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    Crítica | La cordillera de los sueños

    El miedo, el pasado, la derrota, la tristeza |

    Crítica ★★★☆☆ de «La cordillera de los sueños», dirigida por Patricio Guzmán.

    Chile/Francia. 2019. Título original: La cordillera de los sueños. Director: Patricio Guzmán. Imagen: Pablo Salas. Montaje: Emmanuelle Joly. Sonido: Alvaro Silva Wuth, Aymeric Dupas, Claire Cahu. Investigación: Nicolas Lasnibat. Producción: Renate Sachse. Asistente de dirección: Nicolas Lasnibat. Producción delegada: Atacama Productions. Coproducciones: Arte France Cinéma, Sampek Productions. Coproductores: Olivier Père, Rémi Burah, Fabrice Puchault, Éric Lagesse. Duración: 84 minutos.

    La cordillera de los sueños, última película del director chileno Patricio Guzmán, se va construyendo a partir del pasado más remoto del continente sudamericano, buscando ese ADN denominador de un país que parece una larga cárcel entre el mar y la montaña. Un país de mezcla a partir de esa herencia procedente de los pueblos originarios asentados alrededor de los Andes y la nueva procedente del mar, de Europa. Porque no otra puede ser la cordillera del título, una omnipresente cadena montañosa de norte a sur del país, que penetra desde la frontera septentrional con Perú y Bolivia y termina por el sur sumergiéndose en el océano; una columna vertebral para un continente que mantiene sus cumbres nevadas a la vista de sus habitantes, haciendo de escudo protector, pero al mismo tiempo aislándolo por tierra. Guzmán, como ya hiciera en sus más inmediatamente cercanas Nostalgia de la luz y Botón de nácar, se acerca a la naturaleza, a la geología, a la astronomía, para conseguir ese difícil engarce desde lo inabarcable del poder de los elementos hasta lo humano de la reciente historia de la nación.

    El director busca en artistas, geólogos, vulcanólogos, nuestra preparación a la espera del salto esperado. El acontecimiento geográfico es la excusa perfecta para adentrarnos en un magma mucho más convulso y peligroso que el que pueda expulsar un volcán. El cine de Guzmán es político. Quiso el destino que desde sus inicios como cineasta su obra coincidiera con dos episodios de su país, antagónicos, pero sin los que no puede entenderse la historia reciente de Chile ni del continente. Su carrera empieza con el apogeo de Allende, sus dos primeras obras siguen al presidente durante el primer año de mandato; pero la película que le situó en el escenario internacional y a partir de la cual apenas ha abandonado su obsesión fue La batalla de Chile, crónica de un golpe anunciado y antesala de una de las represalias más inhumanas y fanáticas de finales del siglo XX. Una obra a la que seguramente renunciaría si pudiera deshacer ese pasado incómodo y criminal. A partir del golpe y asalto al Palacio de la Moneda, que Guzmán equipara con la explosión incontrolada de uno de las decenas de volcanes que surcan la cordillera, la vida del director, y la de Chile en definitiva, se trastocaron. La fórmula utilizada es, por tanto, similar a la que el director empleó en Nostalgia de la luz para situarnos, con una excusa científica, en el mismo lugar que sirvió como campo de concentración al régimen pinochetista, Atacama; o en «Botón de nácar» al que sirvió para el genocidio indígena de finales del XIX en Tierra de fuego (que tan bien ha resuelto cinematográficamente este año el director chileno Theo Court con Blanco en blanco), lugar que posteriormente también fue aprovechado por la dictadura para sus crímenes. Atacama, Tierra del fuego-Araucania, los Andes, tres territorios a los que Chile da la espalda, como a su pasado más reciente.

    Habla la película de un presente abruptamente cortado por un golpe de estado, y de un futuro desbaratado para millones de chilenos que creyeron que la verdadera fuerza de la democracia estaba en las urnas, pero, puede que, sin ser conscientes de ello, Guzmán, y su álter ego en pantalla, el cineasta chileno Pablo Salas, ofrezcan al espectador claves, que se transforman en premoniciones, que explican el estallido social actual del país. «Nos cagaron los milicos, se vendieron el país» dice Salas, que tras recordar los duros años de dictadura, en los que de manera enfermiza grabó horas y horas de material en la calle, manteniendo esa actividad durante el proceso de abandono del poder por la cúpula militar hasta la actualidad, documentando lo que veían sus ojos hasta el día de hoy para dejar patente el descontento social y el exacerbado uso de la violencia de estado para reprimir la protesta, sentencia que el triunfo de la dictadura se mantiene al haberse hecho con las fuentes de riqueza del país, para sí o para la oligarquía internacional. Durante esos más de 40 años, Salas ha ido grabando  material que, de manera anárquica, conserva en su poder construyendo una hemeroteca básica para entender la frustración que va generando la desigualdad permanente.

    La cordillera de los sueños, Patricio Guzmán.
    Chile ayer, Chile hoy.

    «Las palabras de Guzmán suenan a individuo derrotado, su mecánica dicción, apenas poseedora de pasión o esperanza, es la de quien sabe de sobra que se le han hurtado los recuerdos de un país del que fue expulsado».


    La película, de esa manera, enriquece el devenir usual en Guzmán, ajeno al día a día chileno por haber escogido el exilio tras su liberación del estadio nacional pasados los primeros días del golpe del 73, (aquí la película se da la mano con Santiago, Italia de Moretti) al unir su recuerdo melancólico, áspero y ácido con la memoria visual de Salas, uno de los pocos que resistió en Chile documentando lo que, tarde o temprano, se iba a negar desde el poder. En el fondo, en el relato posterior al famoso referéndum que se saldó con el «no» a Pinochet, se aprecian no pocas similitudes con el modelo español de la transición, y lo que es peor, en las imágenes y palabras de los cineastas se siente ese amargo sabor de la derrota por el que, partiendo de la idea de haber recuperado la posibilidad de alcanzar el poder político, la realidad demuestra que el verdadero poder permanece en las mismas manos que se enriquecieron durante los años de la junta militar, enormes patrimonios generados a costa de los ciudadanos, esquilmación de lo público, profundas simas de diferencias sociales entre clases con universos paralelos sin relación entre los barrios ricos y el resto del país. La cordillera de los sueños se convierte en metáfora de la imposibilidad de luchar contra las megaestructuras que decidieron que Chile se convirtiera en el banco de pruebas del neoliberalismo restrictivo de derechos y captor de recursos. La escuela de Chicago llegó a Chile en 1973 y continúa, sólo que ahora domina la práctica totalidad de la actividad económica del planeta, y los ciudadanos lo sienten en su pobreza sin Allendes capaces de alzarse contra la injusticia.

    Las palabras de Guzmán suenan a individuo derrotado, su mecánica dicción, apenas poseedora de pasión o esperanza, es la de quien sabe de sobra que se le han hurtado los recuerdos de un país del que fue expulsado. Superviviente afortunada, la ruina de la casa infantil se mantiene como testimonio de lo que fue, pero que no pudo desarrollarse como estaba previsto. Transcurrido el tiempo, quienes fueron represaliados, perseguidos, torturados, encarcelados, parecen sentir sobre sus espaldas el estigma de haber provocado el golpe y su reacción por haberse «equivocado» al escoger gobierno. El discurso del estado de guerra, el ser considerados enemigos del país, se mantiene, y con él, el sentimiento de ruptura, de no poder reconocer un territorio en el que, aparte de lo material, el sustrato personal ha cambiado, un país que parece no querer saber. «No reconozco Chile» dirá el cineasta al poco de empezar, y con esa frase no hace sino evidenciar el trabajo llevado a cabo por la dictadura para eliminar cualquier vestigio de solidaridad, de grupo, de comunidad; un trabajo para eliminar la crítica hacia lo que supuso Pinochet, un olvido consciente anunciado por Guzmán al inicio de la película, un país que tiene abandonado a un 80 % del territorio no es viable, un país que vive a espaldas de los Andes vive a espaldas de su propio ser. El Chile de 1972 no tiene nada que ver con el Chile de 2018, y, sin embargo, en el desarrollo de esas imágenes puramente políticas filmadas a lo largo de los años por Salas, subsiste el gen de la protesta, de no rendirse, de luchar. Y mirando por encima de todos, la cordillera, el lugar que no cambia con tanta facilidad como nosotros, un lugar de ensueño y para soñar con lo que podía haber sido, pero al que el poder también trata de horadar y machacar con su avidez insaciable | ★★★☆☆


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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