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    Crítica | Lhamo and Skalbe

    El pasaje finito

    Crítica ★★☆☆☆ de «Lhamo and Skalbe», de Sonthar Gyal.

    China, 2019. Título original: «La Mu Yu Ga Bei». Dirección: Sonthar Gyal. Guion: Sonthar Gyal. Producción: Daktze Surname (Tongde County Garuda Film & TV Culture Communication), Xi Liao, Junjie Chen (Sichuan Million Cheer Culture Media). Música: Ye Liu. Fotografía: Meng Wang. Montaje: Matthieu Laclau, Sangdak Jyab, Tsering Wangshug. Reparto: Sonam Nyima, Dekyid, Sechok Gyal. Duración: 110 minutos.

    Puede parecer un dato anecdótico pero, para escribir sobre la última película del tibetano Sonthar Gyal, antes hay que tener en cuenta que esta, en realidad, no es su cinta más reciente: técnicamente, Gyal finalizó la posproducción de Ala Changso (Mejor Guion y Gran Premio del Jurado en Shanghái) poco después de acabar con Lhamo and Skalbe, de forma que prácticamente conviven en el tiempo, lo cual resulta interesante, porque, más allá de lo puramente informativo, ambos títulos dialogan de forma bastante coherente como una especie de díptico no-oficial sobre el bagaje emocional a cargar por parte de una familia disfuncional, encabezada por una madre sufridora, con un compañero y un niño emocionalmente impotentes. Si la de Ala Changso era una historia sobre la familia entregada a la tradición y al ritual como forma de ascensión sacralizante, la cinta que en esta ocasión nos ocupa parte de la dialéctica entre un paisaje humano y natural milenarios y una modernidad que se presenta inevitable.

    La modernidad, encarnada en la burocracia, aparece como el gran enemigo de la pareja protagonista, los epónimos Lhamo (Dekyid) y Skalbe (Sonam Nyima), que verán sus planes de matrimonio frustrados por un simple papel: uno que dice que el hombre, Skalbe, ya está casado con Tsoyag –a quien no ha visto en toda su vida– y que, por lo tanto, necesita divorciarse de ella antes de contraer un segundo enlace. Pero Tsoyag vistió los hábitos hace tiempo, lo cual dificulta la tarea de Skalbe: hacerle firmar los papeles del divorcio. Además, el hombre debe lidiar con un padre moribundo y con la ira de Lhamo, al borde del ataque de nervios por la irresponsabilidad de su marido. Mientras tanto, ella ensaya una ópera tradicional tibetana milenaria, El cantar del rey Gesar, donde interpreta a Atak Lhamo, una heroína trágica que cayó a los infiernos por su vida pecaminosa.

    La trama, a priori, viste el carácter épico de un genuino melodrama, con sus correspondientes enclaves climácicos y lugares comunes, partiendo principalmente de los arquetipos de género que han venido articulando los caracteres del melodrama clásico: el hombre y la mujer, el azul y el rojo. El hombre, como ser movido por la absoluta falta de educación sentimental –que no por la falta de sentimientos–, incapaz de domar el oraje emocional que sus acciones tienen en su entorno. Skalbe, incapaz de arreglar con flores años de descuidos y maltratos hacia su padre, a quien ha ingresado en un hospital-cárcel donde pueda cuidarlo, aunque solo lo visite en contadas ocasiones. «Lo tratas como a tu caballo», le reprocha a Skalbe su madre y, viendo como él trata a su caballo, es evidente que las flores no bastarán. Lo cual no significa que Gyal no reserve para su personaje algún que otro momento de redención, en un tono casi exculpatorio. De ahí, que la escena de confesión de la auténtica razón por la que tanto se apresura en contraer matrimonio con Lhamo sea planteada a nivel formal como un gesto de desnudo, un instante de maduración emocional, y no como lo que realmente es: un acto de chantaje emocional absoluto para que la mujer perdone los malos tratos que sobre ella ha ejercido.

    «El paisaje espiritual queda eclipsado por un cine de paredes y cogotes, lleno de escenas dentro de coches, fluorescentes parpadeantes y hospitales de miedo. Un terreno fértil a su manera, pero poco dado a la sorpresa y a la innovación más allá del cine de autor «raso».


    Lhamo no perdona. Ella es un vehículo llevado por el torrente emocional (moved, dirían los ingleses), que no cede a la torpe racionalidad de su marido, más preocupado por el papeleo que por el estado real de su relación. Hipersensible, la conocemos en medio de un ataque de ansiedad tras descubrir el matrimonio anterior de su prometido: histérica, huyendo de su marido y lanzándole airada su flamante pintalabios rosa intenso. Un ataque que, efectivamente, relega el gesto violento de Skalbe –la retiene con fuerza de la mano– a una medida necesaria para contener un comportamiento histriónico. A pesar de todo, esta no sería una escena relevante (al fin y al cabo, histérica sí está), si no fuera porque el retrato de Lhamo resulta problemático en su conjunto. Caprichosa en su deseo de no participar en la ópera del pueblo, irascible por el trato inhumano que esgrime con su hijo e irresponsable por impedir con sus «pataletas» que su prometido pueda conseguir los papeles que necesita. «Lhamo se ha vuelto Atak Lhamo», la mujer pecadora quien, al oír los cánticos purificadores tala de las monjas de un templo, se gira a cámara como invocando en nuestra mirada un juicio purgativo. Una actriz que, completamente imbricada con su personaje, no puede evitar inserirse en la ficción para condenarse ella misma en un final abierto… pero no tanto.

    Lhamo llora y llora, por su desgracia y por la de Tsoyag, convertida en monja por obligación. Tanta carga emocional, sostenida sobre unos tropos que llevan articulando lo peor del melodrama desde que la ideología de género existe, acaba por descafeinar el pathos, torciéndolo hacia lo cómico y manteniéndonos siempre en la duda de si ese viraje tonal es intencionado o no. Por ello, los mejores momentos de la película acontecen cuando Gyal se aleja del melodrama y acepta que quizás ya ha sobrepasado la línea hacia el humor. Su autoconciencia toma forma de pequeños momentos risibles, que se desvanecen con la rapidez con que canta un gallo (tibetano) y que aportan a la mortificadora seriedad general un instante de distensión: Skalbe prendiendo fuego a una fotografía con un mechero dentro de su furgoneta, sin abrir la ventanilla; los estratagemas de un abogado para conseguir el certificado de muerte de Tsoyag; o, simplemente, una puerta que se abre hacia el lado equivocado. Entre estos pequeños encuentros con lo cómico, los fragmentos que mejor funcionan de la cinta, aquellos bloopers que tienen lugar durante los ensayos de la obra: los niños que cantan mal, que juguetean con sus máscaras o, incluso, el gran apagón que deja a Atak Lhamo (y a Lhamo a secas) con sus pecados sin purgar.

    Empezaba este texto escribiendo sobre la relación de esta película con Ala Changso así que, como apunte final, propongo destacar una última comparativa con aquella cinta para tratar de explicar por qué solo el humor puede ser lo mejor de esta cinta. Si el gran eje vertebrador de su anterior propuesta era el ritual como escapada hacia ninguna parte, en Lhamo and Skalbe desaparece esta «ninguna parte», este componente de horizonte que tan presente está en el cine tibetano, sobre todo en su bagaje de historias que tienen que ver con la muerte. En su lugar, lo ritual debe hacer frente a lo moderno –concreto, tangible–, con lo que la sugerente infinidad de las montañas pronto es sustituida por una imagen más cercana a lo material, a lo inmediato. Alejarse del vacío de las alturas y su relación con lo humano, para acabar entre montones de documentos a firmar en una oficina. El paisaje espiritual queda eclipsado por un cine de paredes y cogotes, lleno de escenas dentro de coches, fluorescentes parpadeantes y hospitales de miedo. Un terreno fértil a su manera, pero –como comentaba Miguel Muñoz en su previa del festival– poco dado a la sorpresa y a la innovación más allá del cine de autor «raso». Por lo que parece que la única escapatoria posible a la gravedad mediocrizante de este tipo de cine sea, efectivamente, reírse un poco de sí mismo | ★★☆☆☆


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / Festival de San Sebastián


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