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    Crítica: Un blanco, blanco día

    Deseo tardío

    Crítica ★★★★☆ de «Un blanco, blanco día», de Hlynur Pálmason.

    Islandia, Dinamarca, 2019. Título original: Hvítur, Hvítur Dagur. Dirección: Hlynur Pálmason. Guion: Hlynur Pálmason. Compañías: Join Motion Pictures / Snowglobe Films. Presentación oficial: Semana de la Crítica del Festival de Cannes. Montaje: Julius Krebs Damsbo. Música: Edmund Finnis. Fotografía: Maria von Hausswolff. Reparto: Ingvar Eggert Sigurdsson, Ída Mekkín Hlynsdóttir, Hilmir Snær Guðnason, Sara Dögg Ásgeirsdóttir, Björn Ingi Hilmarsson, Elma Stefania Agustsdottir, Haraldur Ari Stefánsson, Laufey Elíasdóttir, Sigurður Sigurjónsson, Arnaldur Ernst, Þór Hrafnsson Tulinius, Sverrir Þór Sverrisson. Duración: 109 minutos.

    En un mundo blanco el negro adquiere todavía mayor protagonismo. El paisaje, composición y escenario en donde la habilidad y conciencia principal de Un blanco, blanco día (2019) se nos quiere revelar, se presenta y filma como marco en el que superponer ideas visuales. Un cuadro pintado a distancia, en planos muy generales, que a la larga definen perfectamente al protagonista absoluto de la película:  Ingimundur (Ingvar Sigurdsson). El director persigue la oscuridad de un hombre arraigado a parámetros y estereotipos de antigua masculinidad, situado a medio camino entre sus antepasados, hombres primitivos y los primeros vikingos escandinavos. Un relato que arranca desde lo negro, con un fundido con texto sobreimpresionado. El plano siguiente muestra el paisaje helado de una carretera, cuyos bancos de niebla impiden ver el horizonte. El coche conduce suspendido alrededor de un blanco infinito como si navegara por aguas, o surcara los cielos. Resulta imposible notar la superficie. El automóvil en un descuido choca con las vallas de la carretera y cae al mar. Seguidamente el negro vuelve a tomar la escena, y escuchamos a una niña: «¿Abuelo, puedes encender la luz?» Poco a poco en un lento proceso descubrimos las siluetas de un abuelo y su nieta, la luz entra paulatina, de forma casi alucinatoria, en la habitación. En todo momento es importante reseñar cómo el espectador, es decir nosotros, nos mantenemos al margen del escenario. El realizador nos obliga a permanecer distantes. Los espectadores nos vamos dando cuenta de que esa lejanía de la cámara es necesaria, y está muy bien estudiada por Hlynur Pálmason. Estamos a espaldas de la primera escena, fijados en un segundo término, testigos accidentales pero no activos de los sucesos que se nos quieren mostrar. La imagen se divide con distancias de seguridad. Parecemos pasivos, observadores que lejos acechamos como animales a la defensiva. Temerosos de la catarsis que va tomando forma a lo largo de la historia. Que el propósito de Pálmason es liberarnos de cualquier implicación lo prueban los planos de ojo de buey, cerrando los puntos de vista, navegando de pasajeros. Las escenas en el coche casi siempre nos van a colocar en los asientos traseros o de copiloto, nunca pegados a los actores, ni en primeros planos que nos asfixien, así como los planos lejanísimos de la casa.

    En una de las mejores escenas de Un blanco, blanco día, la niña toca con su teclado lo que parece una pieza de Robert Schumann. Esta escena tiene la capacidad de decirnos muchas cosas. Primero vemos al amigo del abuelo preguntarle a la niña por la música que acaba de tocar. Ella cuenta a grandes rasgos la historia de la composición, y de la relación que se dio entre Clara, la mujer del compositor alemán y Brahms, discípulo del marido. Un triángulo amoroso, que arrastraría a Schumann a la locura hasta acabar encerrado en un psiquiátrico. Loco de amor, o quién sabe qué tipo de enfermedad mental lo acabaría devorando. Minutos antes, el amigo, sincerándose, ha confesado sus continuas infidelidades. En ese plano, en el que se filman a tres integrantes, la niña y el amigo tararean una de las piezas más famosas de Brahms, mientras la mirada de Ingimundur irradia parte de esa locura, proyectándose fuera de cualquier campo de la escena. Hay una clara correlación entre lo que cuenta la nieta y lo que pasa por la cabeza de su abuelo. Esta escena tiende puentes con la película Pasión inmortal (Song of love, Clarence Brown, 1947). En ella Clara Wieck (Katherine Hepburn), toca por primera vez el piano en público interpretando una pieza de su futuro marido. Su brillante actuación, expuestas a los ojos de todo el patio de butacas, resuena como una prolongación de su amor por el compositor. El aplauso confirma, no solo su talento sino la popularidad de Schumann, reflejada en este caso en las manos de su amada, quien decide doblegarse a la sombra de su amor. Más adelante la primera vez que un jovencísimo Brahms toca para Schumann en la habitación de su casa veremos a Clara bajar las escaleras arrastradas de forma mágica hacia ellos. La mirada que brinda al que sería el discípulo de su marido es una mirada de amor, como lo fue la declaración tocando la música de Schumann al inicio de la película. Al final una Clara anciana vuelve a tocar en el mismo auditorio. De nuevo la misma música. Esta vez su actuación no pertenece solo al mundo de los vivos, también al de los muertos. Puentes fantasmas, entre miradas que atraviesan los encuadres, cerrados, apoderándose de una abstracción capaz de albergar toda la esencia del relato, y de lo que en definitiva quiere trasmitirnos el director de Un blanco, blanco día. Clara simboliza el ideal masculino, la entrega de una mujer ligada eternamente a un hombre. Sirva la música como melodía de esa locura, ese abismo que se adueña por completo de la mente de Ingigmundur. La caída de la piedra por las laderas y campos es la metáfora visual que elige el realizador para comprender la mente enferma de un hombre iracundo, obsesionado con ese mismo ideal de mujer perfecta, sin embargo, su perdición, su fatalidad, ya había quedado grabada antes en Schumann y en Brahms.

    Hvítur, Hvítur Dagur, Hlynur Pálmason.
    Mejor película del DA Film Festival.



    «La caída de la piedra por las laderas y campos es la metáfora visual que elige el realizador para comprender la mente enferma de un hombre iracundo, obsesionado con ese mismo ideal de mujer perfecta, sin embargo, su perdición, su fatalidad, ya había quedado grabada antes en Schumann y en Brahms».


    La puesta en escena del filme se corresponde punto por punto con el modelo nórdico. Un diseño algo manufacturado, perfectamente identificable y definible, que rehúye de la movilidad. Quizás hay algo inherente a cómo los seres humanos percibimos los entornos y la naturaleza, algo que implica un seguimiento enfermizo a los elementos inanimados en el eje del relato, prestando mucha atención al plano detalle. Encontramos una inusual tautología de las cosas, dándole un aire especial a los encuadres, expuestas a modo de pistas, como partes de un puzle, o pruebas de un crimen del que todavía no conocemos a los culpables. La leche derramada simulando la sangre, la erosión de las rocas en paralelo al ciclo natural o la construcción de una casa en oposición a la descomposición mental del hombre. Esas transferencias se van registrando en el montaje, con pausas, de modo reflexivo, contemplativo. La planificación genera la duda, dándole la vuelta a los cánones del thriller. Una singular belleza sobresale de los planos de las manos, entre nieta y abuelo, planos de manos entrelazadas cubiertas de sangre que buscan parentescos estilísticos con el cine de intriga o policíaco. En un momento dado hasta los personajes se detienen como en una obra de teatro presentándose a su público. Es evidente que lo mecánico de la puesta en forma reproduce un realismo psicológico, y que una vez hemos presenciado los hechos debemos sintonizar y debatir sobre ello. Somos como ese terapeuta que desde un monitor pone pantallas protectoras ante el estudio de su paciente, sin implicarse lo suficiente en su mente rota y enferma. Esto nos lleva a analogías, también notables del Otro, cuando esa idea de la mujer infiel se va fraguando en la cabeza de Ingimundur cara a cara con su amante, al que interroga violentamente, haciendo uso de su antiguo oficio de policía. Su piel se muda con la del otro. Un macho alfa que compite por una misma presa. Lo animal, o salvaje, parece un magnífico ejemplo de la mirada masculina. En este juego de ideas, el final tiene un alto grado de significancia. La imagen del abuelo entrando en el túnel llevando a hombros a la niña designa, tanto en lo teórico como en lo práctico, inercias de tiempos remotos. Un cavernícola en su caverna, o mejor un animal feroz, un oso con su cría a cuestas. La cámara se coloca delante de ellos, y por primera vez nos adelantamos a sus pasos. La catarsis tiene que ver con la oscuridad que nos penetra e impide ver más allá. El plano final, revelador y potente, muestra el deseo, sin pantallas o muros, de ese hombre. Su mundo, es ahora nuestro. Hemos pasado de mirar de lejos, con prismáticos, a mirar de cerca con lupa y toparnos de bruces con su punto de vista. El desnudo de su mujer, ante su rostro herido, lloroso, en uno de los poquísimos primeros planos de toda la película, es parte de esa imaginación, parte de esa masculinidad toxica y contaminada. Parte de ese deseo tardío. Una ensoñación que, al terminar, por fin, nos toca cuestionar directamente | ★★★★☆


    David Tejero Nogales |
    © Revista EAM / Festival de Sevilla


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