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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El oficial y el espía

    No hablemos de Polanski

    Crítica ★☆☆☆☆ de El oficial y el espía de Roman Polanski.

    Francia, 2019. Dirección: Roman Polanski. Guion: Robert Harris, Roman Polanski. Productoras: Legende Films (Alain Goldman), RP Productions, Eliseo Cinema, Rai Cinema, Gaumont, France 2 Cinéma, France 3 Cinéma, Kinoprime Foundation, Kenosis, Horus Movies. Fotografía: Pawel Edelman. Montaje: Hervé Deluze. Música: Alexandre Desplat. Dirección artística: Jean Rabasse. Vestuario: Pascaline Chavanne. Reparto: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuelle Seigner, Grégory Gadebois. Duración: 132 minutos.

    Les propongo un reto. Durante el tiempo que tarden en leer esta crítica, olvídense de quién es Roman Polanski. Dejen de lado todo lo que ha hecho –o se dice que ha hecho—, pasen por alto que es un prófugo programado en sección oficial del festival más antiguo del mundo y simplemente focalicen su atención en su última película, la adaptación homónima de la novela del coguionista Robert Harris sobre el caso Dreyfus. Si son capaces de llevar a cabo este ejercicio, si para ustedes «Polanski» ya no es más que una cáscara vacía, habrán entrado en la dinámica que moviliza la trama de su nuevo trabajo y, por lo tanto, no tendrán por qué temer a la culpabilidad que pudiera nacer en ustedes después de pasar por la taquilla del cine. Como dice el personaje del mayor Henry en un momento de la cinta: «Si usted me ordena matar a un hombre, yo lo haré. Si luego me dice que se equivocó, lo siento, pero no será mi culpa. Eso es el ejército». Igual que yo he manipulado sus palabras para evocar cierta culpa de raíz arendtiana, dejen el contexto de la película por un momento de lado y jueguen. Jueguen como lo harían los oficiales antisemitas del ejército francés, y cuando acaben de leer este texto, decidan por su cuenta si la cinta vale, o no, su atención.

    El 5 de enero de 1895, el capitán Alfred Dreyfus (Louis Garrel), un joven y prometedor oficial judío, es degradado, acusado de espiar para Alemania y sentenciado a cadena perpetua en la Isla del Diablo. Entre los testigos de su humillación está Georges Picquart (Jean Dujardin), quien es promovido para dirigir la unidad militar de contra-inteligencia que supuestamente descubrió las fechorías de Dreyfus. Cuando Picquart descubre que los secretos siguen siendo entregados a los alemanes, pondrá todo su empeño en demostrar que Dreyfus es inocente, abatiendo poco a poco la red de mentiras que se había formado para acusar al oficial, víctima de puro antisemitismo. Lo cual lo pondrá a él y a sus compañeros en peligro. Verdad, justicia, moral… De nada sirven estos conceptos cuando se usan en beneficio del interés individual, con la frialdad con la que un niño pequeño miente para conseguir algo. La palabra, sin su núcleo, no es más que significante, y de ahí nace el que es el centro escondido de J’accuse: si Dreyfus es condenado, es por unas palabras que podrían haber sido escritas de la mano de cualquiera. Es condenado por una mera cuestión de significante, de forma, pues el contenido de la carta que lo acusa no revela información personal alguna (la gran prueba es caligráfica, que al fin y al cabo es algo tan abstracto como la forma de una letra). También es por la forma que el ejército, temeroso de arruinar su reputación, decide no reconsiderar su acusación: ¿cómo rehacer el gran espectáculo de vejación en que se convirtió la ceremonia de degradación de Dreyfus? Y, sin embargo, a la hora de enfrentarnos a la historia, encontramos que Picquart actúa movido por un convencimiento total de su posición moral, cuidando su honor (ahora lo llamaríamos vanidad) y voceando frases con el prometedor comienzo de «En nombre de la verdad y la justicia...». Si quitamos el fondo, por su propia gravedad, la forma debe caer.

    «Ni Dujardin ofrece una interpretación que logre apartar mi mirada de los frondosos bigotes que pueblan los rostros de toda la guarnición, ni el intercambio entre la perspicaz élite militar logra superar el acartonamiento del francés antiguo».


    Es sin duda el guion el elemento que más tropieza en esta cinta. Olvidado queda el espectador en la presentación de los hechos, que sucumbe a lo meramente cronológico-informativo en lo que resulta un pobre ejercicio de ritmo. Así, el año que el protagónico Picquart pasa entre rejas se trata con más ligereza temporal que los avances hacia un descubrimiento (el de la inocencia de Dreyfus) que, como público, sabemos inevitable. Tampoco en el apartado del diálogo brilla la cinta: ni Dujardin ofrece una interpretación que logre apartar mi mirada de los frondosos bigotes que pueblan los rostros de toda la guarnición, ni el intercambio entre la perspicaz élite militar logra superar el acartonamiento del francés antiguo. El mayor intercambio de citas es una apreciación, nunca recuperada y terriblemente ambigua, entre Picquart y un detective privado mientras observan una escultura en el Louvre. Arguye el detective: «Entonces, ¿es falsa?», a lo que Picquart responde: «No, es una copia». La forma, por encima del contenido.

    Mala fue la decisión de mantener al protagónico Picquart como un elemento clasificable dentro del clásico término de lawful good, desde su declaración expresa de que, aunque odie a los judíos, solo actúa pensando en el bien del Estado francés, hasta su posición, ya al final de la película, de actuar más allá de lo que la ley permite, aunque su voluntad así lo quisiera. Los mentados lawful good son los tipos de personaje más planos e impermeables de la ficción, por lo que escribir una trama con un arquetipo como este de protagonista requiere un arco de personaje que la Historia, entendida de forma absolutista, simplemente no permite. De ahí que los caracteres de la cinta se asemejen más a bustos que a personas reales, hasta el punto de llegar a un cierto maniqueísmo a la hora de tratar a los perpetradores del ejército. Aunque, efectivamente, desde el minuto uno el realizador Polanski se encarga de subrayar que su ejercicio es categóricamente fiel a los hechos reales, incluyendo a cada salto temporal un intertítulo con la fecha de la acción que en la pantalla transcurre. Qué interés tiene esta vaga voluntad historicista. Es una cuestión sin respuesta.

    Tampoco puedo cantar alabanzas al apartado visual de la cinta: estéticamente, la propuesta del polaco y su habitual director de fotografía Pawel Edelman se encuentra dentro de lo convencional, y no por ello siendo más eficiente. Grises, verdes apagados y blancos rotos pueblan las dos horas de metraje sin demasiado cambio entre una escena y otra, independientemente de lo que en ellas ocurra. Que el despacho de un alto cargo del ejército se vea igual que la celda donde Picquart pasa sus días tiene que estar justificado de alguna forma en la historia que se trata entre ambos espacios; sin embargo, ni relación ni mención habrá al respecto. Ni en las evocaciones mentales derivadas de la correspondencia que Dreyfus envía desde la Isla del Diablo veremos más «chispa» o poderío visual: solo un filtro amarillo se encargará de dotar de personalidad a la imagen. Quedo convencida de que cuando un biopic, quizás el más sujeto a la convención de los géneros después de la pornografía mainstream, no estimula ni argumental ni visualmente, solo queda encontrar en la cinta un subtexto lo suficientemente convincente para superar el ennui de dos horas de oficiales hablando provoca. O eso, o buscarlo en el cineasta que firma la obra. Pero mejor no hablemos de Polanski | ★☆☆☆☆


    Mariona Borrull
    © Revista EAM / Mostra de Venecia



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