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    La chica que sanaba
    Cine Alemán Siglo XXI

    La semántica de «El hilo invisible» de Paul Thomas Anderson

    Del «vestido escrito» al «vestido imagen».

    La semántica de la última película de Paul Thomas Anderson.

    Bajo la emanación nihilista revelada tras el mismo prefacio de El lobo estepario, se oculta una tímida melancolía hacia la utópica preservación del sujeto, aquello que Dalí describió con surrealista maestría en la pesimista La persistencia de la memoria. Este nostálgico sentimiento podría venir a explicar el origen de la gran discrepancia conceptual que existe entre los argumentos de aquellos que tratan de aventurarse en el escrutinio formal de Hermann Hesse. En su seminal novela, Siddhartha, hallamos uno de los ejemplos más ostensibles de esta afirmación, justo en el desenlace, cuando Govinda ve desvanecerse el semblante de su maestro y, en su lugar, surge “un río de rostros”, miles de caras en constante alteración que se unen y separan en una infinita relación recíproca. Se trata de su legado, de la importancia del objeto y lo prescindible del sujeto. Desconocemos si Paul Thomas Anderson ha leído a Hesse, aseguraríamos que sí, claro, por la simple presunción de conocimiento absoluto de todo autor admirado; por simple fanatismo si prefieren usar un término que denote mayor intensidad, pero lo cierto es que su nueva película, El hilo invisible, puede leerse bajo el mismo prisma simbólico de lo inmanente y lo transitorio de la creación, del conocimiento o de la exclusividad, sustentado en algunas de las más grandes teorías y pensamientos literarios del siglo XX. Y de ese mismo fanatismo podríamos extraer el primero de los apuntes de este ensayo:

    LA PASIÓN


    En el sobresaliente trabajo de Roland Barthes, El sistema de la moda, el ensayista francés realiza un análisis de las tendencias en la vestimenta y, en concreto, del vestido como símbolo epitómico presente en las revistas sobre moda. Organiza su estudio en tres niveles estructurales mediante los que ejecuta un examen semiológico del sistema de significación de la moda: el vestido escrito, el vestido imagen y el vestido real; siendo el vestido imagen una estructura simbólica del lenguaje de las formas y el vestido escrito la expresión textual y la semántica, en su conjunto darían identidad a un nuevo nivel que Barthes llamó el vestido real, que no puede situarse a la altura de la lengua, ni tampoco puede reducirse al nivel de las formas, puesto que ver un vestido real, “incluso en condiciones privilegiadas, no puede agotar su realidad y menos aún su estructura: no vemos más que una parte, un uso personal y circunstancial”. Para analizar con detenimiento este nivel de representación habríamos de situarnos ante la estructura plástica del “vestido-real”, compuesta por la estructura verbal del “vestido escrito” más la concreción formal del “vestido imagen”, algo que Paul Thomas Anderson realiza con un simple gesto de eclecticismo artístico consistente en la imperceptible pero definitoria división estructural de su película. Para terminar de ampliar el concepto de escrutinio barthesiano sobre la moda, cabría distinguir los tres medios, “shifters”, de transmisión y materialización de estos niveles de indagación en boga: del lenguaje a la imagen, del lenguaje a lo real, y de la imagen a lo real.

    Como Barthes, Anderson usa la descripción detallista y minuciosa del trabajo artesanal del protagonista con sus creaciones conforme a una connotación retórica. Esta característica se traduce en la especificidad de la naturaleza material del objeto y su aceptación multitudinaria. Los clientes de Reynolds Woodcock parecen extasiados, no sólo por la adquisición de una prenda de ropa, sino también por el sentimiento de júbilo que les proporciona el creerse en posesión de parte de ese idolatrado artista. Es lo descrito por el ensayista como el encuentro entre una materia —el vestido— y un lenguaje —la pasión—; algo que se acepta en llamar a nivel analítico, poética. Y entonces entra en juego la transitividad del lenguaje y de la materia, la corrosión, la pérdida del esplendor inicial. Aquí es donde el diseñador debe situarse del lado de su público y escuchar sus necesidades, trasgredir para evitar que su fama sea tan efímera como el propio concepto de la moda. La película no entra en la decadencia territorial del protagonista, todo lo contrario, siempre lo mantiene en un nivel de veneración totémica, aunque sí vaticina el advenimiento de la feroz competencia con esa escena en la que se menciona la infidelidad de una clienta asidua de Woodcock, a otra casa a consecuencia de la falta de frescura en el clasicismo del personaje principal. Nos encontramos ante un hecho diacrónico del proceso generador filmográfico. Anderson abandona su recurrente teoría del caos azaroso y nos presenta una acción discordante por la cual, las prendas del prestigioso diseñador comienzan a perder el componente de sublime solemnidad con las que habían sido presentadas inicialmente, y se construyen en la antigua significación tradicionalista de lo perecedero. Los estampados, los tejidos, los colores, todo pasa ahora por una sincrética vertiente que discurre entre lo clásico, lo vintage y lo caduco, y toma su precedente en la necesidad del protagonista de mantenerse fiel tanto a sus principios como, sobre todo, a su posición intransigente y dominante frente a Alma.

    Pero sigamos un orden y, antes de entrar en la verdadera figura motriz del metraje, Alma, detengámonos en esa breve escena sutil que, por su simplicidad, pasa casi desapercibida en una película que apoya gran parte de su peso semántico en dicha secuencia.

    LA MODA


    Barthes fue capaz de revertir la contingencia histórica que situaba el análisis de tendencias del siglo XX, destinado las ordinarias páginas de las revistas de moda, para llevarlo a un nivel de adulación académica que llegó a catalogarse como la cumbre de la nueva semiótica del relato. Thomas Anderson reverencia por medio de su película el mismo estructuralismo lingüístico propuesto por Ferdinand de Saussure, inspirador del trabajo barthesiano, y se adentra en los mecanismos subyacentes de la moda en un proceso naturalizador del objeto y sacralizador del sujeto: en su sencillo pragmatismo –el simple hecho de protegerse del frío y esconder las intimidades del cuerpo desnudo–, la ropa es, en el siglo XXI, el testamento de las deidades de la aguja y el hilo, seres mitificados y reverenciados que se esconden bajo una fachada de preocupación estética desorbitada y necesitan modificar la aburrida conformidad identitaria de los consumidores, en definitiva, otorgar personalidad al comprador del vestido.

    Sin embargo, los años pasan y Woodcock ve como las clientas se distancian de sus refinados encajes. No tendrá que esperar mucho hasta que su hermana y confidente le confirme lo que venía siendo un secreto a voces, su diseño está desfasado; por eso sus parroquianas son cada vez mayores. Ya no encuentra el toque que la juventud necesita para evitar sucumbir al conformismo, es incapaz de aportar la pincelada “Chic” de la modernidad. Y aquí, en esta escena de apariencia intrascendente, en la que se hace mención a ese neologismo que podría definirse como jovialidad elegante, es cuando el protagonista pierde por completo los papeles y se pone, por primera vez, la máscara del perdedor frustrado incapaz de aceptar la derrota. Su clienta lo ha abandonado por alguien que pueda ofrecer un toque “chic” –término en el que se reincide con especial insistencia– a su atuendo; entonces recordamos los análisis barthesianos referentes a los cambios experimentados por la moda en los 60, que generaron el paso de lo clásico a lo barroco y estuvieron marcados por el toque de sofisticación de Armani, la sensualidad de Versace y, por supuesto, el gigante de Chanel que venía apostando por un giro “Chic” [sic] del diseño. De la cruenta rivalidad por el trono de la alta costura, surgieron las revistas de moda como paradigma de la última tendencia y del estilo desfasado; representación paradigmática de las propuestas sintagmáticas de los diseñadores. Anderson omite deliberadamente a estos medios de comunicación tendenciosos ya que es consciente de estar en posesión de algo más poderoso, una herramienta con capacidad de persuasión y alcance inimaginables; nos referimos, por supuesto, al cine. Uno de los centros de atención de la moda en su glamurosa alfombra roja, en las protocolarias entregas de premios o en la simple puesta en escena con un vestuario estudiado al milímetro para representar un ejercicio metadiscursivo sin igual. Distingue en este punto, Roland Barthes, tres tipos de influencias cinematográficas en la moda, las denominadas “Trend Movies”, como La dolce vita de Fellini, capaz de conseguir que el vestuario de sus actores se convirtiera en el emblema de una etapa y de una generación. Las “Cult Movies de anticipación”, como The Rocky Horror Picture Show, que movió a los grandes modistos a la configuración del estilo Punk en sus diseños, y las “Cult Movies de conceptualización”, como Quadrophenia, de Frank Roddman, símbolo del movimiento Mod reconstruido a raíz del filme en la escena vanguardista inglesa de los 80.

    The Phantom Thread se adscribe a la autoridad prestigiosa de la ostentación autoral. La película refleja la influencia de la firma, más allá del propio estilo de la colección. Woodcock se convirtió en un sello de prestigio y de meticulosidad, pues personalizó cada una de sus creaciones con un mensaje cosido en el forro del vestido, un mensaje representativo de la firma gracias a la participación del símbolo léxico, recordamos aquí el concepto de vestido real como suma de la imagen más la escritura. Se trata de un gesto innecesario pero de incalculable valor artístico, algo poético, lo que nos lleva al siguiente apartado.

    LO POÉTICO


    Paul Thomas Anderson erige su película desde la misma base de cimentación poética con la que Julio Cortázar construye sus relatos: mediante un proceso de cincelado y exclusión metodológica. Para Anderson, al igual que para Cortázar, la poesía consiste en la parte residual existente tras tratar de definir lo poético. La simple enunciación explicativa de un concepto no deja de ser algo premeditado, estudiado de manera fría, empero, Anderson entiende la poesía cinematográfica como un ejercicio de ardorosa pasión, espontáneamente meditado. Encontramos en este proceder un paralelismo elegíaco como el que caracterizaba al Manifiesto poético de Dylan Thomas, quien confesaba que comenzó a escribir poesía tras sufrir un enamoramiento del sonido de las palabras. Anderson trata cada palabra emitida por sus personajes como lo hace el bardo, con minuciosa delicadeza y cariño, esculpiendo en la indeleble piedra fonemas concretos que conforman impulsos líricos, sentimientos y diseños tangibles explicitados en la perfección de esos majestuosos trajes con los que Woodcock asombra a todos sus admiradores.

    La filmografía de Paul Thomas Anderson, como la de Michael Haneke, compone el arquetipo ideal de la madurez narrativa. Es un cine de exigente lectura en tanto que requiere de absoluta flexibilidad asimilativa y un estado anímico sosegado. Una metodología equiparable a la construcción lírica del poeta galés que, como el realizador californiano, confronta lo épico a lo fantástico. PTA utiliza las palabras para hacer fluir las imágenes en armonía con la narrativa de lo visual, mientras que DT se apoya en una escritura visual que simboliza el movimiento de lo inmaterial. Se trata, en ambos casos, de una dialéctica singular de las imágenes, de una forma precisa y melódica de representación del “vestido escrito” y del “vestido imagen”. En este sentido, El hilo invisible manifiesta una constante inquietud por el significante y la analogía entre el diseño de su producción audiovisual y el diseño como forma de expresión creativa de la moda. Se trata de una reflexión acerca de las complejas relaciones entre el lenguaje cinematográfico y lo real o, lo que es lo mismo, un consciente contacto con lo que Alejo Carpentier denominó lo real maravilloso. Mediante un psicologismo heredado del realismo decimonónico, Carpentier dotaba a sus textos de una atmósfera inspirada en el lenguaje barroco que se adaptara a la principal función integradora de su estructura sintáctica, trabajando en la novela como si de un poema se tratara. No hay duda de que Anderson, con sus pinceladas de excéntrico humor, sus conscientes referencias a los grandes cineastas de mediados de siglo XX, su minucioso tratamiento de la forma narrativa y su cosmovisión auténticamente posmoderna forma parte de este particular “BOOM” del cine norteamericano, que siempre ocultará, como no podría ser de otra manera, la presencia de un amor exaltado y enfermizo.

    EL AMOR


    Georg Lukács, en su texto El alma y las formas, presenta una lección sobre el amor que se redime en el trasfondo de una sociedad con tendencia al distanciamiento de la pasión; gracias a esta perspectiva el ensayo resulta desgarradoramente romántico, pues reflexiona sobre la nostalgia de un amor perdido, aquel del que habló y sacralizó Platón en El banquete, un amor cuya supervivencia reside en la implacable renuncia del ser individual, del éxito, del yo construido a lo largo de años de esfuerzo individualista. ¿Acaso no hemos pensado todos que la única oportunidad que tienen Reynolds y Alma de ser felices como pareja reside en el completo abandono profesional del hombre, en el cierre definitivo de Woodcock? En efecto, conocemos al protagonista de la película convertido en una mezcla entre Narciso, enamorado de su propio reflejo, de la representación de su mismo ser en la alta sociedad, y Pigmalión, hechizado por su propia creación, el vestido perfecto. Las mujeres son, para Reynolds, un simple accesorio, un divertimento con el que entretenerse hasta que se aburre y delega en su hermana Cyril la comunicación a la desdichada del término de su relación, ya que él, como bien deja claro desde el comienzo, “no tiene tiempo para enfrentamientos”. Sin embargo, una de esas “desechables” mujeres consigue romper su coraza de protección impenetrable y hace que pierda su aparente fachada de frialdad. El resultado se adscribe a la descripción de Barthes, “hiriente como la metralla, la ráfaga amorosa provoca entorpecimiento y miedo: crisis, revulsión del cuerpo y locura”. La pareja, tras una breve y platónica etapa de afectividad, entra en un decadente y enfermizo idilio del que no podrá salir.

    Sin embargo, la joven Alma encuentra una solución reconfortante que le permita disfrutar de su pareja con ternura y sin las constantes discusiones, aunque para ello, ha de esperar a que Reynolds caiga enfermo y necesite de sus cuidados; y así, vulnerable, desprotegido, se deja amar en la enfermedad como es incapaz de hacerlo cuando se encuentra en plena fortaleza física. En este punto hemos de trasladarnos a la literatura japonesa para hallar en la maravillosa y trágica figura de Mishima un precedente dramático de semejantes características. Nos referimos al placer que sentía la protagonista de la novela, Música, con el sufrimiento de su marido: “Durante este período, en un rincón de mi corazón sentía, a diario, una felicidad desgarradora. Sabía bien que él no mejoraría y estaba claro que mi gozo provenía de este conocimiento. Por saber de su muerte, lo visitaba y cuidaba con toda mi alma, rogaba por él y sufría. Mas cuando murió, volví a ser víctima de un vivo dolor, el dolor por la pérdida de la felicidad de aquella circunstancial situación”. Al igual que Mishima, Anderson incide en el concepto del dolor tras la perspectiva de una ruptura, no como un verdadero sufrimiento por la pérdida del amado (o detestado), sino por la interrupción de esa felicidad que se encuentra en la rutina, en el saberse acompañado.

    La problemática de las relaciones amorosas ha estado presente en la filmografía andersoniana desde sus comienzos, y podría entenderse como un amor asfixiado por la incomprensión entre los amantes. Algo que no impide a los personajes reincidir en esa desdicha por aquello que viene a denominarse costumbrismo romántico, el sentimiento infundado de no poder vivir el uno sin el otro, el origen de un círculo vicioso de odio, temor y deseo. Por lo general, en los momentos más claustrofóbicos de estas relaciones, cuando se presenta una imperante necesidad de romper con la asfixiante rutina matrimonial y buscar algo más excitante, las ficciones tradicionales suelen dirigir la trama hacia la aparición de un tercero que promueva el adulterio. No obstante, en esta película, la necesidad de escapar de la angustia marital alcanza un matiz mucho más violento y explícito en esa misma línea de inestabilidad y toxicidad, cuando Alma entiende que, si la única forma de hallar la felicidad con su marido es la enfermedad de éste, habrá de encontrar la manera de hacer que pierda y recobre la salud a su antojo. El conocimiento y la aceptación de Reynolds de esta estrategia maquiavélica de Alma nos llevan a nuestro último punto de análisis.

    LA MASCULINIDAD


    Reynolds Woodcock ha alcanzado el éxito y la fortuna en nuestro mundo discriminatorio defendiendo un empleo asociado tradicionalmente al género femenino. Es, quizá, por este motivo por lo que el diseñador se ha esforzado siempre en no mostrar debilidad frente a nadie. El protagonista ha construido una fachada de reservada hostilidad social, manifestada con frecuentes salidas de tono y una actitud desafiante a cuantos hombres se han atrevido a cuestionar su hombría. Como ejemplo paradigmático de la masculinidad hegemónica, no le ha quedado otro remedio que luchar por su posición de macho alfa en cada uno de los actos sociales a los que ha sido invitado, algo que funciona en armónica sincronía con su carácter arrogante y altivo respecto de otros hombres y mujeres. De este modo, cuando se da cuenta de que sus sentimientos hacia Alma sobrepasan lo puramente lúdico, el protagonista encuentra en la estrategia enfermiza de su pareja una solución provechosa de la que beneficiarse para encontrar la forma de intimar de manera romántica y cariñosa con su mujer sin necesidad de mostrar debilidad por ello; desde la enfermedad es aceptable, hablando en términos de masculinidad, que el hombre reciba sin reticencias los cuidados y caricias de la mujer, sin que nadie pueda poner en entredicho una hombría de la que hará gala, una vez se haya recuperado de sus dolencias, con su desprecio e insolencia habituales. En cuanto a la semántica, además del explícito nombre del protagonista, cuya traducción sería algo así como “pene de madera”, podemos apreciar aquí el significante masculino de la propia palabra vestido, y el significado que esta definición encuentra en el aberrante proceso de masculinización de la prenda femenina como medio de imposición estatutaria, algo que Barthes acertó a describir como la búsqueda de la subordinación totalitaria, una masculinización absoluta de todo el terreno lingüístico; esta situación llegará promovida, en la película de Anderson, por la completa pérdida de la confianza en el protagonista, desarticulado anímicamente a consecuencia del carácter irreductible e impertérrito de Alma.

    Tal vez esta última producción de Paul Thomas Anderson no nos haya brindado uno de sus típicos trabajos de trepidante argumentación fraccionada, ni una compleja línea narrativa de múltiples conexiones idiosincráticas; sin embargo, a efectos semánticos, puede configurar uno de las trabajos más profundos y acertados de toda su carrera.

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