La bella y el monstruo
Blancanieves (Snow white, J. Searle Dawley, 1916).
Frankenstein (íd, J. Searle Dawley, 1910).
Ahora que estamos viendo cómo a las carteleras de nuestros cines van llegando diversas adaptaciones de cuentos tradicionales, tanto en versiones para adolescentes como en recreaciones personales que los toman de referencia para contar otras cosas, es buen momento para rescatar esta clásica versión del cuento recuperado por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm en 1812. Blancanieves (Snow White, J. Searle Dawley, 1916) no fue la primera adaptación para la pantalla del mismo, pero sí la más importante hasta la versión de Disney. Su director, James Searle Dawley, es uno de tantos olvidados en este arte que genera de igual forma amores desenfrenados como poco o nulo interés en cuanto las fechas de las películas se alejan en el tiempo. Esta Blancanieves es un buen ejemplo del cine comercial de la época. No hay experimentos formales, no hay planos rompedores y muchos de los avances en la narración visual que David Wark Griffith había innovado y compilado en su obra maestra El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915) todavía no han sido asimilados en su totalidad. Pero la película resulta fluida y emocionante, mantiene un ritmo que impide que decaiga la atención y sí, digámoslo, es un ejemplo incluso hoy día de cómo contar una historia para todos los públicos sin aburrir, consiguiendo que mostremos interés por lo que se nos cuenta, que los problemas y avatares de sus protagonistas nos importen; en definitiva, que nos emocione, que es el objetivo de todo cuento. No sorprende que fascinara a un Walt Disney niño hasta el punto de que, al plantearse su primer largometraje de animación bajo su producción, la elegida fuera la historia de la joven con la piel de nieve. No sólo tomó como modelo la película de Dawley, sino que su modelo real para animar a la Blancanieves dibujada fue la protagonista de esta versión de 1916, Marguerite Clark, una actriz que seguía el canon de inocencia y candidez que triunfaba entonces con la fascinante Mary Pickford o la maravillosa, una debilidad personal, Lillian Gish.
La película tiene un inicio sorprendente: con ambientación coetánea, la primera década del siglo XX, Papá Noel entra en una casa por la noche y va dejando sobre una mesa muñecos y muñecas que va sacando de su saco. La niña de la casa lo descubre y echa a correr mientras Papá Noel termina de colocar los muñecos. Y de pronto, estos se transforman en personas de carne y hueso y se saludan entre sí: son los protagonistas de la película que toman vida ante nuestros ojos certificando así el carácter de cuento infantil mágico de la historia. La trama sigue de manera bastante fiel la versión de Jacob y Wilhelm Grimm, aunque con los cambios precisos para que la película pueda alcanzar los 63 minutos de duración que tiene. El más conseguido es quizá que el príncipe aparezca desde el primer momento y enseguida se convierta en objeto de deseo de la malvada madrastra en conflicto con el amor que ha surgido entre Blancanieves y él. No sé si de manera intencionada, pero desde luego fortalece la idea original del cuento: los celos que pueden sentir las madres por sus hijas. Eso sí, como ya hicieran los hermanos Grimm en su deseo de preservar el carácter benéfico y santo de la maternidad, cambian esta figura por la de la madrastra. Así la fantasía sobre la maldad materna queda escindida en una madre buena, que muere de manera fatal y triste, y una madrastra mala que ocupa su lugar, lo cual permite mantener la imagen de pureza y bondad de la madre a los ojos de los niños. Recordemos que el cuento tradicional, según su procedencia, contenía momentos de gran crueldad. En España, lo que la madre le pedía al cazador que le trajera como prueba de haber matado a Blancanieves no era su corazón, que ya es bastante, sino una botella llena de sangre de la joven taponada con un dedo de su pie. En otros países, lo que exige es el corazón y el hígado para comérselos. En fin, por mucho que la historia se edulcore tanto en esta versión como en la que luego sería la más famosa de la historia, la Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, David Hand, 1937) de Disney, lo que bulle en su fondo es la más oscura oscuridad.
Blancanieves, de James Searle Dawley, 1916 / Imagen: Silent Film Festival. |
«Si en los primeros minutos de la película esta cae en el defecto más grave de la narración silente, el exceso de intertítulos, la profusión de textos que interrumpen de continuo la acción, pronto es la imagen la que domina y narra por sí misma la historia ofreciendo algunas secuencias de gran belleza y profunda capacidad para emocionar».
Los otros cambios son más decorativos. La reina Brangomar consigue su belleza no por nacimiento, sino por un acuerdo con una bruja que tiene como ayudante a un gato antropomorfo gigante, y su famoso espejo en el que se mira y remira y al que pregunta quién es la más bella aquí está no tanto por esto, que apenas si se refleja en la película una vez, sino que sirve para acabar con el hechizo cuando aquel se rompa. El contraste en la corte entre la riqueza exuberante en la que vive Brangomar y la pobreza de Blancanieves, condenada a servir en la cocina descalza y vestida con harapos, servirá para dar fuerza al carácter bondadoso de la joven princesa que enamorará a todos por su sencillez y alegría ante la adversidad y el odio maternal. Si en los primeros minutos de la película esta cae en el defecto más grave de la narración silente, el exceso de intertítulos, la profusión de textos que interrumpen de continuo la acción, pronto es la imagen la que domina y narra por sí misma la historia ofreciendo algunas secuencias de gran belleza y profunda capacidad para emocionar. De esta manera, uno de los momentos más encantadores es aquel en el que las damas de la corte, ante la visita del príncipe Florimond al reino, visten a Blancanieves con ropas elegantes para que pueda bailar en su presencia oculta bajo un velo pero no encuentran zapatos para ella. Las jóvenes, sin dilación, deciden descalzarse también para que nadie note que Blancanieves no tiene ni unos tristes zapatos que ponerse.
Un personaje que adquiere gran fuerza en esta versión es la de Berthold, el cazador, interpretado por Lionel Braham, el más destacado del reparto junto a la Clark. Se nos presenta desde bien pronto como un gran amigo de Blancanieves. Vive en una cabaña del bosque con sus tres hijos pequeños. Los entrañables momentos de la vida cotidiana entre ellos conseguirá que sintamos empatía por él con gran facilidad, por lo que el dramatismo que nace de la orden de la reina de que debe matar a la princesa toma tintes más dramáticos. El tópico del gigante con corazón lo hemos visto mil veces, sí, y cuando funciona nos gusta. Y aquí funciona a la perfección. La secuencia que acontece en lo más profundo de los bosques, cuando Berthold debe matar a Blancanieves coaccionado por la reina, que lo ha amenazado con encerrar a sus tres hijos en una torre y dejarlos morir de hambre si no la asesina, es de los más conseguidos e intensos de la película. Se ha preparado hasta entonces todo al detalle para que nos emocione. La candidez e inocencia de Blancanieves, el dolor del cazador ante la dura tarea encomendada y sus dudas, su corazón dividido entre sus hijos y Blancanieves… En fin, una delicia que no estropea que poco después el bosque resulte que está habitado hasta por leones. Las secuencias narrando la huida del cazador y de sus hijos de la torre en la que la reina los ha encerrado pese a todo se convierte en una subtrama que casi devora por su interés y emoción a la principal.
James Searle Dawley es hoy recordado no por esta versión de Blancanieves, sino por haber sido el primero en dirigir una adaptación para el cine del clásico de Mary W. Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo (1818).
Las secuencias con los siete enanitos siguen casi al detalle el cuento de los Grimm, salvo en que todos tienen nombre. Disney lo llevaría más lejos al darles a cada uno una personalidad diferenciadora. Dawley, aquí sí, demuestra que en algo ha tenido presente las enseñanzas del gigantesco Griffith y nos presenta una secuencia de salvamento en el último minuto, pero con una torpeza notable que obliga a reflexionar sobre que no se trata sólo de innovar visualmente, sino de la magistral capacidad de llevar esos descubrimientos de manera eficaz a la pantalla. Y eso también lo poseía Griffith. La muerte y el despertar de Blancanieves respetan a los Grimm, aunque su tono es más feliz pues la única castigada es la madrastra y, la verdad, comparado con el original o con versiones posteriores, sufre un castigo poco severo.
James Searle Dawley es hoy recordado no por esta versión de Blancanieves, sino por haber sido el primero en dirigir una adaptación para el cine del clásico de Mary W. Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Su Frankenstein de 1910 estuvo perdida durante años en manos de un coleccionista que se negaba a hacerla pública. No más de trece minutos de duración que a mi gusto deja en evidencia otras adaptaciones posteriores, la papanatada de Kenneth Branagh sin ir más lejos (Frankenstein de Mary Shelley, Mary Shelley’s Frankenstein, 1994). Hay una buena construcción de la acción en paralelo durante la creación de la criatura, a lo cual se suman unos excelentes efectos especiales para mostrar el nacimiento del monstruo valiéndose del truco de quemar un maniquí y reproducir la secuencia al revés logrando un efecto desasosegante. El uso de un espejo para dar más profundidad al plano y jugar con dos espacios sin tener que desplazar la cámara muestra inventiva, el monstruo acosando y reclamando a Frankenstein su felicidad y una compañera respeta una idea que ya estaba en la novela, y el sorprendente final en el que la criatura se iguala identificándose en el espejo con su creador es una maravilla. Podéis ver esta primera versión de Frankenstein (J. Searle Dawley, 1910), con un fantástico Charles Ogle, autor también del maquillaje de la criatura, como ancestro de nuestro amado Boris Karloff, completa y en versión restaurada realizando una sencilla búsqueda por internet. Está disponible de manera gratuita y legal en varias plataformas.
José Luis Forte
© Revista EAM / Cáceres
Si lo deseáis, podéis ver esta primera versión de Frankenstein (J. Searle Dawley, 1910), con un fantástico Charles Ogle, autor también del maquillaje de la criatura, como ancestro de nuestro amado Boris Karloff, completa justo aquí:
Ficha técnica de Blancanieves
USA, 1916. Título original: Snow White. Director: J. Searle Dawley. Guion: Winthrop Ames, basado en la obra de teatro de Jessie Braham White según el cuento de Jacob y Wilhelm Grimm. Productora: Famous Players Film Company. Productores: Adolph Zukor y H. Lyman Broening. Fotografía: H. Lyman Broening. Intérpretes: Marguerite Clark, Dorothy Cumming, Creighton Hale, Lionel Braham, Alice Washburn, Richard Bartelmess.
Ficha técnica de Frankenstein
USA, 1910. Título original: Frankenstein. Director: J. Searle Dawley. Guion: J. Searle Dawley, basado en la novela de Mary W. Shelley. Productora: Edison Manufacturing Company. Estreno: 18 de marzo de 1910. Maquillaje de la criatura: Charles Ogle. Intérpretes: Augustus Phillips, Charles Ogle, Mary Fuller.