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    Crítica | Rehenes

    Parecían tan felices

    Crítica ★★★★ de Rehenes (Mzevlebi,მძევლები, Rezo Gigineishvili, Georgia, 2017).

    Si hay un propósito artístico común en el cine político ese es el de oponerse a las formas del reportaje. En Rehenes queda patente esa ambición cuando coloca al principio las imágenes de un telediario. El monitor se apaga y da paso a una dramatización de los hechos. ¿Qué diferencia existe entre una y otra? La misma que se da entre un informe oficial y un tratamiento más plural. Un acto terrorista no se define con datos supuestamente objetivos, no es como suele decirse una respuesta irracional que atenta contra la sociedad del bienestar, ni debería reducirse al número de víctimas que produce. El gobierno suele utilizar estas lesiones en su favor. Es el momento ideal para afianzar su proteccionismo y hacer propaganda de su línea política. En Monsieur Verdoux (1947), Chaplin emitió su propia guerrilla revolucionaria cuando recordó que los números santifican: «Un asesinato te convierte en un villano, millones en un héroe». Por eso mismo, Rehenes no narra la historia de unos jóvenes canallas, como en su día dijeron los comunicados de la KGB. Es, sobre todo, la peripecia temeraria de unos pocos aficionados. El 18 de noviembre de 1983, cinco chicos y tres chicas georgianos acompañaron a una pareja recién casada tras el banquete nupcial. Apoyados por el alboroto de tan feliz acontecimiento, procedieron al secuestro del avión que les conducía de Tiflis a Leningrado con intención de desviar su ruta a Turquía y salir de la Unión Soviética. Fallecieron ocho personas en esa operación frustrada. Misteriosamente, la noticia tardaría cinco días en llegar a los medios de comunicación y, más adelante, cuando los jóvenes secuestradores fueron juzgados y sentenciados, los materiales del caso serían trasladados a Tiflis, donde un incendio los destruyó. El cineasta Rezo Rezo Gigineishvili contempla con distancia esta tragedia, tan sólo tenía un año cuando sucedieron los hechos. Pero escoge el ángulo apropiado: el de los ejecutores. Una decisión que lo emparenta con dos filmes de 1986, El caso Moro y Stammheim (El proceso) de Giuseppe Ferrara y Reinhard Hauff, respectivamente. Su visión revelaba que tanto en Italia con las Brigadas Rojas como en Alemania con la banda Baader-Meinhof se emprendía una lucha radical contra la explotación capitalista: esos despidos o leyes abusivas que en un futuro harían muy difícil afrontar el alto coste de la vida. El tiempo no les ha quitado la razón. Pero, en este caso, ¿qué perseguían estos jóvenes georgianos?

    Resulta esencial que Rehenes no se decante por ningún motivo concreto, no traicione su misterio. Gigineishvili resuelve la falta de documentación como haría un buen cineasta: enlazando planos interrogativos. El director deja que el atentado y sus circunstancias circulen en imágenes que nunca precisan más juicio que el del espectador. Y para ello se sirve de esa táctica hitchcockiana que permite construir una trama sólida al margen de cualquier excusa. No tenemos por qué conocer la ideología de este pequeño grupo de disidentes. A Gigineishvili le interesa sólo aproximarnos, no que empaticemos con ellos. Sobre todo cuando sabe que, por una cuestión geográfica, no van a calar sus sueños de Occidente, ni esa búsqueda de horizontes prohibidos por el Estado soviético. Y menos aún la promesa romántica de un mundo mejor. Tampoco debemos compartir el ansia de huida que sugiere la secuencia que sigue al título, esa que sitúa a los rebeldes protagonistas en la playa de Batumi, muy cerca de la frontera con Turquía. Por eso mismo, su alcance dramático no se apoya en el significado de su acción combativa. Concentra toda su fuerza en su consecución torpe o dudosa, que nos instala en un terreno del nonsense, donde los efectos devastadores son a su vez gratuitos. Tanto como esa represalia agresiva que dictaminará el gobierno. En definitiva, el director y guionista no condiciona nuestra posición ante el relato. Evita la psicología y apenas utiliza música. Sabe que, bien conducida, esa carencia de información deja un poso aún más terrible.

    «Sus imágenes expresan honestamente la derrota de una utopía colectiva, sostenida desde un principio por los andamios de la contradicción. El director nunca estuvo en ese avión, pero indaga en este capítulo oscuro de su país como mejor puede, sin resolver ni sellar esa herida».


    La destrucción posterior de pruebas y cuerpos supondría un desconsuelo infinito para quienes sobrevivieron. Por eso hay dos sensaciones que obsesionan a la cámara: la fatalidad y la incertidumbre. Ambas están inscritas desde las primeras imágenes. El cielo de la playa está encampotado. Uno de los padres accede a la Comisaría por un pasillo desenfocado. Cada detalle visual cuenta. Empero, no figura ninguna dirección artística, bastan el maquillaje, vestuario y peluquería para retratar esa época. Los edificios de antaño persisten, imperia la misma fisonomía en las ciudades. Desde que la URSS se disolviera en 1991, los países que la formaban siguen congelados en un tiempo muy pretérito. Es muy difícil datar películas rusas de este siglo como Italyanets (Andrey Kravchuk, 2005) o Durak (Yuriy Bykov, 2014) sin consultar sus fichas técnicas. El nexo común de estas dos obras con Rehenes es el de su ancestralidad disconforme, la conciencia trágica de que no hay evolución ni movimiento. En ese contexto, la subversión une, el miedo separa. El tráfico de objetos (cigarrillos Marlboro, Camel, discos extranjeros) conecta personajes; un simple rumor provoca inmediatamente una escisión. Un canal de televisión rusa emite un programa de buenas maneras. Por contra, un LP de los Beatles obtenido de estraperlo anuncia: Let it be, déjalo ser. El futuro esposo sugiere a un amigo que escapen. Éste aduce: «Ese camino sólo te llevará a Siberia». Históricamente, Siberia fue la región del miedo, allí donde el cineasta georgiano más importante, Serguéi Paradzhánov, tuvo que cumplir 4 años de trabajos forzados sin haber hecho ningún intento de fuga. La misma estrategia nupcial de Rehenes funciona en otros países como Siria, tal y como testimonia Io sto con la sposa (Antonio Augugliaro, Gabriele del Grande y Khaled Ssoliman al Nassiry, 2014).

    Conviene detenerse en el banquete de boda, pues supone el punto de ignición, la verdadera pista de despegue de todo el relato. La cámara, hasta entonces predecible, se torna emocional y empieza a moverse según el ritmo interno de los personajes. Al principio se instala delante de los novios, tan serios que parecen liderar un funeral. Después, conscientes de su error, proponen un brindis, empieza la música y arranca un baile. Si el objetivo subraya la belleza de ese instante es precisamente porque es el más puro de ficción, allí donde más debe brillar su puesta en escena. La ambigüedad se instala en el grupo cuando el movimiento frenético de sus cuerpos sólo maquilla parcialmente la tensión de los rostros. A su alrededor, la inopia absoluta, la euforia histérica del resto de comensales. Suena “Sunny” de Boney M: «Los días oscuros se han ido, y los días soleados están aquí». Las luces se atenuan, la fiesta decae, la tensión crece. Vuelven los nervios, la neurosis… Se instala la confusión y la novia abandona el recinto. Este bloque es un trasunto del filme, contiene en el mismo orden todos los elementos de la historia. Empieza también con un motivo de comunión grupal hasta culminar en el paseo solitario de uno solo de ellos. Lo desconcertante de Rehenes es que nunca abandona esta idea, no desvía ni oculta su verdadero contenido. Sus imágenes expresan honestamente la derrota de una utopía colectiva, sostenida desde un principio por los andamios de la contradicción. El director nunca estuvo en ese avión, pero indaga en este capítulo oscuro de su país como mejor puede, sin resolver ni sellar esa herida. Aquellos jóvenes cultos, con talento, quisieron irse. Y, sin embargo, parecían tan felices... | ★★★★ |


    Daniel Gasco García
    © Revista EAM / Valencia


    Ficha técnica
    Georgia, 2017. Título original: «Mzevlebi/მძევლები». Director: Rezo Gigineishvili. Guión: Lasha Bugadze y Rezo Gigineishvili. Compañías productoras: 20 Steps Productions, Inkfilm. Presentación oficial: Festival de Berlín 2017. Productores: Mikhail Finogenov, Rezo Gigineishvili, Vladimer Katcharava. Fotografía: Vladislav Opelyants. Montaje: Andrey Gamov y Jaroslaw Kaminski. Segunda unidad: Marine Kulumbegashvili y Ekaterina Vasilieva. Efectos especiales: Dimitriy Shirokov. Vestuario: Tinakin Kvinikadze. Sonido: Kirill Vasilenko. Música: Giya Kancheli. Reparto: Irakli Kvirikadze, Tinatin Dalakishvili, Avtandil Makharadze, Merab Ninidze, Darejan Kharshiladze, Giga Datiashvili, Giorgi Khurtsilava, Giorgi Grdzelidze, Giorgi Tavidze, Vakho Chachanidze, Kato Kalatozishvili. Duración: 104 minutos.


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