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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica: La verdadera historia de la banda de Kelly

    Anatomía de lo ridículo

    Crítica ★★★☆☆ de «La verdadera historia de la banda de Kelly», de Justin Kurzel.

    Australia, 2019. Título original: True History of the Kelly Gang. Dirección: Justin Kurzel. Guion: Shaun Grant (Novela: Peter Carey). Compañías: Daybreak Pictures, Film Victoria, Porchlight Films, Screen Australia, Film4 Productions, La Cinéfacture. Presentación oficial: Festival de Toronto. Música: Jed Kurzel. Fotografía: Ari Wegner. Reparto: George MacKay, Charlie Hunnam, Russell Crowe, Nicholas Hoult, Essie Davis, Claudia Karvan, Thomasin McKenzie, Harry Greenwood, Jacob Collins-Levy, Sean Keenan, Earl Cave, Amy Christian, Markella Kavenagh, Orlando Schwerdt, Marlon Williams, Louis Hewison. Duración: 124 minutos.

    No hay que ser muy valiente o no hay que estar muy loco para saber reírse de uno mismo. Pero cuando lo haces sobre un mito, la sombra de la temeridad acecha de forma inexorable. Sendos calificativos encajan perfectamente en La verdadera historia de la banda de Kelly (The True History of The Kelly Gang, Justin Kurzel, 2019), tanto desde el lado “ficcional” de la pantalla, con los personajes, como del extraficcional, englobando las perspectivas del director y el escritor de la novela, Peter Carey, en la que se basa el filme de mismo título. Cuando uno se confronta con el mito solamente hay dos opciones posibles, o bien lo veneras o bien lo destruyes, pero no existe el término medio. Pues bien, Kurzel ha intentado llegar a una entente, en su aproximación al legendario Ned Kelly, y ha fracasado. Empero eso no significa una derrota sin paliativos, entre otras cosas, porque ha sido consciente durante todo el proceso de esa decisión y por esa razón ha querido dejar un documento que pivote sobre los actos que rodean una leyenda antes que ofrecernos una película basada en hechos reales. Nada más empezar se dice alto y claro, escrito sobre la pantalla: «nada de lo que van a ver es verdad…». Lo curioso del proceso es su aparente inconsistencia hasta el final, hasta la declaración de principios de un personaje episódico, el profesor Curnow (Jacob Collins-Levy), que habla en una especie de asamblea general constituyente australiana. El hecho, cuando menos, es significativo. El director delega en un personaje anecdótico la sentencia de su película, dejando atrás a su héroe colgado, buscando una gota de oxígeno en la horca: «¿Qué nos pasa a los australianos? ¿Qué problema tenemos? No tenemos un Jefferson, ni un Disraeli. No tenemos a nadie mejor a quién admirar que a un asesino ladrón de caballos. ¿Por qué siempre acabamos haciendo el ridículo?». Habría que regresar al principio para establecer la estética que ayudará comprender mejor ese ridículo, para confrontarnos con aquello que por su rareza o extravagancia mueve o puede mover a la risa (primera definición de ridículo de la R.A.E.).

    No existe mayor ejemplo de osadía que mostrar un ojo de dios al espectador. Un plano cenital constatando un ofrecimiento de impunidad visual al receptor de las imágenes, para luego después hacerle regresar a su condición de simple voyeur en la mirada de un adolescente Ned Kelly (Orlando Schwerdt) espiando a su madre a través de una rendija. Un paisaje desolador y un jinete cabalgando acompañado de una voz en off. No podemos verlo bien pero parece una mujer. Un vestido rojo nos otorga la clave sexual pero no la certifica. Poco después comprobaremos que estábamos equivocados y que es un hombre a quien seguimos en ese desconcertante comienzo. Primera toma de conciencia de lo ridículo: el transformismo como forma de trasgresión. Más tarde el hermano mediano de Ned Kelly, Dan (Earl Cave), lo explicará: «No son vestidos, sino máscaras. La gente le tiene pavor a lo que no entiende. […] Si luchas con un vestido, creerán que estás loco». Aquí entra en juego el concepto de locura, adlátere de lo ridículo y circunstancial en su progresivo desarrollo de unos hechos, a priori, incoherentes. Hasta el pronunciamiento del profesor Curnow, es decir, hasta el final de la narración, no podremos dar una lógica a toda su estructura, no podremos otorgarle su cariz ridículo. Y lo que parecían momentos raros, cargados de cierta extravagancia estética —que exhiben una desnortada pericia del director—, se transforman en momentos esenciales del relato. Destacaríamos tres que comparten varios nexos en común. El primero de ellos sería el temático: el cuestionamiento de la autoridad. El primero cronológicamente, sería con el sargento O’Neil, el segundo con el agente de policía Fitzpatrick (Nicholas Hoult) y por último con el profesor Curnow. Ejército, vida social y cultural. El segundo nexo sería la característica marginal, metanarrativa, de los personajes, otorgándoles un protagonismo relevante en esa precisa situación ridícula. El sargento es un personaje secundario, desaparecido de la historia poco después, el policía sería la némesis del héroe, pero con poca consistencia para tratarse de su rival y de aparición esporádica, y el último estaría protagonizado por el profesor, que como hemos señalado es un personaje anecdótico. Un último nexo a establecer sería la correspondencia de cada momento a cada etapa de aprendizaje de Ned Kelly (George MacKay): el primero competería a la exploración de un Ned adolescente, el segundo recaería en la construcción de la venganza del Ned adulto y el último en sus errores.

    True History of the Kelly Gang, Justin Kurzel.
    El anverso del mito.

    «Porque si bien es cierto que nada más empezar la película, se ubica en su pretérito (1879), no podemos dejar de reflexionar con su contemporaneidad. El filme de Kurzel coteja a su sociedad actual australiana con lo ridículo. La estética vuelve a ser fundamental aliada».


    De este modo, ¿qué sentido tiene el estar desnudo y cubrirse los genitales cuando te los han atado a una cuerda antes y quieren cercenártelos de cuajo con un disparo? El discurso hipócrita de la violencia, como siempre, está permitido. Durante la película el espectador es consciente de ello y a media que más se vaya internado en ese bosque de niños perdidos peterpanescos, que es en lo que se convertirá la comuna kellyniana, más evidente se hará frente al discurso sexual, siempre eludido, erotizado y reprimido, como siempre. ¿Qué intención de mostrar el llanto de un bebé en pantalla con el único propósito de encumbrar la ficción a (hiper)realidad? Proceso causa-efecto, como estamos viendo un bebé llorando, la sensación de peligro cuando el agente de policía Fitzpatrick lo apunte con su pistola será mayor. O por último, ese momento de confrontación, plano-contraplano de Ned Kelly versus el profesor Curnow, donde podemos presenciar la deriva psicológica del héroe contrastada con la “lucidez” del docente y donde Ned es más un trasunto del coronel Kurtz coppolano que conradiano. Estos son instantes que nos sacan del metraje, intentando derribar su cuarta pared, y que como hemos visto al final, están premeditados, están justificados, dentro de un discurso bretchtiano para ejercitar una crítica a un modo cultural y social de una Australia a la deriva, porque si bien es cierto que nada más empezar la cinta, se ubica en su pretérito (1879), no podemos dejar de reflexionar con su contemporaneidad. El filme de Kurzel coteja a su sociedad actual australiana con lo ridículo. La estética vuelve a ser fundamental aliada. El lugar donde es derrotado Ned Kelly es un edificio cuyo interior responde a una pulcritud moderna, con unas estructuras pulidas y rectangularmente perfectas, donde los personajes ya no están anclados a un tiempo, son más bien intemporales, y la sensación que uno tiene de ver a Ned y los suyos como herederos del clan Manson, de la herencia hippie sesentera del siglo pasado es particularmente inquietante. Ned Kelly tendría su correspondiente Charles Manson en la figura de su madre, Ellen Kelly (Essie Davis), lady Macbeth en potencia y verdadero motor de las intenciones de la banda. Eso también puede resultar ridículo pero recordemos que la anterior película de Justin Kurzel fue Macbeth (2015) | ★★★☆☆


    José Amador Pérez Andújar |
    © Revista EAM / Madrid


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