El crujido del tiempo
Crítica ★★★★ de Handia (Jon Garaño y Aitor Arregi, España, 2017).
El tiempo se nos presta cuando nacemos y se nos arrebata cuando morimos. El cambio es el encargado de ir construyendo un camino determinado. Y como se muestra en Handia, el verdadero cambio es imperceptible e inevitable. Ya el comienzo de la película nos sitúa en una época vertiginosa, movida por un estallido de las conciencias de individualidad: a principios del siglo XIX, poco después de las olas revolucionarias de 1830. Estas alteraciones sociales llegan a afectar al caserío más remoto de Guipúzkoa, donde los hermanos Martin y Joaquín viven junto a su padre. Sin embargo, la transformación más agresiva la sufre Joaquín durante el tiempo que su hermano Martín está luchando en la primera Guerra Carlista. Este cambio, aunque inevitable, es cuando menos evidente y supondrá un giro en la vida familiar. Martín y Joaquín intentarán ganarse la vida exhibiendo en distintos shows el gigantismo de este último (que sufre una acromegalia que lo termina por convertir en el hombre más alto de Europa), enfrentándose a las crueldades de un mundo que les queda grande. La historia de los dos hermanos, contada con un mimo excelente por parte de Garaño y Arregi, nos transporta a un lugar cercano aunque se trate de un tiempo lejano. Nos asoma a la esencia del ser humano, al mostrar el miedo y la necesidad de ser amados por nuestros seres queridos y aceptados por la sociedad, al reflejar el anhelo de ambos hermanos en cumplir sus sueños y la lucha contra sus defectos. A diferencia de los pasos torpes de Joaquín, la película crea una danza constante. Un baile entre planos perfectamente conectados, donde la composición es el paso estrella. Pero sin lugar a dudas, la coreografía principal la interpretan las miradas, el lenguaje no verbal. Desde una mirada adolescente y cómplice al amor, hasta un gesto de terror ante el abandono del hogar. En cualquier caso, estas danzas están siempre regidas por el tiempo y a la consecuente evolución. Los sentimientos se representan en forma de gestos, detalles; como el abrazo entre los dos hermanos que encierra toda una vida.
Aunque el tour de los protagonistas por el mundo exhibiendo a Joaquín es inabarcable, resulta más fácil comprender sus andanzas gracias a la división del relato en capítulos, como si de un cuento popular se tratara, en el que se mezclan los títulos verosímiles («Joaquín se hace grande») y los fantasiosos («Martín y el gigante» o «El gigante de un solo brazo»). Esta fusión no se aleja de la historia de los dos hermanos, ya que su relato se pasea entre el margen de una vida real y la leyenda del gigante de Altzo, hasta llegar a la cima de lo meramente humano. Esta decisión divisoria resume los hitos de una vida dejando unos retazos relativamente independientes pero que uno tras otro van formando a los dos protagonistas. El paso de un capítulo al siguiente supone un cambio que lleva consigo una adaptación que puede ser acertada o fallida. Desgraciadamente, el resultado solo se conoce con el tiempo. El mismo que empuja a los protagonistas a actuar y a buscarse la vida como buenamente pueden. Las paradojas de la evolución son constantes. Cuando Martín regresa a casa manco tras la guerra, dispuesto a comerse el mundo con un brazo, Joaquín le reprocha su deseo de salir del pueblo, en el que ve una ruptura con la tradición familiar. Le critica su transformación interior y se escuda en que él no ha cambiado. Pero lo cierto es que sí lo ha hecho: mide nada menos que un metro más de lo normal. Sin embargo, y aunque resulte atrevido decirlo, este cambio no resulta tan difícil como la mutación interior. Además, Joaquín tiene la fortuna de que, a medida que crece, sus raíces se hacen tan fuertes como las de un árbol. El problema surge cuando la zona de confort y de estabilidad creada por el inmovilismo de esas raíces se ve quebrada por un leñador que tiene la necesidad de discriminar su mapa personal interior, como le ocurre a Martín. Una vez el árbol se corta, este va muriendo lentamente, al tiempo que lucha por adaptarse ante este mundo de presente fugaz.
«Garaño y Arregi han logrado crear una obra universal a vueltas con el paso del tiempo en la vida humana».
Resulta muy llamativo cómo el pulso entre lo tradicional y lo moderno tiñe todo el filme. La cultura vasca está representada por un gigante que crece y busca continuamente adaptarse a las situaciones, por ejemplo, luchando para no perder los fueros o aprendiendo otro idioma para poder comunicarse en el extranjero. Todo ello provoca una pérdida de la identidad, hasta que los huesos del gigante acaban desapareciendo. En Handia los desplazamientos no solo corresponde a un viaje físico sino también interior. A su vez, las travesías no implican necesariamente una metamorfosis en la esencia de uno mismo. Por lo que cuando exhiben a Joaquín ante unos médicos queda patente que por mucho que uno se engalane, es muy difícil ocultar las raíces que nos sostienen, revelando así cierto carácter determinista de la vida humana. Este rasgo de la existencia supone un constante muro para las ambiciones de Martín, que en contadas ocasiones se ven saciadas. Quizá porque sus aspiraciones no están bien focalizadas y deja de lado algo tan importante como el amor, recubriéndolo de una falsa compatibilidad, generando unos encuentros amorosos de lo más violentos. Las miserias humanas se presentan con los momentos incómodos que acompañan a la existencia de los dos hermanos a cada paso que dan. El sentimiento de angustia traspasa la pantalla cada vez que llegan a una ciudad. La tela con la que Joaquín se tapa o la necesidad de aprobación que tiene Martín por parte de la alta sociedad, que se traduce en el simple y común deseo de enorgullecer a su padre, nos dirige a lugares que todos conocemos. Del mismo modo, el problema de Joaquín no es su condición de gigante. El conflicto que plantea Handia es el de encontrarse en un lugar donde uno está encorsetado por las normas sociales establecidas.
El filme introduce también otro dilema en torno a la libertad, cuando el espectador se da cuenta de que ninguno de los dos protagonistas puede realmente vivir sin el otro, pese a las actitudes opuestas que personifican; y que sus propios miedos son sus mayores limitaciones. Este, junto a su falta de dignidad, es un reconocimiento doloroso para ellos. Joaquín es un negocio que Martín explota, pero que ambos creen necesitar. A su vez, este dolor se asemeja al de la desconfianza que invade a Joaquín. La confianza es el pilar de las relaciones humanas, y en el momento en el que esta brilla por su ausencia, los edificios se derrumban, los árboles se secan. La vida muestra los límites de tiempo que le impone la muerte. Sin embargo, mientras sigamos vivos, el paso del tiempo nos acecha. Y aunque Martín piense que la capacidad de adaptación es de lo peor que le ha sucedido al ser humano, es lo que nos permite sobrevivir. La visión de Martín es cómoda, ya que resulta más sencillo quedarse estancado, o incluso empezar de cero sin sumar. Pero cuando uno se adapta, aprende y se hace más y más grande, como es el caso de Joaquín. Hasta oír el crujido del paso del tiempo en nuestro propio interior. En cualquier caso, no necesitamos un gigante para darnos cuenta de la existencia de la evolución. Hay cambios que son inapreciables pero que suceden y nos marcan, como el imperceptible movimiento de una mano inmóvil. Los logros de este filme se sustentan en la identificación de los espectadores con la historia y ambos personajes. Ya que por muy diferentes que estos sean, sus inquietudes y anhelos son compartidos. Garaño y Arregi han logrado crear una obra universal a vueltas con el paso del tiempo en la vida humana. | ★★★★ |
Blanca Gil Alzugaray
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
España, 2017. Título original: Handia. Director: Aitor Arregi y Jon Garaño. Guion: Aitor Arregi, Jon Garaño, Jose Mari Goenaga y Andoni de Carlos. Compañías productoras: Irusoin, Kowalski Films, Moriarti Produkzioak y Acontracorriente Filsm. Presentación oficial: Festival de San Sebastián. Productores: Xabier Berzosa, Jose Mari Goenaga, Iñaki Gomez, Fernando Larronod, Iñigo Obeso y Koldo Zuazua. Fotografía: Javier Agirre. Montaje: Laurent Dufreche y Raúl López. Diseño de producción: Mikel Serrano. Dirección artística: Susana Segurola. Vestuario: Saioa Lara. Sonido: Iñaki Díez. Música: Pascal Gaigne. Reparto: Eneko Sagardoy, Joseba Usabiaga, Aia Kruse y Ramón Agirre. Duración: 114 minutos.