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    Cineclub by BenQ: Un condenado a muerte se ha escapado (1956)

    Lucha y espera

    «Un condenado a muerte se ha escapado» (1956) de Robert Bresson.

    Francia, 1956. 99 minutos. Título original: «Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle où il veut». Director: Robert Bresson. Guion: Robert Bresson, basado en la autobiografía de André Devigny. Fotografía: Léonce-Henri Burel. Música: W.A. Mozart. Productor: Alain Poiré y Jean Thuillier. Edición: Raymond Lamy. Diseño de producción y Dirección Artística: Pierre Charbonnier. Intérpretes: François Leterrier, Roland Monod, Charles Le Clainche, Maurice Beerblock, Jacques Ertaud, Jean Paul Delhumeau, Roger Treherne, Jean Philippe Delamarre, Jacques Oerlemans, Klaus Detlef Grevenhorst, Leonhard Schmidt, Roger Planchon.

    No debería de extrañar a nadie que Robert Bresson, internado en un campo de prisioneros de guerra entre 1940 y 1941, sintiera la necesidad de trasladar de alguna manera sus experiencias al medio artístico en el que se había iniciado en los años 30, primero como guionista y luego como realizador de un cortometraje, y al cual no empezó a dedicarse plenamente hasta ser liberado de su cautiverio. Significativo es, no obstante, que no hiciera un guion inspirado de manera directa en su vivencia, sino que utilizara la autobiografía de André Devigny, un líder de la resistencia francesa, como punto de partida. Porque si hay algo que caracteriza la filmografía del maestro galo es una premeditada huida del sentimentalismo; y, posiblemente, el reflejo de sus propios padecimientos habría dificultado el distanciamiento emocional que su estilo parco impone a sus narraciones. Dicho esto, convendría precisar que ello no significa que Bresson sea un director frío, hermético y cerebral, sino que el tipo de reacción que busca en su audiencia nada tiene que ver con el apasionamiento dramático o la catarsis griega y sí mucho con el efecto extático, estrechamente vinculado a su visión filosófica de la existencia y, por consiguiente, a su visión del arte, encargado de reflejarla.

    El capítulo de la vida de Devigny del que parte el filme que nos ocupa, en manos de otro realizador, habría tendido a los dos extremos entre los que suele oscilar el género carcelario: de un lado, la denuncia social de las condiciones infrahumanas en las que viven los reos, especialmente en regímenes poco o nada democráticos –por ejemplo, El expreso de medianoche (1978) de Alan Parker– y, del otro, el relato casi en clave de heist movie del plan trazado por uno o más internos para escapar –citar aquí la archifamosa La gran evasión (1963) de John Sturges–. Evidentemente, algunas obras mezclan ambas tendencias con gran fortuna –léase Fuerza bruta (1947) de Jules Dassin–, pero en Un condenado a muerte se ha escapado lo que importa no es tanto el plan de fuga (pese a que algunos de sus detalles se repitan ad nauseam) ni la brutalidad ejercida por los captores (siempre aludida de manera elíptica), sino la actitud de su protagonista ante su difícil situación y su determinación de enfrentarse a ella con un sereno desafío.

    En realidad, este concepto, el de «sereno desafío», puede resumir la esencia última de la concepción temática y visual de gran parte de la trayectoria de Bresson. Único en el seno de las corrientes fílmicas de su época, fue autor solamente de trece largometrajes, lo que no es óbice para que Jean-Luc Godard dijera de él que era «al cine francés lo que Dostoievski a la novelística rusa y Mozart, a la música alemana». Ello es indicativo de la originalidad e influencia de un corpus creativo –sobre el cual se han vertido ríos de tinta– con una unidad tan indisociable entre su ética y su estética que es fácil incluso llegar a confundirlo con la biografía y el perfil psicológico de su creador, algo que como ejercicio de estilo puede tener cierta gracia, pero que resulta un tanto peligroso si se quiere entender realmente su producción. Hombre discreto y poco dado a los agasajos de una industria tan exhibicionista como la del cine, hay quien colige de ello que la austeridad de su puesta en escena y de su forma de narrar surge de su carácter, lo que resulta absurdo si se tiene en cuenta que Bresson ejercía un meticuloso y absoluto control de sus creaciones, con lo que estas no se forjaban por mor de una inclinación connatural a su temperamento, sino mediante un concienzudo trabajo intelectual de preparación; aparte del hecho de que confundir obra y vida es un tanto pueril a estas alturas de la exégesis artística. Calificado reiteradamente –a veces en tono de mofa– de adepto a la doctrina de Cornelio Jansenio, es algo que el director nunca llegó a desmentir absolutamente, pero tampoco a compartir del todo; de ahí su explícita admiración por Blas Pascal, jansenista él mismo, aunque con matices mucho menos pesimistas. A la postre, lo que no puede negarse es el concurso en la filmografía de Bresson de un sentimiento religioso no dogmático pero patente, al que también se le asocia la etiqueta de «existencialismo cristiano», en virtud de la explicitación del tormento que parece provocar el silencio de Dios a sus personajes y, en última instancia, a él mismo. Beba su religiosidad explícitamente de un catolicismo ascético o no, se centra en una rigurosa búsqueda de lo moral en su manifestación más corporal –más «realista», si se quiere–, esto es, en las difíciles relaciones del individuo con su entorno y también consigo mismo, y cuyo decurso puede inclinar la balanza del destino de cada uno hacia el bien o hacia el mal; toda una indagación sobre el sentido trágico de la condición humana, entregada a un «combate» en donde, sin duda, el azar –llámesele casualidad, providencia o gracia divina– juega un papel de gran relevancia, lo que, frente a la esperanza que, a pesar de todo, destila la pieza que nos ocupa, o su sucesora, Pickpocket (1959), a veces reviste su celuloide de una pátina de injusticia o fatalismo que se irá acentuando con el paso del tiempo, como lo prueban su desmitificadora versión del mito artúrico en Lancelot du Lac (1974) y, sobre todo, su demoledora visión de la humanidad, prisionera del desenfreno capitalista, en el que sería su último filme, El dinero (1983).



    «Maestro de la sinécdoque, Bresson nos introduce al héroe del relato mediante esa parte de su anatomía, que adquirirá dentro del discurso análoga importancia a la de su rostro, sus hombros y su cogote. Esta secuencia de inicio, en la que no se pronuncia una sola palabra y las imágenes solamente se hallan puntuadas por el ruido del motor del coche y el del tráfico exterior, ya marca de forma inmediata y definitiva el tono global de la cinta».


    Y si empleo el término «prisionera» no es a la ligera, dado que las criaturas bressonianas suelen ser seres marginales y/o perdidos, sometidos a una serie de vicisitudes amargas que escapan (casi) siempre a su control y contra las cuales se rebelan –o al menos, tratan de hacerlo– en la medida en la que las circunstancias, su inteligencia o su personalidad se lo permiten. De alguna manera, todos sus personajes habitan en cárceles de distinta índole, por lo que la concreción en Un condenado a muerte se ha escapado de dicha adversidad en una prisión física, real, produce una reverberación del discurso y de su mensaje a nivel simbólico, de forma que la oposición al mal y a la desesperanza practicada por su protagonista puede ser leída fácilmente en clave de redención metafísica a través de una conducta regida por el denuedo, la fuerza de voluntad, la templanza y la generosidad. O como resume la idea de intervención divina esta famosa cita de Pascal: «Aquel que nos creó sin nuestro concurso, no puede salvarnos sin nuestra participación.» Dicha cita, por cierto, se ve parafraseada en la película cuando el pastor Deleyris (Roland Monod) afirma que, con el rezo, viene la salvación, a lo que el protagonista matiza: «Solo si ponemos de nuestra parte».

    No es casualidad, en esta línea, que tras un prefacio a modo de declaración de principios ético-estéticos (la placa que conmemora a los prisioneros franceses durante la ocupación alemana y los sobretítulos que indican que la historia va a ser contada tal como pasó, «sin adornos»), la primera imagen de la trama de Un condenado a muerte se ha escapado sea un plano detalle de las manos del teniente Fontaine (François Leterrier), en torno al cual gravitará todo el argumento. Unas manos que apoya sobre las rodillas y que gira en un claro ademán de vacío e inactividad que no se volverá a asociar más a ellas a lo largo de todo el metraje, puesto que inmediatamente Fontaine las ocupará con la manecilla de la puerta del coche en el que está siendo trasladado a prisión, en su primer intento, pronto frustrado, de fugarse. Maestro de la sinécdoque, Bresson nos introduce al héroe del relato mediante esa parte de su anatomía, que adquirirá dentro del discurso análoga importancia a la de su rostro, sus hombros y su cogote. Esta secuencia de inicio, en la que no se pronuncia una sola palabra y las imágenes solamente se hallan puntuadas por el ruido del motor del coche y el del tráfico exterior, ya marca de forma inmediata y definitiva el tono global de la cinta. Además de las manos y la cara de Fontaine, también hemos visto las manos y la cara de otro de los prisioneros, sentado a su lado y esposado, y la mano del conductor cambiando de marchas. De hecho, el rostro de los captores se le soslaya al espectador el 90 % de las veces, convertidos de esta guisa en una masa informe que encarna ese mal (o destino adverso, o falibilidad aparencial, o mundo fenomenológico, o vida terrenal, o…) al que es necesario oponerse. Igualmente, el fracaso de Fontaine y su brutal apresamiento los recoge Bresson en un plano fijo desde el interior del auto –ahora quieto y silencioso porque el motor se ha detenido–, insinuados ambos hechos en el fondo del campo mediante movimientos desenfocados de vehículos y de personas que avistamos desde el vidrio trasero, acompañados por un conjunto de sonidos lejanos. Es el reo sentado junto a Fontaine quien ocupa el elemento central del encuadre, a pesar de que su presencia y su actitud carezcan de importancia en comparación a lo que está pasando fuera del habitáculo del coche. La apuesta del realizador, por tanto, es explícita y radical: por mucho que la mente humana o la historiografía atribuyan a una serie de sucesos una importancia superior a otros, la vida, al desarrollarse, no hace diferencia alguna, de manera que tampoco tendría por qué hacerla la cámara.



    «La actuación de Leterrier, en puridad, encarna a la perfección cuanto teoriza en sus aforismos sobre el séptimo arte el director francés: no es actor, sino asistente de dirección –y posteriormente será director y guionista–; sus expresiones faciales son mínimas, con lo que es la mirada ambigua de sus grandes ojos la que permite al espectador imaginarse –que no ver– lo que siente».


    En realidad, Bresson expresó claramente su rechazo a las formas de representación tradicionales, asociadas al teatro, y que a él le parecían impropias del «cinematógrafo», término que empleaba para distinguirlo del peyorativo «cine», un «teatro bastardo, al cual le falta lo que hace al teatro: presencia material de actores vivos, acción directa del público sobre los actores». Para el realizador galo, el cinematógrafo había degenerado en cine por culpa del triunfo de las películas sonoras y la consiguiente apropiación de «los recursos del teatro (actores, puesta en escena, etcétera) [que] se valen de la cámara para reproducir» en vez de «para crear». De ahí que los repartos de Bresson los integraran actores no profesionales, a los que denominaba «modelos», que según él se caracterizaban por «SER (modelos) en lugar de PARECER (actores)», al estar «tomados de la vida». En esto, Bresson fue un paso más allá que el neorrealismo italiano, dado que, aparte de buscar presencias que ya sugerían, en su propia carnalidad, una psicología determinada, también despojó a sus intérpretes de grandes ademanes o marcada expresividad, por lo que desfilan ante la cámara del autor personas de rostros hieráticos, que transmiten más con un gesto del cuerpo o con su disposición dentro del plano que con la cara. Sobre ello, Bresson decía que los modelos actuaban de afuera hacia adentro, a la inversa que los actores; que lo «importante no es lo que me muestran sino lo que me esconden, y sobre todo, aquello que no sospechan que está en ellos». La actuación de Leterrier, en puridad, encarna a la perfección cuanto teoriza en sus aforismos sobre el séptimo arte el director francés: no es actor, sino asistente de dirección –y posteriormente será director y guionista–; sus expresiones faciales son mínimas, con lo que es la mirada ambigua de sus grandes ojos la que permite al espectador imaginarse –que no ver– lo que siente; los ligeros ademanes corporales que hace insinúan lo que le pasa por dentro –por ejemplo, camina erguido cuando obtiene algún pequeño avance en su plan de fuga pero hunde los hombros cuando recibe malas noticias–, y por si fuera poco, en los momentos en los que las circunstancias se vuelven tan adversas que ni siquiera alguien tan dispuesto a no desesperar y a mostrarse fuerte ante sus captores puede evitar hundirse, la realización es especialmente pudorosa con sus sentimientos, motivo por el cual toma de forma oblicua, elípticamente, al fondo del encuadre o de espaldas las reacciones emocionales del protagonista. Al respecto, es sintomático el momento en el que Fontaine tiene un ataque de histeria. En un drama al uso, el director se habría recreado en su rostro o siquiera en sus risas dementes; Bresson, en cambio, en un plano que recoge la mitad de la celda del personaje, hace que este hunda la cara en la almohada de su catre, que convulsione ligeramente el cuerpo y que la voz en over ahogue los ruidos nerviosos que emite su garganta. Con ello, el autor desdramatiza, en el sentido literal del término –esto es, le quita todas las señas del teatro, del drama–, la escena.

    Lo cierto es que Un condenado a muerte se ha escapado está repleta de momentos realmente amargos para la figura central del relato, que el director muestra siempre en elipsis, de soslayo o en fuera de campo, a menudo sirviéndose de los efectos sonoros, más abstractos que cualquier imagen y que otorgan de esta suerte una sutilísima continuidad narrativa a las escenas. Llegados a este punto, conviene precisar que Bresson fue uno de los grandes en cuanto a dotar de significación narrativa a lo que acontece fuera de la pantalla, otro rasgo más en coherencia con ese realismo que tanto se alejaba de las maneras convencionales de representar (otro término teatral, por cierto, que rechazaba). A fin de no alargarme con ejemplos al respecto, citaré solamente dos instantes muy significativos de la trama: el primero, cuando Terry (Roger Treherne), el único preso cuyo rostro conoce Fontaine hasta el momento, y que además ha arriesgado su vida y la de los suyos para ayudarle a mandar cartas al exterior, viene a despedirse ante su celda. Separados como están por una puerta cerrada, únicamente vemos, en un plano general, al protagonista mirando a través de la mirilla y oímos la voz de Terry. A propósito, se evita el contraplano de la conversación que sostienen, a pesar de tratarse de un momento crucial para el héroe, cuando no solo descubre que Terry es trasladado a otro recinto, sino también la ejecución del hombre de la celda de al lado con el que se comunicaba a través de código morse. La otra muestra de este estilo sobrio y hasta despersonalizado tiene lugar durante una de las charlas que Fontaine mantiene con Blanchet (Maurice Beerblock), a través de la ventana de las respectivas celdas, cuando ambos escuchan unos tiros a lo lejos. Dado que Orsini (Jacques Ertaud), otro preso que intentó fugarse, fue capturado unos días atrás, Fontaine afirma que esa debe de haber sido su ejecución. A la frialdad con la que desaparece un personaje tan importante, se le suma la incredulidad de Blanchet, que pregunta: «¿Estás seguro?». «¿Seguro? ¿Es que podemos estar seguros de algo?», responde Fontaine.



    «La compasión, la camaradería y la solidaridad son, pues, el telón de fondo sobre el que acontece, finalmente, la liberación del protagonista: la liberación de toda la humanidad».


    Semejante declaración convierte la prisión en la que vive el protagonista en una especie de caverna platónica de la que debe escapar para adquirir el verdadero conocimiento. No es casualidad que Blanchet y Fontaine sostengan unas conversaciones que, bajo su aparente cotidianeidad, atesoren verdaderas especulaciones filosóficas, de manera análoga, precisamente, a los diálogos platónicos. Una muestra de ello la tenemos en el siguiente fragmento: «¿Por qué todo esto?», le pregunta Blanchet al protagonista acerca de su empecinamiento en escapar. «Para luchar contra los muros, contra mí mismo, contra mi puerta», responde Fontaine, «usted también debe luchar y esperar». «¿Esperar el qué?», es la réplica de Blanchet. «La libertad», sentencia Fontaine. Asimismo, cada vez que el teniente de la resistencia se reafirma en su voluntad de ser libre, alza la vista hacia un punto superior indefinido y sus ojos son iluminados por un haz de luz, símbolo de «sabiduría» o de «gracia divina» (al gusto del usuario), como si se tratara de una pintura barroca (George de la Tour, Caravaggio…) en honor a algún santo. En verdad, el elemento pictórico resulta esencial en la concepción cinematográfica de Bresson, que no en balde empezó su carrera en esta disciplina artística. Lo que no significa, conviene precisar, que sus cintas estén repletas de imágenes plásticamente bellas y cargadas de imaginería sensorial, sino todo lo contrario. Tal y como expresó Víctor Erice al mes de la muerte del director francés: «Si las relaciones entre el cine y la pintura se habían desarrollado tradicionalmente, para bien o para mal, en la superficie de la imagen, en el orden de las apariencias plásticas, las películas de Bresson […] establecieron otro género de relación, de carácter subterráneo, mucho más independiente». Así, la exploración entre el dinamismo y la quietud que tensiona su discurso bebe de una concepción postimpresionista de lo pictórico, del empleo del «lienzo» (la secuencia, en este caso) como espacio de revelación, ya no emocional, sino espiritual, mediante la observación de la vida, que no debe embellecerse, imitarse servilmente o reducirse a la abstracción absoluta, sino captar («descubrir», «exponer», en su sentido etimológico) lo que en ella haya de inmanente y sustancial. «Montaje. Fósforo que brota de golpe de tus modelos, flota en torno de ellos y los liga a los objetos (azul de Cézanne, gris del Greco)», dice Bresson.

    En cualquier caso, y volviendo a Platón, cuyas ideas el cristianismo adoptó y ajustó convenientemente a su doctrina a través de su relectura a cargo de los neoplatónicos (sobre todo, Plotino y Damascio), la cárcel en la que habita Fontaine bien puede ser el «valle de lágrimas» terrenal del que todos escaparemos para obtener la gloria, o la eterna condenación, según sea nuestra actitud mientras vivamos. De esta forma, si el joven teniente logra culminar con éxito su empeño, es por su paciencia y por su capacidad de trabajar en la meticulosa preparación de su fuga –él mismo declarará que, cuanto más angustiado está, más trabaja, porque ello lo distrae–, con lo que su comportamiento en el interior de esos opresivos muros no se rige, como les sucede a los otros personajes de la historia, por la desesperación (Orsini), la misantropía (Blanchet), la resignación (el pastor Deleyris) o el pesimismo (Hebrard), sino por una íntima y profunda conciencia sobre cuál es su deber, desde un punto de vista exclusivamente moral: escapar. En este sentido, la inesperada llegada de un compañero de celda, François Jost (Charles Le Clainche), justo cuando Fontaine ha recibido la noticia de que su juicio se ha saldado con una condena a muerte, deviene una verdadera prueba de la clase de hombre que es (¿una prueba de su fe?). Y es que deberá decidir si Jost es un espía –pues se trata de un desertor del Ejército nazi, en tanto francés de origen alemán–, y por tanto tendría que matarlo a sangre fría si quiere llevar a cabo su fuga –lo que resulta doblemente difícil teniendo en cuenta que se trata de un chaval de unos 16 años–, o bien lo ve como un chico descarriado y se lo lleva consigo. No en vano, cuando ambos conversan y Jost relativiza, con la inconsciencia de la juventud, lo que ha hecho, Fontaine califica a los invasores con los que el muchacho se ha aliado de «ángeles malvados»: una muy relevadora forma de aludir a ellos. El propio Bresson señaló, en relación con el filme que nos ocupa, que «intenté hacer que el público sintiera estas extraordinarias corrientes… La presencia de algo o alguien invisible». Que ello deba ser automáticamente equiparado con el Dios cristiano ya resulta más relativo. Al fin y al cabo, cuando Deleyris exclama: «¡Qué cómodo!», al enterarse de que Fontaine –como casi cualquier hijo de vecino– solamente reza cuando las cosas le van mal, este le réplica, impertérrito pero cáustico: «Más cómodo sería que Dios se ocupara de todo». Sea como fuere, el protagonista decide «salvar» a Jost y, con ello, se salva a sí mismo, pues durante la evasión de ambos comprende que, de haber ido solo, se hubiera encontrado con una serie de obstáculos que jamás habría podido superar. La compasión, la camaradería y la solidaridad son, pues, el telón de fondo sobre el que acontece, finalmente, la liberación del protagonista: la liberación de toda la humanidad.



    «En Un condenado a muerte se ha escapado la cotidianeidad adquiere tanta relevancia que, por momentos, desdibuja bajo su inclemente peso incluso la realidad última, intrínseca, de la existencia del protagonista. Se trata de un día a día de una agobiante fisicidad, que se manifiesta a través de la sutil desnudez de la fotografía de Léonce-Henri Burel y de la escueta puesta en escena».


    Tal vez pueda parecerle exagerado al lector este salto de lo anecdótico a lo general, pero ello viene propiciado, no solamente por esos apuntes ideológicos de guion ya mencionados, sino, sobre todo, por la inimitable forma de narrar de Bresson. Aquí es ineludible recordar el espléndido ensayo de Paul Schrader, que califica de «estilo trascendental» a una forma discursiva específica dentro del relato fílmico, cuyo propósito último es –empleando las palabras del propio Bresson–, «poder hacer que una audiencia perciba la sensación del alma de un ser humano», así como «la presencia de algo superior al él». Schrader desgrana dicho estilo mediante las obras de Ozu, Dreyer y Bresson, cuyas evidentes diferencias no son óbice, empero, para que haya en ellas tres rasgos comunes que se pueden aplicar, grosso modo, a casi cualquier creación de directores dedicados a la búsqueda de lo que hay por debajo, o por encima, de las apariencias (léase Andréi Tarkovsky, Aleksandr Sokúrov, Nuri Bilge Ceylan…): la presencia de lo cotidiano, la irrupción de la disparidad y la consecución de la estasis.

    En efecto: en Un condenado a muerte se ha escapado la cotidianeidad adquiere tanta relevancia que, por momentos, desdibuja bajo su inclemente peso incluso la realidad última, intrínseca, de la existencia del protagonista. Se trata de un día a día de una agobiante fisicidad, que se manifiesta a través de la sutil desnudez de la fotografía de Léonce-Henri Burel y de la escueta puesta en escena, no por ello menos opresiva, especialmente por lo que atañe a la reducida celda en la que habita Fontaine, donde transcurre el grueso de la acción (y que este, por cierto, describe desapasionadamente, mediante cifras y datos de interés, como si redactara un catálogo inmobiliario, nada más entrar en ella por primera vez). Igualmente, los rituales puntúan de forma continua, con una reiteración casi milimétrica, la vida en prisión, tanto los colectivos, recogidos mayoritariamente mediante planos generales (la «procesión» desde las celdas hasta el patio, donde los cautivos abocan en la fosa séptica sus cubos higiénicos, así como las breves reuniones de los reos en la zona de aseo personal), como los personales, sobre todo planos detalle de las manos o el cogote de Fontaine (las horas y horas que ocupa fabricando un estilete, soltando uno de los paneles de la puerta, confeccionando una cuerda resistente mediante girones de ropa y del somier de su catre, etc.). Irónicamente, esos actos recurrentes, que tienen mucho que ver con la concepción de Camus del hombre como un Sísifo atrapado en una rutina eterna y absurda –teniendo en cuenta la fatalidad de su hado último–, son no obstante los que logran mantener cuerdo al protagonista (igual que al Sísifo del escritor francés). La primera impresión del teniente de la Resistencia sobre la vida que le espera en la cárcel, una vez recuperado de la paliza que le dieron los alemanes por tratar de escaparse, es demoledora: «Sin ocupación, sin noticias, en una soledad aterradora, éramos unos cien desdichados esperando nuestro destino». Lo cotidiano, en consecuencia, se convierte aquí, en su ignorancia (no se les permite ni leer ni escribir), su reiteración y su aburrimiento, en un enemigo a vencer, con esos dos peligrosos elementos que emponzoñan el ánimo de Fontaine y del resto, la soledad y la inactividad; o dicho de forma sucinta, el egoísmo. Porque el aislamiento y el tiempo vaciado de todo propósito propician la amarga convicción de estar solo en el mundo, o lo que es lo mismo, de ser la única persona con existencia «real». No en vano, es el ejemplo de Fontaine, su capacidad de resistencia y su necesidad de reconectar con sus semejantes, lo que ablandará a Blanchet, dará fuerzas a Deleyris y dotará de sentido el trágico final de Orsini, que, «renglón torcido de Dios» (o del azar), evitará con su propia experiencia un error del plan de huida del protagonista. Y puesto que Fontaine ha sabido combatir la monotonía con sus propias armas, es decir, a través del rigor ascético del trabajo supeditado a un único objetivo, va preparando la mediocridad de sus jornadas para su transformación.



    «La concreción de la suspensión psicológica del devenir temporal (el arrebato extático) se produce de una forma simple y efectiva, y que acrecienta, con una engañosa facilidad, la importancia de los actos».


    Ello explica el ritmo pausado del relato, la mínima expresión de decorados y vestuario, el estatismo de la cámara y, en definitiva, la sensación de déjà vu perpetua –como si se desempeñara una danza sufí– que se tiene a base de la repetición casi idéntica de las secuencias, que se alternan siempre mediante breves fundidos en negro o sobreimpresiones de transición. Incluso la única pieza musical que suena en la cinta, el «Kyrie» de la Gran Misa en do menor K. 427 de Mozart, se emplea con idéntica voluntad simbólica y reiterativa, pues suena en el prólogo del argumento (el principio del «Kyrie») y en la escena final (la parte final del «Kyrie»), mientras que, en el resto del metraje, se repiten continuamente las mismas notas y, encima, asociadas en el 90 % de los casos a los mismos momentos: la breve salida de los prisioneros de sus celdas. El componente de disparidad, en esta línea, se activa con la única vez que Fontaine es trasladado fuera de los muros de la prisión, cuando lo llevan al Hotel Terminus, sede de la Gestapo en Lyon, y allí le anuncian su sentencia de muerte; una información que al protagonista le afecta menos que la idea de que estén registrando su celda y desbaraten sus planes (el sufrimiento importa menos que la pérdida de la esperanza). Este es el primer paso, por tanto, de la desconexión con su entorno de la que habla Schrader, y que culmina con la llegada de Jost, cuya magistral presentación merece ser analizada detenidamente.

    Tras una brusca transición con el plano anterior (el ataque de histeria de Fontaine, ya referido), que cerraba la secuencia, de pronto vemos al héroe, de espaldas y en un plano medio, erguido ante la pared al pie de su lecho, y entonces oímos el ruido de la puerta al abrirse. Fontaine se gira despacio hacia dicho ruido, al que le siguen el de unos pasos hacia los cuales dirige la mirada, ya totalmente de cara al espectador, y se escuchan un par de crujidos más (el somier, la puerta de nuevo), tras los cuales se hace un breve silencio en el que el protagonista queda delante de su puerta y baja levemente la vista. Y solo entonces su voz en over nos anuncia, y con un rodeo que incrementa la atmósfera de anticipación (habla primero de las ropas y del olor de Jost), lo que acaba de pasar íntegramente fuera de campo: que recién le han asignado un compañero de celda. ¿No tiene esta entrada del joven, cuando ya han pasado 60 minutos y aún no se ha producido la cacareada fuga de la que informa el título, algo de anunciación epifánica? Además, hasta la secuencia anterior, Fontaine sólo era un prisionero más; ahora es oficialmente un condenado a muerte, y su huida se ve precipitada. Obviamente, la acción decisiva (la estasis) que trascenderá dicha disparidad será la materialización última de la fuga en sí, que no en vano es la escena más larga de todo el filme, la cual, además, atesora un tempo narrativo verdaderamente admirable, sometida como se halla, de un lado, al pausado desarrollo de los acontecimientos (apenas sucede nada, pues básicamente se describe la salida por la claraboya y dos largas esperas para superar sendos muros constrictores), pero también a dos bruscas elipsis temporales. Con ello, simultáneamente se intensifica la atmósfera de peligro y tensión, lindando casi con el thriller psicológico, de esta parte final de la obra, y se redunda en ese elemento de quietud previa a la aquiescencia trascendental de la que habla Schrader. Revelador al respecto resulta la forma, increíblemente potente y original, con la que Bresson describe el paso del tiempo a lo largo de este fragmento final.

    Así, tras un lento avance de Fontaine y Jost sobre la grava de la azotea del presidio, llegan al extremo de la misma y aguardan el momento idóneo para salvar el primer obstáculo en su huida, lo que se ve marcado exclusivamente –e insisto en este adverbio– por el tañer distante de las campanas de una iglesia y la voz en over, que informa de que «Escuché las doce, luego la una». No hay en el aspecto visual marca discursiva ninguna, insisto, ninguna, de dicho tránsito temporal; ni siquiera con un corte de plano o un cambio de iluminación o de encuadre. Y ello se repetirá en breve cuando toque superar al siguiente guardia, el del perímetro exterior, y se acumulen tres horas más en un visto y no visto. La concreción, por tanto, de la suspensión psicológica del devenir temporal (el arrebato extático) se produce de una forma simple y efectiva, que encima acrecienta, con una engañosa facilidad, la importancia de los dos actos que, a fin de cuentas, llevarán al teniente y a su compañero a la libertad: el asesinato del primer guardia (al que ejecuta Fontaine sin el más mínimo entusiasmo) y el cruce de la cuerda sobre la cabeza del vigilante que recorre la zona del foso en bicicleta. La inesperada presencia de este vehículo, una contingencia imprevista por Fontaine, en realidad se nos había anticipado cuando llegan al extremo de la azotea, con un plano de la oscuridad nocturna donde se oye un siniestro ruido metálico que el propio protagonista admite que no sabe explicar. Misterio y sacrificio, las dos formas más primitivas de llegar a lo divino, son los dos peajes que paga el hombre empeñado en realizarse como tal, lo que al final el teniente Fontaine consigue en compañía de Jost. Descalzos, avanzando a paso firme entre la bruma nocturna, ambos desaparecen al son de Mozart en un fundido en negro.



    «Esta película sutil y profunda, antirretórica y esencialista, que atesora la belleza, no de lo hermoso, sino de lo desnudo y preciso, define por primera vez un estilo absolutamente singular, que si bien es del todo inimitable, no por ello ha dejado de devenir fuente de la que ha emanado un caudal de inspiración».


    «El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, pero ignoras de dónde viene y adónde va; lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu» (Juan 3:8). De este versículo del Evangelio de San Juan está tomado el subtítulo que en francés tiene el filme que analizamos: Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle où il veut, metáfora empleada por Cristo para ahondar en la idea de que es el viento (la voluntad divina) la que decide nuestro destino una vez hemos (re)nacido en Dios. El libre albedrío absoluto pertenece, por lo tanto, a lo suprahumano, pero es responsabilidad nuestra tratar de ayudar a la providencia –o a la fortuna, si queremos desvincularnos de lo religioso– sabiéndola escuchar y aceptar. Y justamente algo tan inefable como ese «viento» es lo que Bresson se propone retratar en esta cinta. Las primeras palabras que se pronuncian en el metraje «inteligibles» (se han oído antes los exabruptos en alemán de los captores, pero tienen la misma función de «distorsión» que los ruidos), y que corresponden a la voz en over de Fontaine –la cual irá glosando, en un tono monocorde, los acontecimientos– son: «Me sentía observado». ¿Quién observa a Fontaine? ¿Los carceleros? ¿Dios? ¿Los espectadores? Pues todos ellos y ninguno, en realidad. Y es que los guardias, como el público y como el destino (o la divinidad o la suerte o…), se encuentran a la vez presentes y ausentes en la historia narrada, que existe porque las tres instancias han intervenido en ella, aunque no la hayan definido ni cincelado plenamente. En resumidas cuentas, esta película sutil y profunda, antirretórica y esencialista, que atesora la belleza, no de lo hermoso, sino de lo desnudo y preciso, define por primera vez un estilo absolutamente singular, que si bien es del todo inimitable, no por ello ha dejado de devenir fuente de la que ha emanado un caudal de inspiración (Straub-Huillet, Eustache, Rohmer, Jarmusch, Kaurismäki, Kiarostami…). En todo caso, lo que sigue haciendo de Un condenado a muerte se ha escapado una creación de una grandeza pocas veces alcanzada en cualquier manifestación artística, radica en su excelencia a la hora de concretar su temática de fondo, que en el seno de un relato de heroísmo (de altruismo, de ética) formula una especulación ontológica sobre la condición humana, bien es verdad que en este caso esperanzada, pero especulación al fin y al cabo, como si se hiciera eco de esta reflexión de Sören Kierkegaard:

    «Lo ético en sí es universal, se aplica a cada uno; y lo mismo se expresa desde otro punto de vista diciendo que se aplica a cada instante […]. Considerando inmediatamente como físico y psíquico, lo particular individual es lo particular que tiene su telos en lo universal, y su tarea es expresarse constantemente en ello, abolir su particularidad para hacerse universal. El individuo peca en cuanto quiere afirmar su particularidad por encima y en contra de lo universal, y sólo reconociéndolo así puede reconciliarse nuevamente con lo universal. […] Lo ético es lo general, y como tal, también lo divino. Por eso se puede decir con razón que todo deber es, en el fondo, deber para con Dios; una vez afirmado esto, puedo añadir que, hablando con propiedad, no tengo ningún deber para con Dios. El deber es tal deber como se refiere a Dios, pero en el deber en sí no entro en relación con Dios sino con el prójimo a quien amo. Si, en esta circunstancia, afirmo que tengo el deber de amar a Dios, estaré simplemente cayendo en una tautología, pues Dios está tomado en el sentido totalmente abstracto de lo divino, es decir, de lo general, o sea, del deber. De este modo la existencia integral de la especie humana se cierra en sí misma adoptando la forma de una esfera perfecta, convirtiéndose lo ético con continente y contenido al mismo tiempo. Dios pasa a ser entonces un punto invisible de convergencia, una idea desvaída, cuyo poder sólo reposa en la ética que se refiere a la existencia terrena».


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Decimotercera entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.

    Bibliografía
    ▪ Bresson, Mylène. Bresson par Bresson: Entretiens (1943-1983), Ed. Flammarion, 2013.
    ▪ Bresson, Robert. Notas sobre el cinematógrafo, Ed. Ardora, 1997.
    ▪ Burnett, Collin. The Invention of Robert Bresson: The Auteur and his Market, Indiana University Press, 2016.
    ▪ Erice, Víctor. «El cinematógrafo y su quimera» en Robert Bresson de Santos Zunzunegui, Ed. Cátedra, 2001.
    ▪ Godard, Jean-Luc. Número especial de «Cahiers du Cinéma», 50, mayo 1957, en Godard on Godard, Viking Press, 1972.
    ▪ Kierkegaard, Sören. Temor y temblor, Alianza Editorial, 1998
    ▪ Sharret, Christopher. «L’argent: Bresson Ends», en la página web Filmint., julio de 2017.
    ▪ Schrader, Paul. El estilo trascendental en el cine, Ediciones JC, 2009.

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