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    Crítica | Casa propia

    Y el mundo marcha

    Crítica ★★★★☆ de «Casa propia», dirigida por Rosendo Ruiz.

    Argentina, 2018. Título original: «Casa propia». Presentación: BAFICI, 2018. Dirección: Rosendo Ruiz. Guion: Gustavo Almada, Rosendo Ruiz. Productora: El Carro. Fotografía: Pablo González Galetto. Montaje: Rosendo Ruiz y Ramiro Sonzini. Música: Alejandro di Rienzo. Vestuario: Isabel Riberi. Dirección de arte: Carolina Bravo y Julia Pesce. Reparto: Gustavo Almada, Irene Gonet, Maura Sajeva, Mauro Alegret, Yohana Pereyra. Duración: 83 minutos.

    Rosendo Ruiz debutó hace ya nueve años con la exitosa De caravana y, desde la presentación de Tres D en 2014, ha escrito y dirigido cinco títulos. Con una filmografía así de prolífica, que Casa propia sea un título tan solvente augura un futuro prometedor para el director cordobés. Su última cinta abre con un largo plano secuencia: en él, vemos a unos jóvenes, bebiendo y jugando en medio de una calle residencial. Falta poco para que se haga de noche y parece que van a salir. De pronto, algo capta su atención: es Alejandro (“Ale”, para los amigos), que llama insistentemente a la puerta de una casa, al fondo. Tras mucho rogar, una mujer lo deja pasar, aunque no por mucho tiempo, pues al cabo de un par de minutos Ale vuelve a estar en la calle, acompañado solo por una bolsa con ropa. Un hecho que resulta suficiente para que los chicos se rían de este tipo tan patético y desgarbado. Así, a pesar de que en ese plano introductorio la cámara rehúya cualquier aproximación dramática al que será nuestro protagonista, el resto de la película va a intentar acercarnos a la vida interior de un personaje que es tan triste como lo ven esos jóvenes –en un juego de miradas que, como veremos, ocupará en la cinta un lugar tan importante como el del mismo retrato psicológico.

    Ale vive en sus carnes el drama del hombre corriente. A primera vista, lo que llama más la atención es que, con sus 38 años, aún esté viviendo con su madre (Irene Gonet), una mujer de ochentaitantos que padece un cáncer, el cual la ha desmejorado tanto que apenas puede valerse por sí misma. Además, a pesar de la proximidad que Ale y ella han tenido toda su vida (que Ruiz enfatiza con lo pequeña y abarrotada que es la casa que comparten), su relación se basa en una manipulación emocional de manual. Tampoco tiene mejor relación con su hermana (Yohana Pereyra), una mujer casada y con hijos que nunca encuentra tiempo para ayudarlo con el cuidado de su madre. Ale, sin hijos que cuidar ni ningún otro hobby que lo entretenga, pasa casi todas sus horas libres ocupándose de la casa mientras oye a su madre increparlo por todo tipo de razones. La otra mujer de su vida, su novia Vero (Maura Sajeva), no se atreve a decirle a su hijo que están saliendo juntos y discute con él a diario. A todo esto, le sumamos el nulo entusiasmo que muestra por su trabajo como profesor de literatura, al que ha tenido que conformarse al ver frustrado su sueño de convertirse en escritor. Es comprensible, pues, que cuando a Ale le piden que sonría, no lo haga.

    Gustavo Almada, que ya había trabajado con Ruiz en De caravana y que aquí ha coescrito el guion, construye un protagonista apesadumbrado y siempre al borde del colapso, que nos conecta directamente con ese amargo poso emocional del quiero-pero-no-puedo que es en parte la vida adulta. Sin embargo, Ale soporta todo el peso de las responsabilidades propias de su edad sin poder siquiera decir que tiene un piso a su nombre (uno de los clásicos linderos a traspasar para entrar de pleno en la adultez). A medio camino entre los constantes deberes de la vida cotidiana y la incapacidad de poder considerarse del todo independiente, el suyo es el drama millennial por antonomasia. Pero incluso para eso es demasiado viejo (al fin y al cabo, se considera que la generación empezó en 1981, por lo que está al límite de ni siquiera poder ser tildado de millennial). Los colores de la mediocridad han sido siempre el gris, el verde clínico, el ocre apagado. Son los tonos de la vida de este hombre, encuadrada en largos planos secuencia que enfatizan la continuidad casi tediosa de la cruz que acarrea –en un intento de mímesis absoluta entre el artificio estético de la película con el estado anímico de su protagonista. A pesar de lo camaleónico de este planteamiento, Ruiz sí inserta en momentos puntuales cortes de piezas de música clásica, que aportan distancia a una historia que la pide a gritos. Ale no es ningún mártir digno de una ópera, su pena corresponde más a la letra de una triste canción de taberna. En este sentido, la profunda ironía detrás de las grandes notas que acompasan la acción, este gesto tan marcadamente externo y autoconsciente, es lo que salva al relato de sí mismo.

    La razón de esta afirmación se encuentra, sobre todo, en los últimos quince minutos de metraje. En el momento en que Ale empieza a ser un hombre despreciable; todo el sufrimiento que lo hemos visto soportar da un giro y comienza a resonar como justificación. Lo cual es incluso peor si consideramos que no hay excusa posible para su comportamiento: su relación con las mujeres es absolutamente infame, denigrante en todos los modos posibles. Es un manipulador, un estafador emocional que se aprovechará de quien sea, mientras se pasa los días apenándose por su situación personal. Y, si bien el mismo Ale es consciente de que es el mismísimo antagonista de su propia historia, tampoco hace demasiado para cambiarlo. Sin embargo, Ruiz y Almada son sabedores de que el mejor retrato psicológico es aquel que no juzga, así que, para dibujar a su personaje, juegan a la carta de la distancia –con la mirada de esos jóvenes al principio de la película o con la ironía musical que supone insertar un pasaje operístico en el devenir de una vida tan grisácea. El mismo Ale está pidiendo constantemente que la gente de su entorno se ponga en su piel, pero lo que parece necesitar de verdad es agrandar espacio, renovar la perspectiva que tiene ante su propia vida. Puede que eso sea, en el fondo, en lo que consista encontrar una casa propia; un espacio limpio y vacío, esperando a ser llenado con un futuro lleno de buenas cosas aún por venir | ★★★★☆


    Mariona Borrull
    © Revista EAM / Festival de Las Palmas



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