, claro, desde el optimismo de un realizador que cree que Putin va a salvar su país.

    Дорогие товарищи, Mona Fastvold.
    Inédita óptica sobre la masacre de Novocherkassk | #Venezia77.

    «Konchalovsky se acerca a las tesis de Rosellini: en un contexto de auténtica ruina moral, congelar el tiempo evidencia una tragedia de naturaleza verdaderamente existencial, sublimado el dolor colectivo en una experiencia individual, inalcanzable en términos de historia y solo abierta a una lectura espiritual».


    Con todo, la misma narrativa choca de frente con la posibilidad de redención de sus personajes protagonistas que, emponzoñados por dogmas sin filtro, desean la muerte y la destrucción de los «hooligans» del populacho incluso después de sufrir los métodos del Partido en sus mismas carnes. El pasado es inalterable y esta es gente obcecada, encerrada motu propio en la escala de grises de su sistema ético, lo cual, a su vez, los convierte en objetos de estudio psicológico aún más merecedores de tiempo diegético (un interés que estrenaba en Paraíso, entre el interrogatorio, el confesionario y la plaqueta de laboratorio). Así, Konchalovsky abrirá grietas en la imagen-movimiento donde postrar a sus caracteres, para forzarlos a afrontar las consecuencias de su propio posicionamiento ideológico: sea en la lectura de las cartas de la pequeña Natyuschka, en las confesiones del más relativista y cínico de los agentes del KGB o, incluso, en aquellos soliloquios en que los personajes se descubran siendo, ellos mismos, les villanos de su propia ficción vital.

    No obstante, en un mundo que no para, en el que los automatismos de la jerarquía de poder conforman la única lógica concebible, interrumpir, parar y cuestionar supone mucho más que un método para indagar en la psique de unos pocos sujetos. Konchalovsky se acerca a las tesis de Rosellini: en un contexto de auténtica ruina moral, congelar el tiempo evidencia una tragedia de naturaleza verdaderamente existencial, sublimado el dolor colectivo en una experiencia individual, inalcanzable en términos de historia y solo abierta a una lectura espiritual | ★★★★☆


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 77ª edición de la Mostra de Venecia


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