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    Cineclub by BenQ: Stalker (1979)


    Un reflejo de amor y sacrificio |

    «Stalker» (1979) de Andrei Tarkovski.

    Unión Soviética, 1979. 161 minutos. Título original: Сталкер. Director: Andrei Tarkovski. Guion: Arkadiy y Boris Strugatskiy y Andrei Tarkovski, basado en la novela de los hermanos Strugatskiy. Fotografía: Aleksandr Knyazhinsky y Georgi Rerberg. Música: Eduard Artemyev. Productor: Aleksandra Demidova. Edición: Lyudmila Feyginova. Diseño de producción: Aleksandr Boym y Andrei Tarkovski. Dirección artística: Shavkat Abdusalamov. Intérpretes: Aleksandr Kaidanovsky, Anatoly Solonitsyn, Nikolai Grinko, Natalya Abramova, Alisa Freyndlikh, Faime Jurno, Raymo Rendi.

    En 1997, y coincidiendo, tanto con el centenario del nacimiento del cine como con el medio siglo de existencia del Festival de Cannes, durante la edición de ese año se convocaría a los directores premiados en el certamen todavía vivos para que se encargaran de entregar la Palma de las Palmas, un galardón único destinado a conmemorar al realizador que más relevante e influyente les pareciera a todos. Mediante votación unánime, este selecto jurado escogería a Ingmar Bergman como «el mejor director de cine de todos los tiempos». Y aunque es una perogrullada matizar que «lo mejor» y «lo peor» son conceptos totalmente relativos, pues dependen de una perspectiva influenciada por innumerables factores, no resulta nada baladí, según lo dicho, que el cineasta sueco afirmara en su libro de memorias, La linterna mágica (1987), que:

    «Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso Tarkovski es el más grande de todos. Se mueve con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños; él no explica, y además, ¿qué iba a explicar? Es un visionario que ha conseguido poner en escena sus visiones en el más pesado, pero también en el más solícito, de todos los medios. Yo me he pasado la vida golpeando a la puerta de ese espacio donde él se mueve como pez en el agua».

    La admiración de alguien como Bergman hacia la obra de un realizador con una filmografía realmente exigua –dados sus problemas con las autoridades soviéticas, su perfeccionismo y su prematura muerte de cáncer a los 54 años– expresa, básicamente, lo poderosa, lo inimitable y lo singular que dicha obra es. Porque, una vez traspasa el espectador ese velo del sueño al que alude el director sueco –un velo que sugiere, que evoca, que arrebata–, ya no hay vuelta atrás. Si las películas de Tarkovski parecen tener esa cualidad inefable, simultáneamente cotidiana y alienígena, que le atribuimos a las imágenes que pueblan nuestra mente mientras dormimos, es porque tienen un lirismo extraño, abstracto y descontextualizado que, sin embargo, hunde sus raíces en una inquietante familiaridad, como esos viejos objetos que el uso y el polvo han desgastado hasta hacerlos inútiles y casi irreconocibles, pero que, para sus dueños, contienen significados ocultos y adicionales, que mezclan su configuración primigenia (objetiva) con otra más profunda y compleja (subjetiva), aunque a menudo difícil de precisar o compartir. Son imágenes que no parecen concebidas, sino halladas o reveladas, como surgidas de una sombra proyectada bocabajo sobre un fondo blanco, igual que esa espontánea cámara oscura que Kirill (Ivan Lapikov) descubre sobre la pared del monasterio en Andrei Rublev.

    Por todo ello, los siete largometrajes que configuran íntegramente la trayectoria de Tarkovski –junto a un documental, un mediometraje, dos cortos y un filme perdido– se cuentan entre lo más genial, único y cautivador nunca legado por el conjunto del séptimo arte. Y conviene precisar que ello no significa que esas siete cintas sean todas obras maestras indiscutibles. Pero, en todo caso, incluso en aquellas que evidencian su irregularidad, existen momentos tan excelsos que se les disculpan sus titubeos, muchos de los cuales, es menester señalarlo, no los provoca la incapacidad del autor para expresar lo que quiere, sino problemas con la censura, limitaciones presupuestarias, accidentes de rodaje (v. gr. gran parte del metraje de Stalker se tuvo que rodar de nuevo por un error de revelado), etc. Inserto en la maquinaria del régimen soviético, un creador como él, completamente ajeno a planteamientos políticos –no es que fuera anticomunista, es que esta ideología no tenía cabida en su obra–, tuvo toda su vida que luchar, en el sentido más textual del término, para sacar adelante sus proyectos. Que acabara exiliado en la Europa occidental, de alguna manera fue tan inevitable como traumático, porque, si algo prueban sus dos obras rodadas fuera de Rusia, es que su filmografía es absolutamente indisociable de la nacionalidad que lo vio nacer. De ahí que Nostalgia sea una propuesta bellísima, pero desigual, y que la magnífica Sacrificio parezca un compendio de los temas recurrentes de su carrera rebozados en la estética de Bergman, hasta el punto de que se diría codirigida por ambos autores. El Tarkovski único, inconfundible, excepcional, surge inevitablemente de los paisajes rusos, de su cultura y costumbres, de su historia, de su idiosincrasia apasionada y fatalista. La religión ortodoxa, la pintura y la escultura góticas y renacentistas, la música clásica y las grandes plumas de la novelística rusa decimonónica son el sustrato sobre el que se conforma su producción, aparte de tratarse también de las coordenadas originales de su propia persona. Hijo del eminente poeta Arseni Tarkovski –miembro del denominado «Siglo de Plata» ruso, integrado por nombres de la talla de Osip Mandelstam o Ana Ajmátova–, el divorcio de sus padres y el subsiguiente abandono de Arseni de sus hijos a muy temprana edad propiciaron que, irónicamente, fuera su madre, Maria Ivánova Vishnyakova, una humilde correctora editorial, quien resultara decisiva en el estímulo de su inclinación artística. La influencia femenina –puesto que se crio rodeado de su abuela, su progenitora y su hermana pequeña–, las privaciones en Moscú durante la guerra y los veranos en la dacha de la localidad de Iurevets marcaron su infancia, todo ello explícitamente recogido en El espejo, su obra más autobiográfica y, por eso mismo, la más críptica, ya que la proximidad de lo narrado le impuso una distancia creativa mayor (en sus propias palabras: «La participación interior en cualquier cosa hay que transformarla en formas olímpicamente serenas. Solo así, un artista puede narrar algo sobre las cosas que le conmueven.»).

    Сталкер | Stalker, Andrei Tarkovski.
    Una de las obras maestras de la Historia del Cine.



    «Para alguien asfixiado por la represión dictatorial y la magnificación de la mediocridad burocrática de la URSS, pero que también se sentía agredido por la vulgaridad y la injusticia de la realidad capitalista, el arte –el cine– terminó por devenir su único hogar, un refugio en el que, más allá de narrar una historia o articular metáforas de la existencia, creaba un universo propio, sellado en sí mismo, de una implacable lógica moral y espiritual, donde poder insinuar, o atisbar, un sentido ulterior de la existencia mediante la sugestión sensorial, en un arrebato parecido al rapto místico o a la duermevela».


    Aquí debemos hacer un paréntesis para señalar que el cine, en realidad, no fue ni el único ni el primer amor en el ámbito creativo de Tarkovski, dado que mostró pasión por la música, las artes plásticas, la poesía y la fotografía. Lo cierto es que llegaría al medio expresivo que lo consagró por una senda a la vez directa y tortuosa, ya que, por un lado, no fue hasta los 22 años –edad en la que muchos acaban su formación y se inician en el mercado laboral–, y solamente tras probar suerte estudiando árabe y trabajando de geólogo, que decidió ingresar en el Instituto Estatal de Cinematografía (VGIK), mientras que, por el otro, los seis años que pasó aquí le dieron una elevadísima pericia profesional en el ámbito del guion, la fotografía, la dirección, el sonido, la escenografía y la interpretación, además de amplios conocimientos de la historia del cine, pues los alumnos tenían el privilegio de poder acceder a grandes clásicos del séptimo arte vedados al resto de soviéticos. Tal vez la paradoja de contar con una férrea formación reglada, y al mismo tiempo haber llegado a ella de carambola, explique su fama de meticuloso, obsesivo y controlador, así como la recurrencia de algunos nombres en sus obras –el actor Anatoliy Solonitsyn, el guionista Andrey Konchalovskiy, el músico Eduard Artemev…–, ya que él se fiaba de muy pocos, mientras que muy pocos eran los que querían repetir con él.

    También es posible que esa insobornable unicidad de sus obras responda a ese azaroso acercamiento al cinematógrafo; porque, si bien es verdad que cualquier autor que se precie de tal nombre tiene un universo propio con una serie de constantes reconocibles –da igual que su manera de manifestarlas pueda transformarse–, ello es doblemente cierto en el caso de Tarkovski, quien, a diferencia de directores intuitivos, de raza, antes de haber creado algo ya había reflexionado sobre las cualidades distintivas de la disciplina a la que acabaría por entregar, literalmente, su propia vida (v. gr. buena parte del montaje y el sonido de su película póstuma la hizo desde la cama del hospital donde agonizaba). Sus dos primeras incursiones prácticas en el arte de filmar fueron codirecciones de sendos cortos de la mano de su buen amigo, y futuro cuñado, Aleksander Gordon; pero no sería hasta su tesina de graduación, El violín y la apisonadora (1961), que comprendió todo el potencial que el cine atesoraba. Y, por cierto, fue el primero de sus trabajos reconocido internacionalmente, pues ganó el premio más importante de un festival para estudiantes de escuelas de cine, celebrado en Nueva York.

    Conforme a lo dicho, no sorprenderá a nadie que Tarkovski, además de uno de los grandes creadores del cine, sea asimismo uno de sus grandes ideólogos, gracias a su espléndido libro de teoría fílmica y artística, que linda con el tratado ético y filosófico: Esculpir en el tiempo (1985). Para alguien asfixiado por la represión dictatorial y la magnificación de la mediocridad burocrática de la URSS, pero que también se sentía agredido por la vulgaridad y la injusticia de la realidad capitalista, el arte –el cine– terminó por devenir su único hogar, un refugio en el que, más allá de narrar una historia o articular metáforas de la existencia, creaba un universo propio, sellado en sí mismo, de una implacable lógica moral y espiritual, donde poder insinuar, o atisbar, un sentido ulterior de la existencia mediante la sugestión sensorial, en un arrebato parecido al rapto místico o a la duermevela. No es casualidad que considerara a Robert Bresson y Luis Buñuel dos de sus directores favoritos, a pesar de poseer estilos tan diferentes; como tampoco lo es que cineastas de la talla de Theo Angelopoulos, Béla Tarr, Aleksandr Sokurov o Nuri Bilge Ceylan evidencien el maestrazgo del realizador ruso. Sobre la condición independiente del cinematógrafo, escribe Tarkovski:

    «El principio estético [del cine] consiste en que el hombre, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, había encontrado la posibilidad de fijar de modo inmediato el tiempo, pudiendo reproducirlo (o sea, volviendo a él) todas las veces que quisiera. Con ello el hombre consiguió una matriz del tiempo real […]. La fuerza del cinematógrafo consiste, precisamente, en dejar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia de esa realidad que nos rodea cada día, o incluso cada hora. [….] La naturaleza del cine tiene algo que ver con la necesidad del hombre de apropiarse del mundo. […] ¿Y en qué reside la naturaleza de un arte fílmico propio de un autor? En cierto sentido, se podría decir que es el esculpir en el tiempo. Del mismo modo que un escultor adivina en su interior los contornos de su futura escultura sacando más tarde todo el bloque de mármol, de acuerdo con ese modelo, también el artista cinematográfico aparta del enorme e informe complejo de los hechos vitales todo lo innecesario, conservando solo lo que será un elemento de su futura película, un momento imprescindible de la imagen artística, de la imagen real. Se dice que el cine es el arte de la síntesis, que se basa en la interacción de muchas artes vecinas, como la literatura, el teatro, la pintura, la música, etc. […]. El cine, si es arte, no es sin más una compilación de principios de otras artes vecinas. […] Se trata –lo repito una vez más– del tiempo en forma de hecho. […] El cine tiene que ser libre en la elección de los hechos y en el modo de interrelacionarlos entre sí, hechos que salen de “un bloque de tiempo” de cualquier tamaño y longitud».

    Сталкер | Stalker, Andrei Tarkovski.



    «El minimalismo de la cinta es, de hecho, cosecha propia de Tarkovski; porque, si se conoce la novela que adapta, Pícnic junto al camino (1972), de los hermanos Strugatskiy, tanto la trama como los personajes son muchísimo más variados, hasta el punto de que, de hecho, el largometraje prácticamente conserva del libro sólo «las zonas» (convertida en una única, la Zona) y la figura de los stalkers, dos potentes elementos simbólicos que, en la pieza original, forman parte de un fresco sociológico complejo y variopinto, no como en la película, donde funcionan como los dos polos de atracción temática sobre los que el resto del discurso se articula». 


    Dichos «bloques de tiempo» los asocia el director ruso indistintamente a diversas unidades significantes de la existencia tal como la conocemos, léase la vida de una persona –los protagonistas de La infancia de Iván (1962) y Andrei Rublev (1966)–; los sitios en los que convergen distintos caminos –la estación espacial de Solaris (1972) y la Zona de Stalker (1979)–; una emoción que domina nuestros actos y nos impide actuar según nos dicta nuestra conciencia –la apatía en Nostalgia (1983) y la desesperación en Sacrificio (1986)–, y los recuerdos que modelan la identidad colectiva e individual –El espejo (1975)–. Corazón, cerebro, época, circunstancias y lugar configuran el magma sobre el que forjar el espíritu humano mediante el tiempo que lo limita y lo define (v. gr. «La vida no es otra cosa que un plazo concedido al hombre, en el que puede, y debe, formar su espíritu de acuerdo con las propias ideas sobre las metas de la existencia humana.»).

    No es de extrañar, por tanto, y a pesar de que al propio Tarkovski le fastidiaba enormemente que se le considerara un realizador de género, que hallara en el terreno de la ficción especulativa el vehículo de expresión idóneo para plasmar sus ideas éticas y estéticas; de ahí que incurriera en él hasta tres veces. Porque, sí, aunque se suele considerar a Solaris y Stalker sus dos únicas propuestas en el ámbito sci-fi (seguramente, por tratarse de adaptaciones de conocidas novelas genéricas), una película que habla de la inminencia de la Tercera Guerra Mundial en un contexto distópico como lo hace, abiertamente, Sacrificio es también, qué duda cabe, ciencia ficción.

    En aras de crear esos microcosmos cerrados de los que hablábamos antes, regidos con una lógica interna que puede divergir de la experiencia empírica, pero no por ello resultar menos sólida y coherente, igual que sucede en los sueños, el empleo de situaciones irreales –que no imposibles– logra desubstanciar las coordenadas en las que deambulan los personajes y, de esta manera, se alcanza el propósito de reflejar, y a la vez trascender, lo cotidiano. Y nunca tanto como en el filme que nos ocupa, el más abstracto de los tres mencionados, tan vaciado de peripecia argumental que sus protagonistas carecen de nombre propio; que se encuentra inmensamente condensado espacial y temporalmente hablando, y que se estructura, grosso modo, como una sucesión lineal de escenas de un peligroso camino hacia un destino tan atractivo como incierto. Este minimalismo de la cinta es, de hecho, cosecha propia de Tarkovski; porque, si se conoce la novela que adapta, Pícnic junto al camino (1972), de los hermanos Strugatskiy, tanto la trama como los personajes son muchísimo más variados, hasta el punto de que, de hecho, el largometraje prácticamente conserva del libro sólo «las zonas» (convertida en una única, la Zona) y la figura de los stalkers, dos potentes elementos simbólicos que, en la pieza original, forman parte de un fresco sociológico complejo y variopinto, no como en la película, donde funcionan como los dos polos de atracción temática sobre los que el resto del discurso se articula. Sumémosle a ello la circunstancia de que el guion, «oficialmente» obra de los propios Strugatskiy, pero que Tarkovski alteró tanto que acabó por ser su autor definitivo, adopte la forma más primitiva y elemental de la narración, la del viaje –pensemos en La Odisea o el Poema del Mio Cid–, y tendremos la clave de una obra que deja en un segundo plano la crónica de unos hechos en favor de la creación de atmósferas anímicas y espirituales.

    Сталкер | Stalker, Andrei Tarkovski.



    «Stalker desmenuza las tres actitudes filosóficas básicas ante el misterio de la existencia (la Zona), muchas veces enfrentadas –como veremos según avanza el metraje– pero, en el fondo, complementarias. Y es que imprescindibles son la voluntad y el pragmatismo de la ciencia, empeñada en comprender a base de estudio e inteligencia, y sin la cual seguiríamos en las cavernas; pero también la mirada ética, valiente y poética del artista, que duplica el mundo para asir su esencia inexplicable y mágica, y con ello tratar de resumirlo y perfeccionarlo para sus semejantes; y, por supuesto, no es menos importante la humildad y serenidad del creyente, que, al intuir en todo los designios de un ente superior, extrae lecciones morales de los diversos avatares de la vida».


    ¿Qué es la Zona? ¿Qué es un stalker? Este segundo término, tomado directamente del inglés por los Strugatskiy, en los últimos años se ha puesto muy de moda para calificar a los acosadores cibernéticos. Es un stalker quien acecha algo (generalmente, una presa) desde una cierta actitud pasiva, expectante y escrutadora. Antes de Internet, a menudo se empleaba como sinónimo de buscador, aventurero o cazador. ¿Y en torno a qué «merodean» estos stalkers de Pícnic junto al camino? Pues a la Zona (o zonas), precisamente. El curiosísimo título de la novela, cargado de un humor negro que desde luego no casa con la solemnidad de Tarkovski, especula sobre el hecho de que el evento más traumático experimentado por los seres humanos en toda su historia –una supuesta presencia de extraterrestres en el planeta– pueda deberse, simplemente, a un alto en el camino de los alienígenas para tomar un tentempié y seguir hacia su destino. E igual que las personas no somos conscientes de las consecuencias que los desechos de nuestro pícnic puedan tener en, por ejemplo, la vida de un hormiguero, los visitantes intergalácticos también ignoran los estragos que su estancia ha causado entre nosotros. En aquellos lugares donde se produjo su presencia, denominados «zonas», han quedado objetos que escapan a la comprensión humana y se producen extraños fenómenos que desafían nuestros conocimientos de las leyes físicas. Por eso se trata de sitios restringidos, acordonados por fuerzas militares internacionales, y a los que solamente tienen acceso los científicos. Pronto, no obstante, la curiosidad hacia lo que hay en el interior de las zonas hace emerger todo un mercado negro de tráfico de objetos extraídos de ellas, con lo que surgen los stalkers, mezcla de cazadores furtivos y aventureros fascinados por la visita extraterrestre, que se especializan en acceder ilegalmente a las zonas para saquearlas y abastecer así esa insensata demanda. Ser un stalker es un oficio de alto riesgo, no solo porque es fácil acabar en prisión al estar violando sistemáticamente la ley, sino, sobre todo, porque las zonas son terriblemente peligrosas, con lo que a menudo mueren en ellas; y si son tan afortunados de sobrevivir, la exposición continua a los efectos de esos lugares tiene consecuencias imprevisibles sobre la salud de quien los visita y sobre la de sus personas más próximas.

    En la adaptación que analizamos, como ya hemos comentado, hay solamente una Zona; ubicada en un paraje campestre casi deshabitado, en ningún momento se precisa geográficamente donde se halla, una vaguedad extensible a todo el resto de instancias del discurso. Los stalkers aquí tienen poco –o más bien nada– de ávidos cazafortunas, puesto que, pese a cobrar por sus servicios (precisaremos enseguida cuáles son), es tan elevado el riesgo al que se someten que terminan por actuar más por convicción que por dinero. Devenir stalker no es tanto un asunto de buscarse la vida, sino de vocación: el stalker, de alguna manera, nace siéndolo, y no puede evitar sentir esa llamada de la Zona. De ahí que, al contrario de Red, el protagonista de Pícnic junto al camino, el anónimo stalker del filme (Aleksandr Kaydanovskiy), pese a la valentía que conlleva su profesión, carece de rasgos heroicos o románticos: es un tipo feúcho, taciturno y agobiado, y se diría que no demasiado inteligente, tan fanáticamente obsesionado con su trabajo que carga con un inmenso patetismo a cuestas, puesto que, a su juicio, la Zona atesora las respuestas a todas las preguntas que los seres humanos nos hacemos, por lo que es incapaz de entender por qué el resto de mortales no se sienten tan profundamente atraídos por ese lugar como él. La metáfora es pronto palpable: un stalker es un hombre de fe. ¿Y qué es lo que dicha fe le da? La cinta empieza con su cotidianeidad y se cierra con ella, y vemos que vive en una casa muy miserable, sin apenas comodidades básicas, sometida al traqueteo y al ruido incesante de la estación de tren cercana, con una hija tullida (nació sin pies) y una esposa deprimida por las privaciones y desesperada por el peligro que asume regularmente su marido. Su fe, por tanto, no se ve recompensada; sus creencias solamente son fuente de soledad y sufrimiento.

    Por si tuviéramos alguna duda de por dónde van los tiros de Stalker, cuando el protagonista sale para una nueva «jornada de trabajo», se reúne con dos hombres en un bar: son quienes han contratado sus servicios, que en el filme no son los de saqueador, sino los de guía, ya que el stalker les introducirá en la Zona sin que las autoridades les detengan y se asegurará de que salgan con vida de ella. Sin embargo, como lo que están haciendo es acceder a un sitio vedado por ley, acuerdan no dar nombres de pila, y por tanto sus acompañantes serán conocidos solo por sus motes: el Escritor (Anatoliy Solonitsyn) y el Profesor (Nikolay Grinko). Vaya, como si estuviéramos ante una especie de chiste: «Entran en un bar un cura, un artista y un científico, y…». Este nivel de imprecisión, empero, no es gratuito, porque no tardaremos en advertir que Stalker desmenuza las tres actitudes filosóficas básicas ante el misterio de la existencia (la Zona), muchas veces enfrentadas –como veremos según avanza el metraje– pero, en el fondo, complementarias. Y es que imprescindibles son la voluntad y el pragmatismo de la ciencia, empeñada en comprender a base de estudio e inteligencia, y sin la cual seguiríamos en las cavernas; pero también la mirada ética, valiente y poética del artista, que duplica el mundo para asir su esencia inexplicable y mágica, y con ello tratar de resumirlo y perfeccionarlo para sus semejantes; y, por supuesto, no es menos importante la humildad y serenidad del creyente, que, al intuir en todo los designios de un ente superior, extrae lecciones morales de los diversos avatares de la vida.

    Сталкер | Stalker, Andrei Tarkovski.



    «La presencia del corpus de imágenes que recorre toda la filmografía de Tarkovski contribuye a reforzar esa sensación de sempiterna reiteración. Pese a ello, en esas secuencias que inciden de nuevo en lo que ya hemos visto, todo es absolutamente distinto; y no solo porque nuestra perspectiva condiciona cuanto observamos (y, en este caso, tenemos nuevos datos), sino porque el encuadre, la luz, la fotografía… se delectan en elementos diferentes a los que antes habían destacado y, de esta forma, nos descubren una realidad más rica y compleja». 


    Dicho así, qué idílico parece este triunvirato; pero el Escritor, el Profesor y el Stalker no dejan de ser, asimismo, seres humanos concretos y, como tales, no se ajustan a sus propias etiquetas; o por decirlo mejor, a sus propias aspiraciones. Lo que debería ser la fuerza del Stalker (su fe) se constituye en su debilidad, pues lo llena de dudas, lo margina y lo hace objeto de las burlas del mundo entero; el Escritor es egoísta y superficial, aparte de un cínico de tomo y lomo, pero la continua temeridad de la que hace gala, al desobedecer varias veces los consejos del Stalker para transitar por la Zona, no es fruto de su descreimiento sino de un íntimo tormento; y en cuanto al Profesor, yendo en contra del abecé del método científico, ni investiga ni trata de comprender, sino que su propósito ulterior es el de detonar una bomba en la Habitación de los Deseos, epicentro de la Zona, que recibe este nombre porque, según se dice, quien entra en ella logra que se le conceda cualquier deseo que anide en su alma.

    Si los personajes quedan reducidos a sus características psicológicas, la acción es apenas inexistente; aparte de ese prólogo y ese epílogo, ya aludidos, sobre el devenir diario del Stalker, la cinta se limita a narrar el camino de ida de esos tres desconocidos hasta la Habitación de los Deseos; un camino con una primera fase, que consiste en atravesar el cerco que separa la Zona de la ciudad empleando dos medios de transporte –un Land Rover y una vagoneta de tren–, y una segunda, ya en la Zona, en la que, siempre a pie, el Escritor y el Profesor avanzarán siguiendo los pasos del Stalker para llegar, tras mucho esfuerzo y peligro, a la Habitación de los Deseos. Concluido su arduo periplo ante el umbral de la misma, su retorno es narrado en elipsis, con los tres hombres nuevamente sentados en el bar donde se reunieron por primera vez.

    Como se ve, el largometraje se encuentra estructurado sobre una serie de circularidades, pues se abre y se cierra con el día a día del Stalker, mientras que los tres protagonistas se conocen y juntan en un bar, y se despiden y separan en el mismo local. Asimismo, la presencia del corpus de imágenes que recorre toda la filmografía de Tarkovski –la lluvia, los objetos sumergidos en agua, el limo, el bosque, los perros, los reflejos en charcos o en espejos…– contribuye a reforzar esa sensación de sempiterna reiteración. Pese a ello, en esas secuencias que inciden de nuevo en lo que ya hemos visto, todo es absolutamente distinto; y no solo porque nuestra perspectiva condiciona cuanto observamos (y, en este caso, tenemos nuevos datos), sino porque el encuadre, la luz, la fotografía… se delectan en elementos diferentes a los que antes habían destacado y, de esta forma, nos descubren una realidad más rica y compleja de lo que habíamos creído. Si tomamos, por ejemplo, sendas reuniones en el bar de los tres protagonistas, lo que ambas transmiten no puede ser más distinto: en la primera es obvio, por los gestos y ademanes del Stalker, que no escucha la conversación de sus acompañantes, mientras que el Escritor no cesa de parlotear e incomodar al Profesor, que apenas le da réplica. En la segunda, en cambio, se les encuadra en un plano general, en silencio en torno a la misma mesa, con el Stalker dando de comer al perro que le ha seguido y sus dos compañeros contemplando sus vasos con actitud de recogimiento, hasta que, de pronto, los tres miran al fuera de campo (en dirección a la cámara) como si reprodujeran el icono de «La Trinidad» (1425) de Andrei Rublev. De hecho, el elemento trino tiene una importancia capital en Stalker –por ejemplo, los tres vasos que protagonizan la secuencia final–, sin duda inspirado por la doctrina ortodoxa, pero del cual tampoco hay que hacer traslaciones directas, sino que se trata de una parte más del delicado entramado visual de la propuesta, igual que esa falaz circularidad; son como notas repetidas en el seno de una infinita sinfonía, constantes plásticas que articulan una iconografía, ondulaciones similares sobre un agua siempre en movimiento, siempre distinta.

    Сталкер | Stalker, Andrei Tarkovski.


    «La peripecia mínima sobre la que se cimienta Stalker está encaminada hacia esa catarsis final: hacia ese instante en el que la pantalla, efectivamente, se convierte en un espacio privilegiado de revelación trascendental gracias a la calculada sugestión sensorial, que se obtiene de la superposición, que no de la acumulación o fusión, de palabras, imágenes, sonidos y música, cual si estuviéramos ante un palimpsesto que se aleja, de esta guisa, tanto de la simple mímesis como del ceremonial artístico-religioso, para devenir, finalmente, una suerte de cámara mistérica, de Telesterion eleusino».


    En esta línea, no es difícil comprender el peculiar empleo que hace la pieza de la magnífica fotografía de Aleksandr Knyazhinskiy, que, a grandes rasgos, se divide entre un monocromo sepia en alto contraste, aplicado a la vida «normal», la que transcurre fuera de la Zona, que parece un páramo de construcciones industriales y óxido, y el color, reservado a su interior. Afortunadamente, Tarkovski no se limita a hacer una distinción simplista entre ambos espacios, al estilo de El mago de Oz (1939) de Victor Flemming, sino que en la Zona, los tres peregrinos vivirán también momentos dominados por el sepia, mientras que el desenlace de la obra, en el sombrío hogar del Stalker, es descrito a todo color. ¿Qué sentido tiene, pues, esta alternancia cromática si indistintamente se produce en la Zona y fuera de ella? La respuesta es más simple de lo que parece si partimos de la posición diegética correcta. Porque el uso de la monocromía sepia o del color no determina una configuración espacial de lo que sucede en pantalla, sino mental y espiritual. Por eso desaparece el color, por ejemplo, cuando hace acto de presencia el misterioso perro en la Zona, en un momento en el que se describe un sueño del Stalker; y por eso la extraordinaria revelación con la que concluye la película impone forzosamente el color. Todo ello enlaza con la concepción que el realizador tiene del signo fílmico, esto es, un constructo más próximo a la poesía y a la música que al teatro, que simultáneamente es creado por el artista y el receptor. Como espectadores acostumbrados a situarnos fuera del discurso en una cómoda posición voyerista, asumimos que cualquier marca visual releva una significación objetiva y unívoca de las imágenes; en la obra de Tarkovski, ello no es así. Esas diferencias de tonalidad o, más claramente aún, la ruptura de la cuarta pared del conmovedor discurso de la esposa del Stalker (Alisa Freyndlikh), perfilan una realidad en la que el público va paulatinamente adquiriendo un rol activo en la historia, hasta devenir el protagonista último de la misma. Esa es la razón por la que sea él, y sólo él, el destinatario de esa sublime escena final, cuando la hija del Stalker (Natalya Abramova) se descubre como la depositaria efectiva de todas las esperanzas de su padre: de las esperanzas del futuro de la humanidad. La timidez de la niña y su condición de freak pergeñada por las frecuentes incursiones de su progenitor en la Zona ocultan a los demás su potencial; y el hecho de vivir en una casa tan cercana a las vías del ferrocarril subsume lo «milagroso» en el movimiento perfectamente común de los objetos de la vivienda al cruzar el tren, un efecto de ambigüedad al que contribuye la circunstancia de que la secuencia donde la casa del Stalker nos ha sido presentada se abría con un vaso moviéndose a causa del paso del tren. En todo caso, los minutos que separan el lejano pitido del ferrocarril, que se acerca, cuando todo está quieto salvo por un selectivo desplazamiento, y el traqueteo generalizado del hogar cuando aquel efectivamente pasa, no dejan lugar a dudas: el stalker que da título al filme, ese ser humano que contempla con atención una realidad en busca de respuestas, no es otro que el propio espectador.

    En este sentido, la peripecia mínima sobre la que se cimienta Stalker está encaminada hacia esa catarsis final: hacia ese instante en el que la pantalla, efectivamente, se convierte en un espacio privilegiado de revelación trascendental gracias a la calculada sugestión sensorial, que se obtiene de la superposición, que no de la acumulación o fusión, de palabras, imágenes, sonidos y música, cual si estuviéramos ante un palimpsesto que se aleja, de esta guisa, tanto de la simple mímesis como del ceremonial artístico-religioso, para devenir, finalmente, una suerte de cámara mistérica, de Telesterion eleusino. Ello explica el ritmo pausado y confuso –onírico– de sus secuencias; la longitud y amplitud de sus planos, que rehúyen el montaje en corto y los contraplanos, mientras que, a la preponderancia del estatismo, se le contraponen suaves zums y leves movimientos de cámara; la enjundia y artificiosidad de los diálogos que comparten el Escritor, el Profesor y el Stalker –pequeños tratados de ética, arte y filosofía al estilo platónico–; la cita directa a materiales literarios (poemas de Tarkovski padre o Tiuchev, fragmentos de la Biblia…), o la descarnadura hasta lo mínimamente esencial a la que somete el argumento, los personajes y el entorno.

    Consideremos que, en un mundo a priori tan claramente dividido en dos, lo que distingue sobre todo a la Zona de la localidad desde la que parten los tres exploradores no es tanto ese efecto fotográfico comentado, sino la naturaleza y la quietud. Siendo como es un sitio plagado de amenazas, la Zona no es en absoluto siniestra: ni siquiera cuando se nos muestran los cuerpos calcinados y abrazados de quienes murieron tratando de recorrerla o cuando acceden al punto más ominoso de la misma, la Picadora de Carne, un túnel denominado así por la cantidad de gente que ha sido despedazada intentando cruzarlo. Y es que, igual que otras huellas de la presencia humana, como las casas abandonadas, los vehículos herrumbrosos o los objetos perdidos que se reúnen en insólitas naturalezas muertas en el fondo de accidentales estanques, esos cadáveres parecen formar parte constituyente y orgánica de ese paisaje calmado, casi bucólico, de la Zona, donde predominan las plantas, las flores y los árboles, la vastedad y el silencio («Qué tranquilo es todo aquí», comenta el Stalker, «es el lugar más tranquilo del mundo».). En la ciudad de origen de los protagonistas, el ruido no cesa, los encuadres suelen encontrarse saturados de cosas y/o de personas y el espacio es casi siempre reducido u opresivo, cuando no frío, decadente u hostil. ¿Cómo puede ser que la Zona, en la que moverse en línea recta es imposible, en la que aparecen elementos tan antinaturales como un desierto en los sótanos de un edificio y en la que tantos han muerto de manera inexplicable y trágica, parezca más acogedora que el mundo corriente? Pues porque allí los tres personajes centrales interactúan unos con otros, sin la distracción de los condicionantes del entorno ni las máscaras sociales que cada uno ha adoptado, y se apoyan y velan por la supervivencia del resto, y encaran juntos el misterio y el riesgo incluso cuando se pelean. La ruptura de la rutina, el encuentro con la alteridad y la superación de la propia soledad con la conversión de la experiencia cotidiana en una «experiencia moral» se produce a través de ese tiempo compartido y despojado de lo superfluo que tanto se parece a la filosofía de Humberto Gianinni, verbigracia:

    «Domina en el alma contemporánea un sentimiento de desolación: la experiencia de que el prójimo aparece en “mi” vida más para verificar mi soledad que para suprimirla. […] Experiencia de un desierto no buscado […]; de una convivencia desolada (deserta) en que todo es tangencial, difícilmente convergente; encuentro ilusorio de vidas que permanecen, en el fondo, inconmensurables: cada cual en, y hacia lo suyo propio. Esta y no otra es la experiencia de la soledad. […] Se trata en verdad de buscar una experiencia en que converjan las temporalidades disgregadas de nuestras existencias. Búsqueda de una experiencia común, o lo que es lo mismo: de un tiempo realmente común

    Сталкер | Stalker, Andrei Tarkovski.


    «Al final, queda reducida la Habitación de los Deseos a la posible realización de todo lo que ansiamos, más que a la realización efectiva en sí. Esa es la relación, en última instancia, que mantenemos con lo divino, y no nos queda otra que aceptarla tal cual es».


    Recordemos que, aunque al principio no lo parezca, ninguno de los tres personajes se ha adentrado en la Zona por motivos egoístas: el Profesor quiere destruir la Habitación de los Deseos para que no caiga un poder tan inconmensurable en malas manos, con lo que sacrifica su consustancial curiosidad científica; el Escritor quiere recuperar la inocencia perdida y dejar de hacer obras vacías, no para conseguir el aplauso ajeno, del que ya goza masivamente, sino para crear algo que les sea realmente útil y relevante a sus lectores; y, sobre decirlo, el Stalker pretende mostrar a quienes guía «la verdad» que reside en la Zona. El periplo por ese sitio tocado por criaturas «superiores» termina siendo, paradójicamente, el único espacio que propicia la comunicación honesta entre los seres humanos; en cambio, más allá de una constante amenaza de muerte (no en vano, casi exclusivamente reflejada en el temor y las palabras de advertencia del Stalker), la presencia suprahumana en la Zona se manifiesta, apenas, con el perro aparecido misteriosamente de la nada, en un sitio en el que los animales no pueden sobrevivir durante mucho tiempo, y con la Habitación de los Deseos.

    Respecto al primero, el perro aparece en la Zona durante un sueño del Stalker y, desde entonces, siempre se vincula a él, hasta el punto de que el protagonista se lo lleva al «otro lado» y pasa así a formar parte de su familia; de hecho, junto al público, es el único que, alborozado, asiste a la soberbia escena que cierra el metraje. Si a ello le sumamos que, tradicionalmente, este animal está asociado a la idea de fidelidad, aquí se convierte en emblema de la fe pura, sin dudas, sin desesperación: una especie de refuerzo anímico que tal vez le ha dado la Zona al Stalker para que no abandone su cometido.

    En cuanto a la Habitación de los Deseos, ¿qué es en realidad esta estancia? Adaptación de la Esfera Dorada del libro, un artilugio que, se supone, convierte los deseos en realidad, un Red retirado saldrá a buscarla en su última incursión a una de las zonas. Que en Stalker se trate de un espacio, y por tanto imposible de transportar, convierte la idea de la lámpara mágica extraterrestre en mucho más; y a diferencia de la novela, aquí lo importante no es lo que se desea, sino la actitud que se adopta ante la propia habitación (¿ante Dios?). En el interior de una construcción en ruinas, ese destartalado cuarto, continuamente anegado por una fina capa de agua –emblema de lo divino en Tarkovski–, que proviene de tuberías defectuosas o de colosales filtraciones (o de ambas), se alza calladamente, entre el ruido del goteo y la oscuridad, convertido en una entidad casi viva; primero, porque la misteriosa llamada que suena preguntando por un número equivocado es lo que causa que el Profesor revele sus verdaderas intenciones –como si la habitación estuviera «defendiéndose» al exponerle–, y segundo, porque será un plano «subjetivo» y sostenido desde dentro del espacio del cuarto el que recogerá las digresiones de los tres hombres, agotados tras discutirse acaloradamente y acurrucados en el suelo espalda contra espalda, convertidos así, una vez más, en una suerte de figura trinitaria. Tanta tensión acumulada, tanto sufrimiento, para que, al final, ninguno quiera entrar en la habitación: el Stalker, porque, como hombre de fe, su función no es pedir nada para sí, sino asegurarse de que los otros lo hagan; el Escritor, porque teme a su subconsciente, a lo que la habitación pueda concederle si ahonda en él; el Profesor, porque comprende que las personas son mucho más prosaicas y egoístas a la hora de pedir algo: dinero, fama, mujeres… La inoperancia de cada uno resulta muy esclarecedora: esa habitación concede deseos porque así lo dice la leyenda, pero, ¿qué hay de cierto, realmente, en ello? ¿Qué pruebas tenemos de dicho poder? ¿La historia de Puercoespín, que es narrada por alguien especialista en contar cuentos, el Escritor, y que refleja de manera evidente sus propios miedos? ¿El ciego convencimiento del Stalker? Para el Profesor, se hace evidente que nada objetivo indica el carácter mágico de la pieza y por ello desiste, no tan solo de destruirla, sino de prestarle atención (o dicho de otra forma: en tanto científico, sabe que nada prueba la existencia de Dios, y por tanto recluye esa idea a un ámbito ajeno al suyo). En cuanto al Escritor, lo cierto es que necesita de su propio tormento, de esa escisión interna entre quien es y quien le gustaría ser, para crear arte. Si realmente conociera todas las respuestas y alcanzara la perfección, lo último que haría sería ponerse a escribir. Y, por lo que respecta al Stalker, si entrara en la estancia y esta no le concediera deseo alguno, su vida carecería de sentido. Como auténtico creyente, se define por ese mismo acto, el de creer, por tanto las hipotéticas pruebas de su fe van en contra de la esencia misma de su persona. Cuando el protagonista se encara al Profesor para evitar que accione la bomba, le dice que no sabe la atrocidad que va a cometer, que va a destruir «la esperanza». Y al final, a eso mismo queda reducida la Habitación de los Deseos: a la posible realización de todo lo que ansiamos, más que a la realización efectiva en sí. Esa es la relación, en última instancia, que mantenemos con lo divino, y no nos queda otra que aceptarla tal cual es (o como concluyó Tarkovski en sus diarios: «El filme [Stalker] trata de la existencia de Dios en el hombre y sobre la muerte de la espiritualidad que resulta de la posesión de un falso conocimiento.»).

    Сталкер | Stalker, Andrei Tarkovski.


    «Para Tarkovski es infinitamente más importante saber cómo afrontar nuestra consciencia de la propia mortalidad que conocer el origen (o el final) de la vida. Lo milagroso, así, no radica tanto en el porqué de la existencia, sino en el cómo. Asimilada nuestra transitoriedad, que nos impone esa obligación de vivir nuestras vidas del mejor modo posible, es decir, no solo con ética, sino también apurando los dones que potencialmente atesoramos, el realizador ruso asume una visión filosófica que casa con los planteamientos existencialistas y se halla directamente emparentada con su admiradísimo Dostoievski».


    En resumidas cuentas, el quinto largometraje de Andrei Tarkovski es una de las cumbres artísticas, ya no del cine, sino de toda la historia de la humanidad; una creación tan radicalmente original y fascinante que logra la imposible hazaña de amalgamar lo inconsciente con lo racional, lo lírico con lo filosófico, lo pictórico con lo teatral. Cimentada en un férreo sentido moral, que se despliega mediante imágenes de una poesía tan magnética como esencialista, Stalker restituye al cinematógrafo, de manera magistral, toda su potencialidad primitiva: la de sugerir, imaginar, maravillarse. Tengamos en cuenta que, si bien la pieza suele considerarse como una obra emblemática de la hard science fiction, en el sentido de que no se trata de una space opera escapista, el nivel de abstracción en el que se mueve es tan elevado, pero al mismo tiempo se apega tanto a una realidad humana, que, siendo puntillosos, poco o nada hay de científico en lo que se narra. Haciéndose eco de la archifamosa Tercera Ley de Clarke, efectivamente es tan avanzada la tecnología de esos alienígenas que visitaron la Tierra que, a efectos prácticos, resulta del todo indistinguible de la magia. O, más exactamente, de los milagros. Es esta circunstancia, justamente, lo que permite al director soviético insertar los motivos temáticos y visuales propios de su obra, razón por la cual, pongamos por caso, los protagonistas de Stalker y Andrei Rublev tienen notables puntos de contacto, habida cuenta de que ambos se muestran irrenunciablemente responsables de sus actos y mantienen sus convicciones ante quienes les rodean, no importa lo que ello implique, por mucho que una de las cintas sea una ficción especulativa y, la otra, una biografía de un personaje histórico; dos géneros que, sobre el papel, se hallan absolutamente alejados el uno del otro. «En cierto modo», dice Tarkovski, «todas mis películas tratan este tema: que los hombres no están malviviendo, solitarios y abandonados, en un universo vacío, sino que, con incontables lazos, están unidos con el pasado y el futuro. Que toda persona puede, por ello, enlazar su destino con el del mundo y la humanidad.

    Pero esa esperanza de dar a la vida y a la actuación de cada persona un significado consciente, también aumenta de modo extraordinario la responsabilidad del individuo por la marcha de la vida en nuestro planeta». El tiempo forja nuestra memoria y nos hace quienes somos, individual y colectivamente: es el gran punto de unión de la humanidad, así como el campo de batalla del cine; la dilatación del ritmo en Stalker responde a esta indagación en la materia prima que conforma a las personas. En la desnuda realidad de la Zona, los comportamientos de los tres hombres se ven magnificados mediante la reducción de sus coordenadas vitales y la delectación en el detalle, igual que el ambiente bello pero inhumano que les rodea; las imágenes se vuelven enigmáticas e hipnóticas, como inmersiones en el subconsciente de ese anima mundi que la incursión venida del espacio también se encargó de magnificar. Y ante esta lente de aumento, dos cosas quedan claras: que existe algo, inefable y vedado a nuestros sentidos, que debemos tratar de descubrir, más allá de, como escribió Borges, «los métodos del realismo, género artificial si los hay»; y que aquello que conforma la esencia del buen vivir es saber hacerlo en compañía. La ontología deviene ética, pues el director concibe la esencia misma del arte como un «reconocimiento de la propia dependencia de otros hombres. Es una confesión. Un acto inconsciente, que refleja el verdadero sentido de la vida: el amor y el sacrificio». Y en verdad, de ambos hay a raudales en Stalker, pues la infelicidad continua que le produce al protagonista su oficio no le hace renunciar a él; igual que es incondicional el amor de su esposa, quien no se plantea abandonarle pese al oprobio y las desgracias que estar a su lado le han traído.

    Aunque la nota de esperanza que cierra el relato al son de la «Sinfonía n.º 9» de Beethoven sea de origen supranatural, lo cierto es que el filme rehúye a propósito grandes explicaciones sobrehumanas de la existencia –en las antípodas del monolito de 2001: Una odisea del espacio (1968)–, pues para el autor es infinitamente más importante saber cómo afrontar nuestra consciencia de la propia mortalidad que conocer el origen (o el final) de la vida. Lo milagroso, así, no radica tanto en el porqué de la existencia, sino en el cómo. Asimilada nuestra transitoriedad, que nos impone esa obligación de vivir nuestras vidas del mejor modo posible, es decir, no solo con ética, sino también apurando los dones que potencialmente atesoramos, el realizador ruso asume una visión filosófica que casa con los planteamientos existencialistas y se halla directamente emparentada con su admiradísimo Dostoievski. El fragmento del Tao Te King citado en la película ilustra claramente la voluntad de hacer de su héroe, minúsculo en cuanto a su intelecto o su estatus social en comparación a los dos hombres que ha guiado, un gigante: «La debilidad es una gran cosa, y la fuerza no es nada. […] Cuando un árbol está creciendo, es tierno y flexible. Pero cuando está seco y duro, muere. La dureza y la fuerza son compañeras de la muerte. La flexibilidad y la debilidad indican la frescura del ser. Por eso, nunca triunfará lo que se endurece». Como el agua, como los niños, como los locos –el Domenico (Erland Josephson) de Nostalgia, el príncipe Mishkin de El idiota (1869)…–, el Stalker, un «perdedor» a los ojos del mundo, es, no obstante, invencible en su altruista voluntad de servir a los demás, por mucho que de ello solo obtenga dolor e ingratitud: o precisamente. Al menos, e igual que le sucede al protagonista de Sacrificio, Tarkovski jamás permite que su sufrimiento sea en vano; figura cristológica, padece para «salvar» a sus semejantes, pero el futuro, en forma de su hija, le recompensará por ello. O en los elocuentes versos de otro ilustre demente, Friedrich Hölderlin (o mejor dicho, de su escisión esquizofrénica, Scardanelli):

    «La vida es la tarea del hombre en este mundo,
    Y así como los años pasan, así como los tiempos hacia lo más alto avanzan,
    Así como el cambio existe, así
    En el paso de los años se alcanza la permanencia;
    La perfección se logra en esta vida
    Acomodándose a ella la noble ambición de los hombres».


    Elisenda N. Frisach |
    © Revista EAM / Barcelona


    Decimoséptima y última entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.

    Bibliografía
    ▪ Bergman, Ingmar. La linterna mágica, Tusquets Editores, 2015
    ▪ Capanna, Pablo. Andrei Tarkovski: El ícono y la pantalla, Ediciones de la Flor, 2003
    ▪ Le Fanu, Mark. «Stalker: Meaning and Making», On Film, The Criterion Collection, 2017
    ▪ Giannini, Humberto. La reflexión cotidiana: Hacia una arqueología de la experiencia, Editorial Universitaria, 1987
    ▪ Mengs, Antonio. Stalker, de Andrei Tarkovski, Ed. RIALP Libros de Cine, 2004
    ▪ Tarkovski, Andrei. Esculpir en el tiempo, Ed. RIALP Libros de Cine, 2006
    ▪ Tarkovski, Andrei. Martirologio: Diarios, Ed. Sígueme, 2011

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