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    Crítica: La educación sentimental

    Nostalgia presente

    Crítica ★★★☆☆ de «La educación sentimental», de Jorge Juárez.

    España, 2019. Dirección: Jorge Juárez. Guion: Ana Petrelli, Antonio Sánchez, Jorge Juárez. Fotografía: Ana Petrelli, Jorge Juárez. Reparto: Jorge Juárez, Ana Petrelli. Duración: 65 min.

    En el mundo de la cultura, a cada crisis social le corresponde una increíble fertilidad creativa. Las tragedias siempre han sido un caldo de cultivo perfecto —aunque triste— para la reflexión. Cuando todo está destruido, la única opción es crear. Sin embargo, en nuestra época ha ocurrido algo casi insólito: el solapamiento de dos cataclismos económicos. Mientras vivimos el azote del coronavirus, todavía seguimos recibiendo los últimos coletazos artísticos de la Gran Recesión, que sigue cicatrizando en el tejido social mundial. Esta crisis fue dura para todos, pero principalmente para esa generación que apenas se incorporaba al mundo laboral, de la que tanto se ha comentado que está condenada a vivir peor que sus padres. La confusión millennial ha empapado su particular estilo cinematográfico, tanto en su forma como en su contenido. En España lo prueba bien Los desheredados, un cortometraje fantástico de Laura Ferrés, a caballo entre la ficción y el documental y premiado en Cannes hace más de un lustro. Ahora, con La educación sentimental, Jorge Juárez parece querer fijar el último clavo en el ataúd del trauma de 2008 con un largometraje de autoficción tan inclasificable como la película de Ferrés. Distintas historias con una pretensión más poética que narrativa convergen para formar un diario cinematográfico de su director.

    Juárez, autor de laureados cortometrajes pero debutante en el formato de larga duración, se aproxima a la derrota desde tres vertientes distintas: la del cine como lo conocíamos hasta hace poco; la del amor, lastrado por la distancia; y la del trabajo, que afectará definitivamente a las dos anteriores en el caso del protagonista. En la primera, el director canaliza su nostalgia a través del proyeccionista de un cine de Asturias, que va asumiendo que la profesión que amaba va transformándose en algo que no le apasiona demasiado. Paralelamente, vemos evolucionar la relación del director con Ana Petrelli, acreditada como guionista y directora de fotografía, y las adversidades a las que tuvieron que enfrentarse cuando ella no tuvo más remedio que trasladarse a Bulgaria por motivos laborales. Estas dos «tramas» —por llamarlas de alguna manera, ya que Juárez no quiso dotar de estructura narrativa a la película— se complementan con reflexiones generales del autor. Estas, a pesar de sentirse algo pretenciosas y gratuitas, nos permiten comprender el desarrollo de su carácter en estos años, y cómo los efectos de la crisis —unidos a otras experiencias personales aisladas— van tiñendo de melancolía esos pensamientos sueltos propios de unas memorias. En este sentido, el guiño flaubertiano del título se troca en algo más literal de lo que parece, pues en pantalla asistimos a una auténtica doma de sentimientos por parte del protagonista.

    La educación sentimental, Jorge Juárez.
    Un impulso colectivo | DA Film Festival.

    «Un ejercicio de autor con buenas intenciones, pero quizá demasiado consciente de sí mismo. Que, con todo, representa las emociones con esmero y transmite esa nostalgia por lo inmediato tan característica de la generación a la que Juárez pertenece, especialmente paradigmática en el caso del cine».


    En cuanto a su realización, La educación sentimental busca ser atípica, lo que en cierto modo no deja de ser esperable y hasta canónico en una película de estas características. Algunos aspectos visuales supuestamente innovadores terminan por obstaculizar en cierta medida la experiencia. Uno de ellos son las secuencias deliberadamente recreadas o escenificadas, que eliminan durante un tiempo la realidad construida con tanto esfuerzo en los pasajes más documentales. La belleza de muchas de sus imágenes radica, precisamente, en el temblor de la cámara y en la espontaneidad de los planos, por lo que esas secuencias ficcionadas desconciertan. Frente a esto, cobran relevancia algunas decisiones formales más interesantes, como la apuesta deliberada por un sonido fragmentado e imperfecto, que en algunos casos llega incluso a enterrar los diálogos en favor de los entornos, casi siempre más evocadores que las palabras. En su conjunto, tenemos un ejercicio de autor con buenas intenciones, pero quizá demasiado consciente de sí mismo. Que, con todo, representa las emociones con esmero y transmite esa nostalgia por lo inmediato tan característica de la generación a la que Juárez pertenece, especialmente paradigmática en el caso del cine. Que todavía no ha muerto, pero en nuestra mente ya lo hemos enterrado.


    Juan Montón Velasco |
    © Revista EAM / Madrid


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