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    Festival de Gijón 2015 (I) | Críticas: La calle de la amargura + Nasty Baby

    La calle de la amargura

    De sábanas y sueños

    Crónica de la primera jornada del 53 Festival de Gijón.

    De acuerdo con Carlos Areces, maestro de ceremonias de la gala inaugural de la 53 edición del Festival de Cine Internacional de Gijón, una gala es eso que hacen los del cine para regocijarse entre ellos mismos, para sentirse mejor, aplaudirse, verse… una especie de catarsis ególatra para encandilarse unos a otros. Algo de razón tiene. La crítica y la prensa huyen normalmente de este tipo de actos, a menos que el deber lo requiera. Tienen su fama merecida: suelen ser aburridas, llenas de chistes con gracia discutible, de tono blando, muy académicas, sin apenas riesgos. Pero el pasado viernes, cuando entramos en el maravilloso teatro Jovellanos con la mentalidad de intentar soportar como sea las dos horas de gala que se nos echaban encima, nos llevamos una grata sorpresa al descubrir que el tiempo se pasó volando y que, realmente, valió la pena por diversos motivos. En primer lugar, porque Areces es un monstruo de la comedia capaz de entretener y hacer reír hasta las piedras. En segundo lugar, porque Apichatpong Weerasethakul recibió de manos de Lluís Miñarro la butaca que entrega el festival como homenaje a toda una carrera. El maestro tailandés siempre nos regala sabias palabras. Así, en un discurso corto pero emotivo, nos emplazó a todos a compartir con él la misma ilusión que tenía cuando era niño y, escondido bajo las sábanas, jugaba con una linterna y con las sombras que se proyectaban. La sábana de ese juego infantil hoy se ha convertido en una pantalla de cine, y lo que eran sombras hoy son imágenes e historias que nos cobijan bajo el influjo del cine. Y en tercer y último lugar, José Sacristán recibió el Premio de Honor Nacho Martínez, y escuchar la profunda voz del madrileño es siempre una experiencia casi religiosa, ya esté recibiendo un galardón, recitando un poema o dando el parte del tiempo. Pero lo cierto es que la gala es solo el pistoletazo de salida, un acto publicitario más al que acuden políticos y personalidades para mostrar su «apoyo» a la cultura en general y al cine en particular. Pero, realmente, los verdaderos protagonistas del festival son los que, una vez terminó la gala, se quedaron a ver la película inaugural, La calle de la amargura, del mexicano Arturo Ripstein. Justo en ese momento empezó el festival: cuando la sala se vació de compromisos y se llenó de amantes del cine. Ellos son, o más bien somos, los que llenaremos estos días los Cines Centro, el teatro Jovellanos o el Antiguo Instituto para disfrutar de la cuidada selección que nos ofrece el FICX. Somos los afortunados que, como indicaba Weerasethakul, compartiremos esa sábana de sueños para descubrir de nuevo el cine y a nosotros mismos.

    Nasty Baby

    NASTY BABY

    Sebastián Silva, Estados Unidos, 2015 / Sección oficial.
    por Eva Hernando.

    Con el pase de prensa de la película de Sebastián Silva, arrancaba la Sección Oficial a Competición de Largometrajes de la 53 edición del Festival de Cine de Gijón. Estrenada en Sundance y exhibida en la sección Panorama del 65º Festival Internacional de cine de Berlín, donde se alzó con el Teddy Award, Silva ha querido dejar claro desde un primer momento que la discriminación sexual no es la temática principal del filme aunque sirva como punto de arranque o esté presente en las circunstancias adyacentes de la acción. Silva, además de director, es el guionista y actor principal de un filme rodado en su apartamento de Brooklyn y que cuenta con la colaboración en el reparto de su hermano y otros miembros del equipo, así como con la producción de Pablo y de Juan de Dios Larraín. Freddy (Sebastián Silva) y su novio Mo (Tunde Adebimpe) forman una pareja homosexual interracial perfectamente integrada en su entorno, en el citado barrio neoyorquino. Freddy desea ser padre y cuenta con el apoyo de su mejor amiga, Polly (Kristen Wiig), que les ofrece ser la gestante a la pareja. De este modo, comienza un complicado proceso, lleno de contratiempos, que sirve de inspiración a Freddy, artista conceptual, para la creación de un nuevo proyecto artístico al que llama Nasty Baby. Con la irrupción en el barrio de un vecino molesto y desequilibrado con tendencias homófobas, al que llaman el Obispo, se completan las líneas argumentales principales en las que Silva busca el esperado conflicto moral.

    La primera cuestión que aborda el largometraje es el concepto de paternidad en sí mismo. Freddy y todo su entorno de amigos representan la bonhomía de todos los valores morales modernos alejados de prejuicios y de discriminaciones, defendiendo por encima de todo la crianza en un entorno de cariño y amor. Tienen vidas acomodadas, un nivel cultural razonablemente alto y profesiones liberales. Pero también una baja tolerancia al fracaso y un concepto de la paternidad cimentado sobre ideas narcisistas y ególatras de perpetuación de uno mismo. La segunda cuestión es el conflicto directo entre Freddy y El Obispo. La guerra que se establece entre ambos deja más en evidencia al primero que al segundo, y genera cierta sensación de antipatía inexplicable, quizás intencionada, hacia quienes representan lo políticamente correcto, bien por una deficiente construcción del guion, en cuanto a los personajes y sus motivaciones se refiere (particularmente el caso de Polly), bien por un deseo de crítica explícito hacia lo que aparentan pero no tienen. El proyecto artístico personal que lleva a cabo Freddy funciona casi como una metáfora de su infantilismo y las tretas cuasi pueriles que usa en la confrontación con su vecino de forma ingenua. Y, quizás, por esa ingenuidad inicial, la comedia indie que cumplía todos los requisitos del género, sólo aderezado con el consabido y necesario toque de drama, sorprende cuando se adentra en el thriller. Lo hace con detalles de baja intensidad que siembran en el espectador una leve inquietud cuya detonación no parece inminente; con el uso de la música para reforzar el sentimiento de amenaza y con la noche y las luces urbanas como recurso sencillo para cambiar de esa luz natural cálida de producto amable a un escenario más amenazante. Con ello, se pierde parte de esa credibilidad que el manejo realista de la cámara, la fotografía y hasta el casting de los personajes confería a este proyecto de Silva. Hasta ese momento, la narración poseía cierta ligereza despreocupada que hacían de ella un entretenimiento cercano al notable por la valentía del cuestionamiento de los dogmas familiares y unas actuaciones simples pero eficientes. Una vez introducido el elemento sorpresa, llega la temida sobreactuación y un shock prefabricado e inmaduro. Un twist con sabor a fracaso. [55/100]

    La calle de la amargura

    LA CALLE DE LA AMARGURA

    Arturo Ripstein, México, 2015 / Sección oficial.
    por Victor Blanes Picó.

    Sigue existiendo un dilema en el cine actual sobre cómo afrontar y retratar la pobreza. Sin duda, es uno de los temas en los que más se ha experimentado con la puesta en escena para conmover, concienciar o simplemente mostrar aquellos a los que la sociedad desplaza. Y el problema en la mayoría de los casos es la intensidad y el subrayado que se hace sobre el hecho de ser pobre, sobre el entorno y el caldo de cultivo que lo genera. La crudeza realista casi pornográfica de Iñárritu en Biutiful, la comedia con toques trágicos de Chaplin en El niños, la poética surrealista de Buñuel en Los olvidados… Arturo Ripstein, discípulo del director aragonés, encuentra en el dramatismo preciosista su manera de adentrarse en uno de los barrios más deprimidos de Ciudad de México. La calle de la amargura sigue los pasos de ese México grotesco y extremo que tanto encandilaba a su maestro. Su cámara deambula sigilosa con movimientos elegantes y pausados, en perfecta armonía con el espacio y lo que acontece. En sus largos planos secuencia, Ripstein funde su objetivo con el ambiente de la calle y encuentra los recovecos por los que colar y colocar su ojo curioso. Con la intensidad del blanco y negro (en palabras del director, utilizado para «despojar a la película de toda noción circunstancial»), Ripstein busca las sombras que sus personajes dejan en las paredes, como un testigo de su lánguida existencia.

    Lo cierto es que todos estos elementos formales dotan a la película de una puesta en escena donde lo bello y la miseria inmaculada secuestran la imagen y se apoderan de la trama. Aunque la película tenga cierta voluntad coral para construir un retablo de este hampa, su línea argumental se centra en las vidas de dos prostitutas entradas en años que tratan de salir adelante como buenamente pueden. Las interpretaciones se caracterizan por esa mezcla de dramatismo teatral telenovelesco con el lirismo de los diálogos de Paz Alicia Garciadiego. Si bien es verdad que el cine de Ripstein siempre ha estado marcado por una cierta querencia hacia el melodrama un tanto excesivo, en La calle de la amargura la unión de todos estos componentes tiene como resultado una cinta donde todo parece prefabricado, donde las situaciones carecen de vida propia porque todo está preparado al milímetro para impresionar. De este modo, con estos aires de manipulación estilística, la película en sí misma acaba siendo amarga, indigesta en ciertos momentos por esta falta de pudor al mostrar la miseria de sus personajes desde una óptica donde impera la belleza formal. Y es aquí donde aparece el contrasentido de la cinta: pese a ser técnicamente brillante, su maestría acaba fagocitando la propia historia que quiere contar. [55/100]

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