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    Cine Alemán Siglo XXI

    Joe Losey: 5 paradojas, por Serge Daney

    Joe Losey: 5 paradojas

    Texto escrito por Serge Daney.

    | *Publicado originalmente en Libération, 23 y 24 de junio de 1984. |
    Traducido del francés por Rafael Guilhem, Ciudad de México.

    Primera paradoja. De todos los cineastas estadounidenses que han tenido problemas (en su tierra natal), Joseph Losey es el único que ha logrado una segunda carrera, el único que ha contradicho la regla no escrita que dice que, los cineastas formados en el sistema de Hollywood, decaen al momento de irse y llegar al Viejo Mundo (a nuestra casa, en Europa). Ya sólo por este hecho, Joe Losey es importante. Al grado de que, para aquellos que lo descubrieron tarde, era visto como un cineasta británico (aquél que dio los papeles más bellos a tipos como Stanley Baker y Dirk Bogarde, un implacable retratista del estilo de vida inglés). Y de ser un falso británico, se fue convirtiendo lentamente en un verdadero europeo, es decir, en una estrella de los grandes temas culturales: de Proust (una película que no hizo) a Mozart (que dongiovannizó). Su longevidad provino —irónicamente— de su condición de refugiado, víctima del macartismo, haciéndonos finalmente olvidar que era un cineasta estadounidense (de buena familia), nacido en 1909 en Wisconsin.

    Segunda paradoja. De todos los cineastas estadounidenses redescubiertos y reivindicados por los críticos de cine franceses en los años cincuenta, él es el único que ha sido recuperado (aunque tarde) por los cinéfilos que estaban políticamente más alejados de él: los «macmahonianos». Gracias a ellos, la carrera estadounidense de Losey (desde The Boy with Green Hair a The Big Night, que comprende tan sólo tres años entre 1948 y 1951) fue finalmente reconocida. Eran películas progresistas, del género de cine negro, en las que un hombre miraba con terror el racismo, la violencia de los linchamientos y la corrupción. Los puristas de la puesta en escena abandonaron a Losey (con Eva) cuando dejó de ser un cineasta más y se convirtió en un autor, enrevesado y un poco pretencioso.

    Tercera paradoja. De todos los cineastas estadounidenses que empezaron en Hollywood a finales de los años cuarenta, Losey es uno de los que (aunque no el único, véase Nicholas Ray y Kazan) procedía del teatro y no de la industria cinematográfica. No de cualquier teatro, sino del arte comprometido políticamente de los años treinta, de la vanguardia. Este período fascinante, pero poco conocido de la vida intelectual estadounidense, vio a los futuros jóvenes cineastas de Hollywood viajar a Moscú para encontrarse con Meyerhold, Eisenstein u Okhlopkov y volver con la cabeza llena de ideas sobre la relación entre el escenario y el público, el deseo de trabajar con Brecht o de hacer teatro callejero. El resultado de todas estas paradojas es que la carrera de Losey nunca fue entendida como un todo (hemos tenido que esperar al libro de Michel Ciment, Conversations with Losey, de 1979, para tener una visión menos parcial de su singular viaje).

    Cuarta paradoja. Inclinado hacia el marxismo, obsesionado con las clases, sus luchas y relaciones de odio, analista de las contiendas de poder entre los hombres (y su constante conflicto entre clase social y género), Losey se arriesgó a ser, hasta cierto punto, un cineasta (de izquierda) bien acogido. Pero sus genuinas tendencias progresistas lo llevaron a interesarse por un tema más volátil y menos fácil: la servidumbre (involuntaria, después voluntaria). Cantar las utopías del futuro le interesaba menos que el presente estancado, atrapado en decorados llenos de resentimiento y humillación. Porque los impulsos humanos no son necesariamente progresistas. «En la base (escribe correctamente Deleuze, en La Imagen-Movimiento) está el impulso, que por su propia naturaleza es demasiado fuerte para el carácter, cualquiera que éste sea». Tanto es así que el cine de Losey es antes que nada una sorprendente galería de personajes «falsos débiles» y «falsos fuertes», atrapados en el conocido escenario —escrito por Hegel— de la dialéctica entre amo y esclavo.

    Quinta paradoja. Los seguidores derechistas del Losey de Hollywood admiraban en él la expresión de cierta violencia. No una violencia lustrosa, sino asesina: la violencia de Lang, aunque sin su rigor; la violencia de un moralista. Pero un moralista es por definición alguien que está menos interesado en las acciones de sus personajes que en sus actos. Si el término «película de acción» es el que mejor define la grandeza del cine estadounidense, los catálogos de actos son la fuerza del cine (de autor) europeo. Y Losey, no por casualidad, oscilaba entre los dos, pertenecía a los dos mundos. «La violencia en el acto, antes de entrar en acción» también escribió Deleuze. «Violencia estática», añade. E incluso señala: «temblorosa». Ha habido algunos «temblores» con Losey, por ejemplo en la forma en que su carrera sumamente católica tiene una lógica, y en la forma en que deja a sus actores como depredadores neurasténicos en los grilletes sobrevalorados de una puesta en escena heredada del teatro políticamente comprometido de sus comienzos. Algunos de los temblores eran complacientes, flácidos, seniles o académicos (sigamos adelante) pero otros eran exactos, abrumadores, sísmicos (The Boy with Green Hair, The Lawless, The Gipsy and the Gentleman, The Damned, Accident, Mr Klein). Así es el cuerpo humano.

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