El pasado es un prólogo
crítica ★★★ de Lion (Garth Davis, Australia, 2016).
La de Saroo Brierley era una vida digna de ser contada. Uno de los millones de niños anónimos de la India acostumbrados a sobrevivir en condiciones precarias, sumidos en la pobreza y obligados a buscarse la vida como pueden en las calles de la ciudad, mendigando o robando, en lugar de acudir a la escuela o disfrutar de la infancia que deberían. En la mayoría de los casos, estos chicos acaban perdidos, explotados sexualmente o muertos. Por fortuna, al final Saroo fue bastante más feliz, tal y como lo narró, en primera persona, en su libro autobiográfico Un largo camino a casa, que serviría de base a la película que nos ocupa. Transcurría el año 1986 cuando el pequeño, durante una noche en la que recorría las calles junto a su hermano mayor, se quedó dormido en el interior de un vagón de tren que le trasladó 1.500 kilómetros lejos de su hogar, al corazón de la caótica Calcuta. Saroo, de solo 5 años –ni siquiera tenía conocimiento del nombre de su pueblo o del de su madre, a la que llamaba "mamá"–, sorteó todo tipo de peligros hasta acabar en uno de esos centros para niños sin familia que, lejos de asegurar su integridad, les convierte en carne de cañón para que adultos sin escrúpulos cometiesen las mayores aberraciones con ellos. Solo unos pocos afortunados encontraban una oportunidad en la vida si eran adoptados, y ese fue el caso de Saroo cuando una familia acomodada australiana le eligió como hijo, ofreciéndole cariño, estabilidad económica y una educación (un futuro, en definitiva) en Tasmania. Garth Davis, director de la serie Top of the Lake, se ha enfrentado a la difícil empresa de contar un relato real –sambenito que, de entrada, ya hace temblar–, cargada de humanidad y sentimientos, pero evitando en todo momento caer en los excesos melodramáticos más típicos del telefilme de sobremesa. Ayudado por un excelente guion de Luke Davis, hay que reconocer que Lion (2016) sale victorioso en el intento.
Existen dos partes bien diferenciadas en el filme, narrado en orden cronológico, sin los habituales saltos espacio-temporales o el abuso de los flashbacks típicos en este tipo de biografías filmadas. La primera mitad es, desde luego, cautivadora. La presentación de las circunstancias vitales del pequeño Saroo (Sunny Pawar se revala como un prodigioso acierto de casting, gracias a su naturalidad desarmante), centrada en la estrecha relación con sus hermanos y el amor que le profesa una madre que apenas puede traerles algo que llevarse a la boca con lo que saca de su trabajo acarreando rocas, engancha irremediablemente al espectador a la dramática odisea del protagonista una vez que se encuentra perdido y desamparado lejos de casa. Unos episodios, los de la niñez, plasmados en pantalla con fogonazos de gran cine, gracias a un trabajo de fotografía de Greig Fraser enorme, capaz de extraer poesía y belleza de la podredumbre de los ambientes –esos que ya visitamos en la magnífica Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2008)–, y la elegante partitura musical de Volker Bertelmann, que se adueñan de una función caracterizada por su conseguido naturalismo y una economía de diálogos que, a la postre, funciona como fenomenal recurso expresivo. Las imágenes y los hechos hablan por sí solos y el espectador asiste perplejo a la lucha por la supervivencia de un niño que pasa inadvertido entre la multitud, a quien nadie tiende una mano para ayudar y que tiene que hacer frente al hambre, el frío, la soledad y la constante amenaza de las mafias pederastas. Davis realiza un trabajo artístico irreprochable en estos pasajes, tanto en el fresco que ofrece de la India de aquellos años, con esos peligros acechando en cada esquina y la pobreza extrema de las criaturas que pueblan sus calles, siempre a través de la inocente mirada de Sunny Pawar, el máximo apoyo del realizador para lograr conmovernos sin necesidad de concesiones sentimentaloides ni más tremendismos de los que la historia requiere –esos niños durmiendo a la intemperie sobre cartones; el episodio, con marcados tintes de género carcelario, en el centro de menores, donde se muestra la escalofriante trastienda de este tipo de organizaciones–, como en su extraordinario dominio de la narrativa. Este altísimo nivel de calidad se extiende hasta el instante en que aparecen en escena los padres adoptivos y la acción se traslada a Australia, con Saroo integrándose a su nueva familia, completada por otro chico acogido, Mantosh, mucho más problemático y desestabilizador.
«En su tramo final es capaz Lion de sobreponerse para entregar uno de esos desenlaces emotivos y capaces de sacar la lágrima al público más duro de corazón. Broche final previsible para uno de los filmes, en conjunto, más bellos e inspiradores del año, de esos que parecen pensados al detalle para colarse en las carreras de premios».
Lion es un distinguido retrato familiar que habla con sutileza de temas como la fuerza de los lazos de sangre y la necesidad del individuo de conocer sus raíces y enfrentarse al pasado para avanzar construyendo el futuro. Es también una historia de amor incondicional en múltiples manifestaciones –el maternal (hacía tiempo que Nicole Kidman no estaba tan magnífica, pletórica de humanidad y llenando la pantalla en cada una de sus escenas), el fraternal (a pesar de la personalidad conflictiva de Mantosh, este nunca será abandonado a su suerte por su hermano) o el de pareja (la subtrama sentimental con Rooney Mara es la que aporta menos fuerza, a pesar de que funciona como apoyo moral del protagonista en sus instantes más bajos)–, que contribuye a dibujar a un Saroo adulto, en su etapa universitaria, al que todo el cariño regalado por los Brierley no ha sido suficiente para suplir esa carencia de no saber qué fue de esa familia que dejó atrás en India, transformándole en un muchacho atormentado por el sentimiento de culpa. En este aspecto, la obra de Davis nos remite a otro título reciente (y superior) con búsqueda de los orígenes como leitmotiv como fue la china Más allá de las montañas (Jia Zhang Ke, 2015), con la que comparte muchos rasgos en común. Dev Patel toma las riendas del personaje de Saroo en esta segunda parte de la película y, pese a que ofrece una actuación esforzada y sensible, su labor queda eclipsada por los logros del actor que lo encarnó en su edad infantil. Tampoco ayuda que, después de sus apasionantes primeros 45 minutos, la cinta resbale hacia unos terrenos de drama familiar intimista que, aun siendo interesante y estar muy bien interpretado, resulta bastante más convencional tanto en fondo como en formas. Por ello, esa suerte de viaje virtual (por obra y gracia de los avances tecnológicos, en especial esa herramienta que es Google Earth) y, finalmente, físico que emprende Saroo para localizar a su madre biológica no consigue enganchar con la misma intensidad. No obstante, en su tramo final es capaz Lion de sobreponerse para entregar uno de esos desenlaces emotivos y capaces de sacar la lágrima al público más duro de corazón. Broche final previsible para uno de los filmes, en conjunto, más bellos e inspiradores del año, de esos que parecen pensados al detalle para colarse en las carreras de premios. | ★★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Australia. 2016. Título original: Lion. Director: Garth Davis. Guion: Luke Davies (Novela: Saroo Brierley). Productores: Iain Canning, Angie Fielder, Emile Sherman. Productoras: Coproducción Australia-GB-USA; See-Saw Films / Screen Australia / Sunstar Entertainment / Weinstein Company. Fotografía: Greig Fraser. Música: Volker Bertelmann, Dustin O´Halloran. Montaje: Alexandre de Franceschi. Diseño de producción: Chris Kennedy. Reparto: Dev Patel, Sunny Pawar, Rooney Mara, Nicole Kidman, David Wenham, Divian Ladwa, Priyanka Bose, Abhishek Bharate, Tannishtha Chatterjee. PÓSTER.