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    Crítica | Lúa Vermella

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    Crítica ★★★★☆ de «Lúa vermella», de Lois Patiño.

    España, 2019. Título original: Lúa vermella. Dirección y guion: Lois Patiño. Compañía productora: Amanita Studios. Fotografía: Lois Patiño. Montaje: Pablo Gil Rituerto, Óscar de Gispert, Lois Patiño. Diseño de producción: Jaione Camborda. Producción: Felipe Lage Coro, Lois Patiño. Reparto: Ana Marra, Carmen Martínez, Pilar Rodlos, Rubio de Camelle. Duración: 84 minutos.

    «Ahora que la bestia se los ha llevado a todos, debo volver», musita el Rubio, desde el fondo del mar. Con él, hordas de fantasmas resurgirán de las entrañas de este gigante azul para invadir los lares de un pequeño pueblo de la costa gallega. Esta «Costa da Morte», que le valió a Lois Patiño el galardón a Mejor Director Emergente en Locarno, reaparece con fuerza en el segundo largometraje del realizador vigués. Sin embargo, en esta ocasión, la tierra se presenta deformada, duplicada ante un espejo que quizás, solo quizás, nos permita vislumbrar alguna verdad tras su poderoso imaginario.

    La de Patiño es una Galicia invertida, que sumerge a su mejor buzo, O Rubio de Camelle (diestro rescatador de cuerpos y figura angelical para tantas familias con muertos en el mar), y lo convierte en una presencia intranquilizadora, que tiene en su ser la llave para abrir definitivamente las puertas del mundo de los vivos a los muertos. Aunque esta puerta en Galicia siempre haya estado medio abierta: «en el Norte viven los muertos», decía el antropólogo Lisón Tolosana, refiriéndose a la multitud de ritos mortuorios que esta cultura ha prodigado. Allí «viven los muertos»; así es que el imaginario gallego venga conjugado por un sentido ontológico de permanencia, una visión de la vida humana que trasciende al individuo y que convierte el fallecimiento de uno en una cuestión de todos (ahí quedan as compañas). El gallego es un corpus creencial que tiende a lo colectivo, estando a la vez determinado por el aislamiento geográfico de sus habitantes, en palabras del mismo Lisón Tolosana. La muerte, pues, se convierte en un tema de la tierra, cuyo humus cultural es indisoluble de un aquí, y no de un yo, o de un ahora.

    El aquí, ese espacio que se abre en la oscuridad de una sala de cine, ha sido el mejor aliado de Patiño desde los inicios de su corta filmografía. En todos sus trabajos, el paisaje (recordemos, la naturaleza bajo la mirada humana) retumba para demostrar su poderío y nuestra consecuente intrascendencia. Patiño, con un amplio catálogo de referentes pictóricos y cinematográficos, podría defender su propuesta a base de pura historia del arte; él mismo reconoce a Benning, Lockhart, a los pintores románticos y al Land Art como sus grandes influencias. A pesar de todo, en Lúa vermella el realizador apuesta, por primera vez, por añadir una capa narrativa a su exploración extasiada del exterior gallego. Así, reparte, en una puesta en escena de una temporalidad opaca y artificiosa, a sus personajes –pescadores, abuelos, abuelas– por todo tipo de rincones de un pequeño pueblo de la costa. Cada uno de ellos, inmóvil, como atrapado por sus propios pensamientos. Mientras tanto, narran en voz en off cómo Rubio desapareció con su bote en las profundidades del mar, dando paso a una maldición que ahora sitia el lugar. Sus frases, oscuras e inconexas, evocan la presencia de una luna roja y de un monstruo bajo el mar, y la madre de Rubio pide ayuda a las brujas, que ayudarán a rescatar el cuerpo de Rubio para parar un final inevitable. La marea, el océano, una bestia, maldiciones, meigas: a su alrededor gravita un universo plenamente mitológico; que el sueño haya ido conquistando el mundo de la razón sin apenas nosotros saberlo.

    Lúa Vermella, Lois Patiño.
    Segunda película del director gallego que estrenará Elamedia Estudios el 24 de abril.

    «Ante una auténtica maraña conceptual y autonegacionista, el símbolo deviene su propia esencia y fin: quedamos prendados de él, de su forma y de su puesta en escena. La roca, la presa, los fantasmas; puede que ninguno de ellos nos permita dilucidar alguna verdad más allá, al contrario, puede que lo realmente significativo sea la mirada que hacia ellos dirigimos, la forma en que palpamos la superficie y los recovecos de este imaginario». 


    El papel del Rubio, siendo él el único personaje con nombre y reconocible, podría ser aquel del ancla que nos devolviese a una capa «más humana» de esta mitología norteña, totalmente perdida en sí misma. No obstante, el suyo parece ser un juego polivalente, más cercano a un elemento de caos y oscuridad, como guarda de esta especie de pesadilla compartida. «Vivimos en el sueño de otro», susurra uno de los villanos. ¿Sueño de quién? Porque, aunque empecemos la película con un plano submarino y la voz de Rubio, al fin y al cabo, todos parecen atrapados en el mismo letargo, presos todos de la influencia de la luna, del mar. Esta es una cuestión que entronca directamente con un aspecto capital de cualquier lectura cinematográfica, que no es otra que el punto de vista, el papel que encarna la cámara, su posicionamiento ante la acción y, por lo tanto, su capacidad de desentrañar, de narrar. A priori, parecería que nos ponemos en la piel de un recién llegado, al más puro estilo lovecraftiano que se sumerge en un mundo al borde de lo sublime: el imaginario monstruoso así lo indica, desde la carta marina de Olaus Magnus que abre la cinta hasta los extraños fenómenos que van poblando la orilla (una piedra que se mueve, los peces que mueren, el barco abandonado…). Sin embargo, Patiño subvierte constantemente cualquier certeza respecto a un punto de vista único, añadiendo planos imposibles o directamente imaginarios: el fondo del mar, el agua de la presa ascendiendo lentamente, retablos surrealistas u oníricos… En la cinta, el elemento fantástico va introduciéndose de forma paulatina, desde un planteamiento más contemplativo hasta el desenfreno total de lo maravilloso; el punto de giro, uno de los mejores momentos de la película: mientras la madre de Rubio increpa a su hijo su marcha al mar, la cámara inicia un travelling por el pasillo de su casa, yendo al encuentro de unos pasos humanos que ocupan la banda sonora. Pasa que, cuando finalmente la cámara se detiene, cuando esperamos ver al caminante (al famoso Rubio, por fin), este no solo no se personifica, sino que, en su lugar, solo vemos a una cabra aparecer, balar, y proseguir con su camino.

    Patiño juega a la confusión, y pronto las voces de los habitantes nos han confesado que el monstruo es el mar, y es la Luna y es el Rubio; que el Rubio está muerto, pero que no; que nos va a salvar, y que quizás no, también, que ya no queda nada por salvar. El Rubio, recuperador de cuerpos, es el cuerpo a recuperar. Este gran baile de identidades, de relaciones y de polos conforma una gruesa capa mitológica, un conjunto de símbolos campbellianos que, correctamente descifrados, nos catapultarían hacia la comprensión del reino de lo desconocido. Aun así, ante esta auténtica maraña conceptual y autonegacionista, el símbolo deviene su propia esencia y fin: quedamos prendados de él, de su forma y de su puesta en escena. La roca, la presa, los fantasmas; puede que ninguno de ellos nos permita dilucidar alguna verdad más allá, al contrario, puede que lo realmente significativo sea la mirada que hacia ellos dirigimos, la forma en que palpamos la superficie y los recovecos de este imaginario. Quizás se trate solamente de reconocer su existencia antes de que desaparezca para siempre. Si cabe, de rendirle homenaje. Let the mystery be.

    Lo cual no niega la existencia de un monstruo; la bestia existe (¡cómo no!): aparece al final de la cinta y, sí, causa cierto pavor... aunque sea solo un pez barbudo que vocifera debajo del agua. Concluyo, que la bestia exista es importante: Jesús Pertínez López, estudioso medievalista, afirmaba que el substrato monstruoso ha existido desde siempre para, entre otras, dar voz a aquellos en los márgenes de la sociedad, aquellos a quienes el poder ha dejado de lado. Qué mejor forma de definir a aquellos pueblos de la costa gallega que han sido constantemente negligidos por el Estado, y no solo pienso en el Prestige –que también–. Más allá, puede que el despertar de lo monstruoso sea una buena forma de revertir a través del cine un proceso incluso más temible: el abandono progresivo de estas poblaciones pesqueras que, con la desaparición de su rico sustrato cultural, van llenándose cada vez más de fantasmas | ★★★★☆


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 70ª edición de la Berlinale


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