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    Crítica | Waiting for the Barbarians

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    Crítica ★★☆☆☆ de «Waiting for the Barbarians», de Ciro Guerra.

    Italia, 2019. Título original: «Waiting for the Barbarians». Director: Ciro Guerra. Guion: J.M. Coetzee. Productor: Iervolino Entertainment (Michael Fitzgerald, Olga Segura, Monika Bacardi, Andrea Iervolino). Música: Giampiero Ambrosi. Dirección de fotografía: Chris Menges. Montaje: Jacopo Quadri. Diseño de producción: Domenico Sica, Crispian Sallis. Vestuario: Carlo Poggioli. Intérpretes: Mark Rylance, Johnny Depp, Robert Pattinson, Gana Bayarsaikhan, Greta Scacchi. Duración: 112 minutos.

    Imperialismo, construcción de la alteridad, escalas de poder deshumanizadoras: lo malo nunca muere y, así, los temas centrales de la novela del sudafricano J.M. Coetzee se han mantenido relevantes casi cuarenta años después de su publicación. «Tocaba», pues, que de la mano de un director tan interesado en el proceso colonial como es Ciro Guerra, llegase una adaptación a la gran pantalla, que no solo fuese carne de festival sino que también preparase tanto al realizador como a su gran estrella, Johnny Depp (el protagónico Mark Rylance, por desgracia, es algo menos relevante), para una fulgurante carrera hacia los Oscars. De momento, lo tienen todo para llegar a alguna estatuilla festivalera: buenos actores, un guion adaptado por el mismo autor de la novela, algunos temas-importantes-para-todos-los públicos, e incluso un outsider dirigiendo (en la lengua franca, el inglés). La obra «progre» perfecta. Ahora, solo falta que sea interesante.

    Un magistrado sin nombre (Rylance) regenta un pequeño pueblo en la frontera desértica de un imperio (también) sin nombre, gobernando dócilmente y sin entrometerse con los habitantes del desierto, los nómadas a los que llaman «bárbaros». Sin embargo, con la llegada del coronel Joll (Depp), un excéntrico enviado del Gobierno central cuya misión es informar de las condiciones de seguridad en la frontera, todo cambia. Joll decide capturar e interrogar brutalmente a unos bárbaros, entre los cuales se incluye una joven (Gana Bayarsaikhan), el demacrado estado de la cual causará una crisis de conciencia al magistrado. Decidido a mantener la paz, el tipo se convertirá en el único muro protector entre los bárbaros y los soldados imperiales (Robert Pattinson incluido) que cada vez más frecuentan su ciudad.

    Sin necesidad alguna de sentarse en un cine, una lectura rápida de esta sinopsis nos da todos los elementos necesarios para elaborar un mensaje aceptable alrededor de unos temas muy concretos sin rebanar mucho nuestra capacidad interpretativa o, incluso, sin cuestionar si acaso la historia cae en las mismas problemáticas que pretende denunciar. Pura comidilla para los críticos, o eso parecería. Pasa, sin embargo, que aguantar casi dos horas con solo lugares comunes es una tarea ardua, incluso para aquellos que compran las películas «de tesis» sin rechistar demasiado. Efectivamente, no queda mucha carne en los huesos de la cinta de Coetzee y Guerra: en ella, solo la oscuridad vela los espacios en blanco entre los tropos clásicos de la narrativa mesiánica (dos pueblos enfrentados por gobiernos fantasmales y un individuo íntegro –el «One Just Man» que es Rylance– destinado a sacrificarse para preservar el orden moral de las cosas).

    Tampoco se atisba preocupación por llenar los vasos temáticos sobre «la alteridad» con algo de sangre: la creación de un enemigo externo para unir y subyugar (vayan apuntando), la necesidad de erigir a mártires que subsanen nuestra pobre mala conciencia e incluso las nefastas consecuencias de una colonización de la que ni siquiera tomamos partido. Aun así, debemos mencionar el gran trabajo del diseñador de vestuario Carlo Poggioli, que logra coser un maravilloso patchwork de los trazos más identificables de la moda fascista. Un estilo que, sin embargo, no encuentra quien lo vista en propiedad. Ahí va, ¿para qué crear unos villanos con algo de profundidad o, por lo menos, rasgos que vayan más allá de lo que «nazi» despierta en nuestro imaginario hoy día? Será por la ya muy trillada teoría alrededor de la deshumanización ligada a la escala de poder militar (ese «Tengo órdenes que cumplir» que suena más a estribillo pop que a justificación real), pero los «malos de la película» guardan una semejanza insólita con los espantapájaros que guardan la fortaleza amurallada. Ni la elección en el reparto sorprende: Depp, aka «Mr. Excéntrico (y poco más)» –por lo que cuenta Amber Head, un monstruo también fuera de las pantallas–; Rylance, que parece pedir a gritos un papel secundario; y Pattinson, cuyo papel, en la sombra de Depp, no deja mucho espacio para el lucimiento actoral.

    «En Waiting for the Barbarians hay una disonancia de base que se traduce en una auténtica crisis de imaginario; será por las proporciones del proyecto (elenco estelar inclusive), o por el reparto de la autoría con Coetzee, pero hay una evidente contención en la forma que envuelve esta supuesta cinta de izquierdas a la vez que cae constantemente en un discurso bañado por el conservadurismo (cinematográfico) del que quería huir».


    Tras el sufrimiento que los soldados imperiales dejan, sobreviven las truculentas imágenes de huellas ensangrentadas y cuencas vaciadas (hay ojos, ojos por todas partes), como imagen de un sufrimiento al que no se puede acceder directamente. Queda claro que Coetzee y Guerra necesitan de la metáfora (digerible, eficaz) como el aire que respiran, incluso si ello significa sacrificar el poderío visual que Guerra ya demostró en sus dos anteriores propuestas y que podía haber hecho maravillas en su paso por el desierto. Una metáfora, como diría Núria Bou, «para el tonto de la última fila». Así, el viaje por la arena queda relegado a parte del segundo acto de una película mucho más interesada en explicarse que en trabajar sobre el potencial que las dunas y sus mitos pueden ofrecer al espectador occidental; lo cual es una decisión aceptable pero estéril a la hora de imprimir un carácter definido y memorable al mundo que se dibuja. Sin embargo, algo parecido sucede cuando Guerra observa la sociedad que convive dentro de las murallas de la ciudad: ese es un exotismo al que se le ven las costuras, un mundo arabicoide low-cost donde todo el mundo habla en inglés y que muestra su occidentalidad desvergonzada cuando es contrapuesto a «los otros», los «bárbaros», que literalmente son: mongolos.

    Lo que una puede deducir de esta pobre paleta cultural es que hay nulo interés en revestir al pueblo de características que pudieran poner en contexto, o incluso en duda, los actos de ese «Hombre Justo» que es el magistrado. Solo él es el protagonista indiscutible, y solamente él encarnará las buenas acciones que el hombre puede tomar ante la injusticia. Eso, en términos del documentalista Adam Curtis, es un concepto muy deudor de la época en que se escribió la novela (1980): después del fracaso de las grandes revoluciones de los 60, la frustración ante la imposibilidad de tirar adelante un proceso colectivo de cambio forjó una nueva idea de revolución. Era la revolución de la self-expression, aquella que creía que la mejora social vendría solamente con la propia mejora de uno mismo, dejando la idea de pueblo como una masa descerebrada y controlable. También así aparece reflejado en la película, donde la multitud aplaude la tortura del magistrado –un Buen Gobernador–, encendida por el discurso populista y falaz de los cabecillas del ejército. Una decisión que apela a ese maravilloso maniqueísmo de la turba (plano de niño inocente incluido), desinteresado absolutamente de las razones tras la revuelta social mientras divide la responsabilidad de las graves consecuencias poscoloniales (el sugerente plano final) entre militares y civiles, en un reparto del pastel que cualquiera calificaría de injusto.

    A pesar de todo, no sería justo achacar los deslices de la cinta a las tendencias ideológicas del director –no las conozco, no importan. De hecho, por la propia película puede deducirse que su máxima intención (y la de Coetzee) es establecer un diálogo entre asuntos que han marcado nuestra identidad desde una postura izquierdista, crítica con el estado militar. Empero, no podemos pasar por alto que en Waiting for the Barbarians hay una disonancia de base que se traduce en una auténtica crisis de imaginario; será por las proporciones del proyecto (elenco estelar inclusive), o por el reparto de la autoría con Coetzee, pero hay una evidente contención en la forma que envuelve esta supuesta cinta de izquierdas a la vez que cae constantemente en un discurso bañado por el conservadurismo (cinematográfico) del que quería huir. Y eso es fatal, pues, si se habla en las palabras de la derecha, es relativamente fácil acabar comunicando –y, por lo tanto, pensando– lo mismo que ellos | ★★☆☆☆


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / Mostra de Venecia


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