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    Cineclub | Contraté a un asesino a sueldo (1990)

    Contraté a un asesino a sueldo (Aki Kaurismäki, I hired a contract killer, 1990)

    De la derrota y la redención

    25 años de Contraté a un asesino a sueldo (Aki Kaurismäki, I hired a contract killer, 1990).

    La última página de Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski, en la que se presenta a un Raskólnikov más que resignado, entregado a la idea de soportar la penitencia como camino hacia la purificación —mediante la noble y constante ayuda de Sonia—, acaba afirmando que este nuevo mundo de posibilidades “podría constituir el tema de un nuevo relato, pero este ya ha acabado”. La culpa, así como la búsqueda de absolución, ha sido un tema recurrente en la amplia filmografía de Aki Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957) —no en vano, su primer largo de ficción es nada más y nada menos que una adaptación de la obra del novelista ruso— y Contraté a un asesino a sueldo, escrita y dirigida hace veinticinco años, es un interesante ejemplo. ¿Cómo definirla? De Kaurismäki se ha hablado y escrito muchísimo, hasta en clave de metahumor —búsquese en youtube el cortometraje homenaje-parodia hecho por la gente de La Hora Chanante—, y en pocos años ha pasado de ser un tipo excéntrico y provocador que hacía películas raras donde la gente, estática, casi no hablaba, a un referente imprescindible de la cinematografía contemporánea. Ha sabido, como casi nadie, retratar a perdedores de buen corazón sin artificios que provoquen lástima o conmiseración en el espectador, mostrando gente humilde en la peor de sus rachas deambulando entornos socialmente devastados, pero con un filtro de comedia irónica, entre el delirio y el absurdo, que provoca risa culpable, como ante una obra de Harold Pinter; una manera de hacer las cosas que ha inspirado a directores más jóvenes, como Wes Anderson, abanderado del cine hipster o vintage, profundamente deudor de Kaurismäki en casi todos los aspectos por los que ha destacado como originalísimo y vanguardista ante los más profanos.

    El noveno largometraje del cineasta finlandés —y ya van 17— puede parecer a priori una película pequeña, un ejercicio fílmico menor, en comparación con la recepción crítica de, por ejemplo, Un hombre sin pasado o, más recientemente, El Havre, ambas aclamadas en el Festival de Cannes y galardonadas con el Gran Premio del Jurado Ecuménico y el Premio FIPRESCI en 2002 y 2011, respectivamente. Estrenada en el 47º Festival de Venecia (donde Martin Scorsese Ganaría el León de Plata por la soberbia Uno de los nuestros) el 13 de septiembre de 1990, esta obra cuenta, en su modesto metraje —cerca de setenta y cinco minutos de duración—, la historia de Henri Boulanger, un hombre solitario y deprimido quien, en el límite de su tolerancia a la abulia y la frustración, tras ser despedido de su trabajo, decide finalmente suicidarse; ante la incapacidad para llevar a cabo la empresa y la mala suerte de sus fallidas tentativas, decide internarse en los arrabales de la metrópolis y contratar los servicios de un sicario para acabar con su propia vida. Con lo que no contaba Henri es que, la misma noche de ejecución del trabajo, se enamoraría de una hermosa vendedora de rosas, arrepintiéndose así de la decisión ya tomada. Partiendo de esta premisa —prestada de su amigo Peter Von Bagh pero, según las malas lenguas, robada del mismísimo Lars Von Trier—, Kaurismäki despliega los mecanismos habituales por los que cualquiera de sus películas se reconoce instantáneamente, tales como la referencialidad a la cultura pop, los elementos estéticos anacrónicos (quizás dos de los principales motivos por los cuales se le ha denominado posmoderno), los planos anegados de silencios y rostros impasibles, un uso muy particular del color —de lo que se hablará más adelante— y cierto cariño o empatía hacia el patetismo candoroso de sus personajes, además de un prolijo contenido discursivo, más allá de lo que cabría esperar de una divertida comedia de suspense.

    Contraté a un asesino a sueldo (Aki Kaurismäki, I hired a contract killer, 1990)

    «La expresión de melancolía contenida de Léaud encaja perfectamente con el pusilánime y tierno Boulanger, funcionario de origen francés, desencantado en un Londres amputado de todos los Big Ben, Tower Bridge, Buckingham Palace, a la que ningún plano refleja como la urbe cosmopolita y turística, sino más bien como un lumpen infecto y marginal».


    En lo que respecta a la referencialidad, lo primero a lo que se debe aludir es a su protagonista. Quien encarna a Henri Boulanger es nada más y nada menos que Jean-Pierre Léaud, actor íntimamente ligado a la Nouvelle vague y colaborador habitual de François Truffaut —desde Los 400 golpes, el personaje de Léaud, Antoine Doinel, se erigió en algo así como el alter ego del director francés—, recuperado por Kaurismäki tras un periodo de relativamente poca actividad profesional, para un papel protagonista, tal como ha hecho Quentin Tarantino con John Travolta, Uma Thurman o Kurt Russell, entre otros. La expresión de melancolía contenida de Léaud encaja perfectamente con el pusilánime y tierno Boulanger, funcionario de origen francés, desencantado en un Londres amputado de todos los Big Ben, Tower Bridge, Buckingham Palace, a la que ningún plano refleja como la urbe cosmopolita y turística, sino más bien como un lumpen infecto y marginal (cabe destacar la presencia de Joe Strummer, cabeza de The Clash, cantando, en un cameo, Burning Lights, durante una de las escenas más relevantes). Y he aquí donde entra en juego el cuidado uso de la escala cromática: Kaurismäki, conocido por su perfeccionismo en estos aspectos —se dice que mandaba repintar las paredes de las localizaciones para sus películas, exactamente a su antojo— utiliza, de la mano de su director de fotografía Timo Salminen, una gama de colores que acompaña cada uno de los paisajes emocionales en escena.

    Así, los primeros planos fijos que presentan el entorno urbano están formados por una escala de grises en los que destacan los escombros y la decadencia, con una pátina de smog. Gris sucio, como el despacho con remembranzas kafkianas (sobre todo de El proceso) en el cual consume sus horas nuestro protagonista, e incluso su propia vestimenta, un traje color ceniza del que no se desprende en ningún momento —ni para follar— claro representante de la alienación de la identidad. Cada escena está dotada de un lirismo inusitado, plagada de elementos simbólicos que anteceden o preludian los acontecimientos (en el primer intento suicida, nuestro protagonista se ata la soga al cuello en un gesto mecánico idéntico al de anudarse la corbata). El contraste cromático entre este paisaje de tonos oscuros llega con la aparición en escena de Margaret (Margie Clark) en el pub al que va a tomar un respiro Boulanger, cansado de esperar sentado en el salón a su asesino. Margaret es rubia, de labios magenta —como las rosas rojas que vende— y piel casi transparente; recibe toda la luminosidad en los planos, reflejando en el espacio un conjunto de colores inflamados que remiten al vitalismo, la sensualidad y la salvación inesperada, y su llegada dispara el comienzo de una extraña y casi absurda persecución a cámara lenta, a lo largo de uno o dos paisajes exteriores y varios encuadres interiores cuidados al detalle (con autoconsciencia pictórica), algunos de los cuales recuerdan inevitablemente a la obra del estadounidense Edward Hopper, quien retrató como nadie la soledad más angustiosa.

    Contraté a un asesino a sueldo (Aki Kaurismäki, I hired a contract killer, 1990)

    «Contraté a un asesino a sueldo cumple tal día como hoy un cuarto de siglo en perfecta forma, siendo una muy reivindicable joya entre la extensa y rica filmografía del director finés».


    Si en la forma estamos ante una película impecablemente cuidada, se debe poner de manifiesto que no es este un ejercicio estético vacío en el que lo único a tener en cuenta es el ambiente retro-marginal y el pequeño capricho narrativo de una pintoresca historia. La figura del sicario, el contract killer interpretado por un Kenneth Colley de gesto hierático y mano firme (puede que algunos lo recuerden como el almirante Piett de la saga original de Star Wars), trae a colación el elemento discursivo del filme, pues quien en principio parecía el némesis del protagonista, acechándolo sin descanso, da un giro vertiginoso en un interesante plano espejo en el que se produce contacto visual entre ambos, a través de una ventana. A partir de este momento, el espectador asiste también al discurrir paralelo de la vida íntima del asesino, de sus miserias personales. El descubrimiento de un cáncer terminal le provoca un profundo colapso y decide apresurarse por acabar el trabajo, por cumplir su función por encima de todo y, a la vez, despedirse de su hija, quien —intuimos— representa su único punto de fragilidad. En el clímax final —sin persecuciones hollywoodienses ni explosiones, pues esto no es una película de Tarantino sino de Kaurismäki—, ante un Boulanger rendido al trágico destino, decide perdonarle la vida, tomando de este la voluntad suicida y disparando la pistola contra sí mismo. El que en principio era claramente el villano, un ejecutor sin nombre, va adquiriendo densidad identitaria, se revela como un ser humano que responde al nombre de Harry y del que parece sugerirse una cierta vida interior y una familia desestructurada; se transforma a la vez en mártir y redentor suicida, con un marcado carácter existencialista. El notable guion incluye una breve y acertadísima conversación entre el asesino y su médico acerca de la finitud, la ausencia de absolutos y la muerte de Dios nietzscheana, que conviene citar:

    “—[…] Do you believe in God, Harry?
    —I don’t know… Why are you asking?
    —Because if you don't, there’s no hell either”.

    Contraté a un asesino a sueldo cumple tal día como hoy un cuarto de siglo en perfecta forma, siendo una muy reivindicable joya entre la extensa y rica filmografía del director finés. Escrita y dirigida en un momento profesional en que ya era reconocido, pero aún pendiente de la consolidación que le llegaría entre finales de los 90 y principios de la primera década del siglo XXI, esta película, acompañada de una correcta banda sonora —que bascula entre el mencionado Strummer y Billie Holliday—, exhibe la genialidad y estilo personal de su autor, ofreciendo un ejercicio narrativo más complejo de lo que aparenta y una mirada inocente a la belleza de lo patético y lo decadente, con un humor a medio camino entre los Hermanos Marx, Muchachada Nui y Miguel Noguera.


    Luis Enrique Forero Varela
    © Revista EAM / Barcelona


    Ficha técnica
    Finlandia, Reino Unido, Francia, Alemania. 1990. Título original: I Hired a Contract Killer. Director: Aki Kaurismäki. Guión: Aki Kaurismäki. Fotografía: Timo Salminen. Música: Timo Linnaslo. Duración: 76 minutos. Productora: Villealpha Filmproductions / The Swedish Film Institute / Finnkino / Esselte Video / Megamania / Pandora Film / Pyramide Films / Channel Four Television. Montaje: Aki Kaurismäki. Diseño de producción: John Ebden. Diseño de vestuario: Simon Murray. Intérpretes: Jean-Pierre Léaud, Margie Clark, Kenneth Colley, Trevor Bowen, Imogen Clare, Angela Walsh, Cyril Epstein, Nicky Tesco, Charles Cork, Michael O’Hagan, Tex Axile, Walter Sparrow, Tony Rohr, Joe Strummer, Peter Graves, Serge Reggiani, Ette Eliot. Presentación Oficial: Festival Internacional de Venecia 1990.

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