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    La chica que sanaba
    Cine Alemán Siglo XXI

    Berlinale 2016 | Día 2. Críticas: Midnight Special, Hedi, War on Everyone, Boris sans Béatrice, El rey del Once, Yarden & Creepy

    Kirsten Dunst (Midnight Special) en la Berlinale

    La sombra de Starman

    Crónica de la segunda jornada de la 66ª edición de la Berlinale.

    La proyección ayer de Hail, Caesar!, de los hermanos Coen, puso en movimiento los engranajes de la 66ª edición del Festival Internacional de Cine de Berlín. Pero no ha sido hasta hoy, 12 de febrero, cuando los organizadores han optado por comenzar con los filmes de la Sección Oficial, cuyo ganador recibirá el ansiado Oso de Oro. Dieciocho títulos entre los que se encuentran varios autores consagrados, como Thomas Vinterberg, pero también los noveles, por ejemplo Mohamed Ben Attia. Es precisamente este último quien ha inaugurado la proyección del máximo apartado. Hedi, primer largometraje del tunecino, ha regalado el primer gran sobresalto del día. Una trama sencilla en la que brilla lo hermoso y trágico entre la cotidianidad, sin llegar a lo convencional o manido. Del mismo modo, hemos asistido a la presentación de Boris sans Béatrice, del siempre interesante director canadiense Denis Côté —premiado en anteriores ediciones del certamen—. Sin embargo, el momento que más concentró la atención por parte de los asistentes fue la exhibición de la muy esperada Midnight special, lo más reciente del estadounidense Jeff Nichols (Take shelter, Mud). Las elevadas expectativas conllevan, como suele ocurrir, polémica y división de opiniones. Los que esperaban el minimalismo de Take shelter no han acabado de congeniar con esta historia de ciencia ficción muy inspirada en el cine de Spielberg de los 70 y 80 —eso sí, con su impronta propia—. Además, contamos con el estreno de El rey del once, nuevo trabajo del argentino Daniel Burman donde revisita y profundiza los temas conocidos en su filmografía, así como War on everyone, obra poco original de John Michael McDonagh (El irlandés, Calvary). A ritmo muy medido, la Berlinale va destapando sus cartas con intención de mantener firme y constante el interés tanto del numeroso público —quien demuestra por el festival sincero afecto, agradecido y constante— como de la crítica especializada y los profesionales de la industria. Hasta el 21 de febrero, el tema protagonista, lo más comentado por toda la ciudad será, cómo no, el buen cine.

    Hedi

    HEDI

    Inhebek Hedi, Mohamed Ben Attia, Túnez / Competición.
    por Luis Enrique Forero Varela.

    La Biblia narra, dentro del Génesis, la creación de Adán, a imagen y semejanza de Dios, y Eva, a partir de una costilla de este como el inicio de la raza humana. Y estos dos personajes, considerados no dentro de la interpretación religiosa, sino más bien como símbolos de la cultura popular, cimentan prácticamente toda la iconografía artística. Lo que no todo el mundo conoce es la existencia casi apócrifa de una mujer anterior a Eva, llamada Lilith o Lilitú, —según atribuciones que pasan por el judaísmo y la mitología mesopotámica—, quien abandonó el Edén por voluntad propia. Esta dualidad entre el camino señalado, prefijado por la autoridad, y la encarnación de la transgresión son perfectamente aplicables a las dos vías de la profunda disyuntiva que acosa a Hedi. El absoluto protagonista da título al primer largometraje del director Mohamed Ben Attia. Es dueño de todos los planos y se muestra al espectador como un hombre sometido bajo la presión de un entorno que ha modelado cada una de sus actitudes vitales. El lugar presentado es Túnez, con sus particularidades sociopolíticas —y una breve pero muy intensa alusión a la llamada Revolución de los Jazmines y la posterior decepción—; sin embargo, el filme transcurre íntegramente bajo la piel del personaje caracterizado por el notable Majd Mastoura. El rostro hierático ofrece resignación y frustración a partes iguales durante los prolegómenos del matrimonio que contraerá con Khedija (Omnia Ben Ghali), casi una desconocida. Hedi dibuja paisajes surrealistas en secreto cuando se afloja el nudo de la corbata, como punto de fuga hacia donde evadirse totalmente. Está destinado a tomar a un trasunto de Eva por esposa, pero en un viaje de negocios conoce a la personificación de Lilith y, naturalmente, la torpeza de éste en la dialéctica del enamoramiento revela una urgente necesidad de reivindicar su libre albedrío. Esta Lilith particular se llama Rim (Rym Ben Messaoud) y no se entrega a él como una tabla de salvación, más bien como un camino incierto y radicalmente opuesto a la normativa conocida. En esta historia de argumento sencillo, cuyo virtuosismo radica precisamente en la exhibición de la belleza de la cotidianidad, Hedi muta progresivamente, adquiere expresividad, rabia o dicha, y se enfrenta a la dureza de tener que afrontar las consecuencias de la voluntad individual. La fotografía y la música acompañan en perfecta sintonía el planteamiento sutil. La cámara no persigue más capricho estético que la contemplación del mar como metáfora de la liberación. Asimismo, el espectador no verá aquí “Deus ex machina” ni apoteosis final. Cuando el cine se presta al servicio de la imitación de la realidad, comprobamos que a veces la vida es más compleja de lo que parece y no hay nada más hermoso que lo tangiblemente humano, el drama dentro del que cualquiera de nosotros se espeja. (81/100)

    Midnight Special

    MIDNIGHT SPECIAL

    Jeff Nichols, Estados Unidos / Competición.
    por Luis Enrique Forero Varela.

    Dos de las mayores características del cine más reciente son el sincretismo y la interreferencialidad. En humilde opinión de quien firma estas letras, este factor no es, ni mucho menos, signo del agotamiento de ideas argumentales y discursivas, como si la creatividad se tratase acaso de un pozo con limitada cantidad de agua, sino más bien una característica consustancial a la etapa artística en que nos encontramos. El abanderado de este tipo de cine bien puede ser Quentin Tarantino, pero algunos otros directores también se sirven de este sistema. Es el caso del estadounidense Jeff Nichols. La estupenda Mud (2012) y sobre todo su muy celebrado anterior trabajo, Take shelter (2011), como credenciales, generaron enorme expectación entre el público y la crítica de la presente edición de la Berlinale. El cineasta había participado con aquel excelente “thriller” sobrenatural en 2011 dentro de la sección Fórum. Y hoy Midnight special (2016) ha sido proyectada como parte de la Sección Oficial. Los pronósticos indicaban algunos de los elementos que encontraríamos: la confluencia de un agente amenazador externo a la intimidad de la familia —el núcleo de la cinematografía de Nichols— y el conflicto ante la exposición a un entorno hostil y poco comprensivo. En la rueda de prensa posterior al pase, el director afirmó que, en el presente caso, la idea original provino de su propia experiencia personal ante una complicación de salud de su hijo pequeño. La profunda angustia ante su vulnerabilidad desveló un vínculo más fuerte que cualquier circunstancia. Midnight Special comienza “in media res” con la huida hacia adelante de Roy (el siempre deslumbrante actor-fetiche Michael Shannon) y su hijo Alton, en circunstancias totalmente enigmáticas que generan todo tipo de conjeturas al espectador. El niño aparece en todos los telediarios como secuestrado, y tanto las autoridades estatales como un extraño grupo religioso —con tintes de secta apocalíptica— remueven cielo y tierra para dar con su paradero. Los contados detalles dados, la maravillosa fotografía de Adam Stone (habitual en sus filmes) y la gran banda sonora refuerzan la situación de tensión. La trama avanza con bien ejecutados movimientos de guion desvelando de manera gradual cada una de las incógnitas, momento en el que la intensidad de la emoción por la sorpresa se desvanece ligeramente. En palabras del director, esta es una película de ciencia ficción, y, como tal, bebe de algunas de las más conocidas influencias del cine estadounidense. Se encuentra aquí la impronta del Starman de John Carpenter y, ante todo, del Spielberg megalómano de Encuentros en la tercera fase (1977) y E.T. (1982). Late también la preocupación metafísica —rozando el misticismo— del todopoderoso Stanley Kubrick y del reciente Christopher Nolan. ¿Por qué entonces decepciona en cierta medida? Por las expectativas, claro. Pero también, quizás, por la predisposición del espectador, que ha optado por prestar más atención a los artificios que a la columna vertebral del filme: la incesante y desesperada lucha de un padre por proteger, por encima de cualquier otra cuestión, a su hijo. Esta es una demostración de que, incluso ejecutando algo parecido a un “blockbuster”, Jeff Nichols puede darse el lujo de hacer simultáneamente, en el mismo producto, una interesante muestra cine de autor. (70/100)

    War on everyone

    WAR ON EVERYONE

    John Michael McDonagh, Estados Unidos / Panorama.
    por Víctor Blanes Picó.

    Corría el año 1995 cuando el todavía desconocido Michael Bay irrumpía en el panorama del entretenimiento palomitero con Dos policías rebeldes, comedia preparada para reventar taquillas de la que poco queda, más allá de sentar las bases de las buddy movies policíacas. Cierto es que la química entre Martin Lawrence y Will Smith mantenía aquel batiburrillo de explosiones y chistes poco elaborados, pero, a parte de eso, más bien mucho que olvidar. La comparación de esta cinta con la nueva película de John Michael McDonagh es inevitable, no solo por el argumento, sino también por sus resultados. Michael Peña y Alexander Skarsgård (a los que tampoco les falta química) encarnan a dos policías corruptos de Nuevo México cuyo día a día se sustenta a base de palizas, tiroteos, atropellos y chantajes. Ellos mismos son más peligrosos que muchos de los delincuentes a los que persiguen para repartirse el botín, ya sea droga o dinero. En sus dos anteriores creaciones, McDonagh había demostrado una gran habilidad para el humor negro y sus tempos. War on everyone estaría más cerca de El irlandés (tanto argumental como tonalmente) que de Calvary, pero se aleja totalmente de ellas al tirar por la tangente y escoger el humor gamberro al uso que explotan las comedias de policías actuales, por mucho que intente poner toda la carne en el asador para conseguir que su estilo se parezca más a una producción de finales del siglo pasado. La música, el ritmo, las cortinillas, el argumento, el decorado un tanto atemporal de distintos elementos… todo está al servicio de una estética que se come cada plano, devorando finalmente a la propia obra.

    La violencia juega un papel central en la propuesta del director inglés. Sobre ella basculan la mayoría de las bromas y los golpes de efecto humorísticos de la cinta hasta el punto que todo lo que acontece parece dirigido a crear situaciones y conflictos que potencien cierta representación de la violencia con resonancias a Tarantino, Ritchie o Scorsese, pero sin llegar ni de lejos a la definición estética y de puesta en escena de ninguno de ellos. War on everyone parece construida mediante la acumulación de subtramas y giros dispuestos para que se encuentren y provoquen un baño de sangre esperado, decepcionante y convencional. No hay tensión ni sorpresa alguna, se desarrolla con poca gracia y a trompicones entre el lugar común y la broma políticamente incorrecta, facilona y muy vista. Tópico tras tópico, McDonagh se olvida del talante irónico, socarrón y la mala leche de los personajes interpretados por Brendan Gleeson en sus dos anteriores películas. El resultado es un producto extraño, banal, ligero, carente de interés y con una factura técnica más cercana al piloto de una serie de televisión que a un largometraje. Pensándolo bien, podría ser algo así como una revisión macarra y actual de Starky y Hutch. Puede que ese formato formato le hubiera venido mejor. (25/100)

    El rey del once

    EL REY DEL ONCE

    Daniel Burman, Argentina / Panorama.
    por Por Víctor Blanes Picó.

    En su nueva película, Daniel Burman vuelve a conjugar todos los elementos que tan buenos resultados le dieron allá por el 2003 con El abrazo partido: tradiciones y costumbres del judaísmo, complicadas relaciones paternofiliales y el inconfundible carácter argentino en la gran urbe bonaerense. Burman vuelve así al barrio del Once para contar la historia de Ariel, un joven argentino residente en Nueva York que se dispone a visitar a su padre Usher, gerente de una especie de fundación que ayuda a la comunidad judía en el barrio, y de paso presentarle a su novia. La misma mañana del viaje recibe la llamada del padre para pedirle que traiga unas zapatillas del 47 con Velcro para un joven que está a punto de ser operado. La premisa, en realidad, parte de la experiencia personal del propio director con Usher, personaje real que se dedica a lo mismo que representa el filme. A partir de esta anécdota, Burman monta toda una comedia sobre la vuelta a las raíces y la aceptación de las costumbres. En el fondo, muestra ese choque entre aquel que ha renunciado por voluntad propia a su pasado para entender la vida como un intercambio constante de intereses y aquel que no entiende la vida si no es dejándose la piel por ayudar a los demás, aunque sea en nombre de la religión y sin pedir nada cambio. Así, dentro del caos de la fundación, todo parece tener más sentido y las relaciones son más humanas, reales e intensas que la superficialidad que une a Ariel y su novia.

    La gran baza del director argentino reside en su habilidad para integrar de manera orgánica en la cinta elementos reales del día a día de la fundación. Realidad y ficción se compenetran sin pisarse y borran la línea entre aquello que ya ocurría antes de que llegara la cámara y lo que venía escrito en el guion. El personaje de Ariel (genial Alan Sabbagh) va creciendo, comprendiendo y desarrollando su propia transformación (o, más bien, repurificación) al mismo tiempo que el entorno continúa con sus quehaceres habituales. Mientras que en El abrazo partido los miedos y las inseguridades del protagonista (que, casualmente, también se llamaba Ariel) guían el devenir de los acontecimientos que marcan su propia vida, en El rey del Once es justo el alma del barrio, sus gentes, sus ritmos y sus problemas cotidianos los que poco a poco van llevando a Ariel al lugar de donde viene. Aquello que antes tanto le separaba de su progenitor acaba cuadrando dentro de un esquema de valores que parecía haber olvidado. De este modo, aunque escondida dentro de una apariencia de comedia ligera, como muchas de las propuestas de Daniel Burman, El rey del Once esconde todo un remolino de emociones y sensaciones que se van desplegando gracias al buen hacer de su actor protagonista y a un guion muy bien construido no solo para proporcionar las dosis de humor necesarias, sino para integrar a la vida misma dentro de una realidad ficcionada. (70/100)

    Yarden

    YARDEN

    Måns Månsson, Suecia / Forum.
    por Por Víctor Blanes Picó.

    ¿Hasta qué punto esta crisis nos ha deshumanizado en el intento de sobrevivir a sus consecuencias? ¿Qué sociedad hemos terminando creando cuando somos capaces de acuñar el término «trabajo para inmigrantes»? Estas preguntas sobrevuelan Yarden, el segundo largometraje del director sueco Mans Månsson y que ya se pudo ver en el pasado Festival de Göteborg. Ambientada en la ciudad de Malmö, nos cuenta la historia de un poeta que, cansado de su escaso éxito (a la presentación de su último libro apenas si aparecen siete personas), decide renunciar a su propia obra, criticarla de manera negativa abiertamente y repudiarla en público. Un suicidio intelectual que le lleva a tirar literalmente a la basura toda su creación. Cogiendo la infame frase del escritor Heinrich Heine, quien en 1821 escribió aquello de «Ahí donde se queman libros se acaba quemando también seres humanos», se podría decir que este descrédito y destrucción de su propio pensamiento acabará destruyendo también cualquier tipo de moral o valores. Asediado por las deudas y a cargo de un hijo adolescente, el poeta se convierte en un número: el trabajador 11811 de una empresa de exportación de automóviles. Así, reducido a un simple dígito, entra en la dinámica de una trabajo regido por las estrictas normas de una corporación acostumbrada a aprovecharse de sus empleados. Un sistema que enfrenta a sus miembros para vaciarlos de racionalidad y provocar sus instintos de supervivencia más básicos a cambio de un simple bonus salarial. Una alienación del individuo del concepto de sociedad, un vaciado sentimental a cambio de un supuesto estado de bienestar.

    La película huye deliberadamente del drama social o de la denuncia para concentrarse en los dilemas a los que se va enfrentando 11811 (así es como se refieren al personaje principal en todo el metraje). Con la sobriedad y frialdad propia del cine nórdico, Månsson establece la distancia necesaria con su personaje para conseguir retratar el descenso hacia la clase muy baja y muy trabajadora que realiza el protagonista, interpretado por Andres Mossling en un gran trabajo de contención milimétrica. Tras una primera mitad verdaderamente excelente, la cinta intenta expandirse introduciendo otros elementos en la trama que no acaban de concretarse y que la hacen tambalear, dejando entrever alguna que otra carencia a nivel de desarrollo. De este modo, la dirección clara que tomaba el largometraje en su primera mitad parece emborronarse con algunas decisiones argumentales. No es tanto un problema de sutileza o de la sobriedad tonal que adopta, sino de los caminos que recorre para llegar a una conclusión que, aunque interesante y en el fondo totalmente desoladora, no deja de parecer atropellada y poco elaborada. Aun así, Yarden representa en sus escasos 80 minutos de duración algunos de los males que nos dejan los últimos años de crisis económica. En demasiadas ocasiones nos centramos en las consecuencias monetarias y cuantificables, pero el verdadero drama puede haber sido el borrado de valores y principios, de ilusiones y esperanzas, que ha perpetrado en muchos de nosotros. (70/100)

    Boris sans Béatrice

    BORIS SANS BÉATRICE

    Denis Côté, Francia, Canadá / Competición.
    por Gonzalo Hernández Espinosa.

    La platea berlinesa ya se encontró con Denis Côté hace ya dos años cuando estrenaba en Fórum la que por entonces era su nueva película, un documental que observaba los rituales cíclicos de una serie de fábricas, con especial incidencia en enfrentar, mediante la mera observación, al hombre frente a las maquinas. Las mismas que necesita para formar parte de un engranaje en el que, como las piezas, cada uno tiene su sitio. Aquella propuesta estaba a años luz de distancia de lo que es Boris Sans Béatrice, presentada esta 66ª edición. Una ficción en torno a un hombre seco, altivo, y orgulloso que disfruta de una buena posición social y económica pero que se ve obligado a enfrentarse a sí mismo cuando un individuo anónimo le obliga a ello, argumentando que eso hará mejorar la frágil salud mental de su mujer. Lo que empieza como la exploración psicológica de un personaje, acaba derivando poco a poco en un aleccionamiento moral muy vulgar, marcado por un desarrollo en el que nuestro protagonista decide contactar con aquellos seres queridos que ha sacrificado en pos del éxito profesional. Así, sin cortapisas, Côté se pone el hábito o la corbata de profesor y enseña al público las perfectas reglas de cómo ser un ‘buen hombre’, de cómo volver al camino del que uno nunca debió desviarse y de cómo la redención en una persona débil es posible, aun cuando ha sido déspota hasta el tuétano.

    Hay quién dice que detrás de este aparente aleccionamiento se esconde una crítica a ese pensamiento conservador que rige determinados sectores de la sociedad donde las lacras de carácter no están permitidas y donde la ambigüedad que rige los actos de una persona es rechazada de plano con el consiguiente desprecio de su familia. Aquí, el de su hija (una adolescente que vive con dos gays brevemente dibujados como cualquier homosexual de sitcom) y su madre (enclaustrada en una residencia). Nuestro cordero desviado retomará su camino paso a paso, siguiendo los pasos de ese anónimo que ya hemos citado, encarnado por un Denis Lavant aquí transformado en trasunto de gurú. Y, si se analiza fríamente, hay que admitir que es posible que en el fondo el director esté burlándose de su propia y abismal falta de sutileza, y que todo esto en realidad sea algo consciente, un juego con el espectador para que éste se ría del reflejo de un pensamiento hipócrita que rige gran parte de nuestro mundo; en el que las intenciones no son lo único que cuenta. En cualquier caso, el cineasta canadiense no consigue lo que se propone. Ya sea como filme moralista regido por una mentalidad absurdamente maniquea, ya sea a través de una óptica irónica difícil de captar, las piezas no terminan de encajar en ningún momento. Ni sin Béatrice, ni con ella… (30/100)

    Creepy

    CREEPY

    Kuripi, クリーピー, Kiyoshi Kurosawa, Japón / Berlinale Special.
    por Gonzalo Hernández Espinosa.

    A Kiyoshi Kurosawa se le conoce, en primer lugar, por compartir apellido con uno de los pilares básicos del cine asiático, y en segundo, por haber dirigido Pulse, filme de terror del 2001 que conoció un remake americano en 2006 y que sería uno de tantos que intentaría beneficiarse de la fiebre que por aquel entonces la Industria cinematográfico mundial padecía sobre ese género. El del horror japonés que volcaba la paranoia en las tecnologías dominantes de finales de siglo: el televisor, los ordenadores, las cintas de vídeo, las cámaras o los teléfonos móviles. Aparatos básicos de nuestro día a día que acababan condenándonos por nuestra malsana costumbre a la curiosidad. En ese contexto, Kurosawa es donde se ha forjado una identidad que ha llevado a que los títulos más fáciles de encontrar ahora mismo editados en el mercado doméstico español sean la misma Pulse, Loft o Seance. Todas incluidas en el terror, aunque no del todo representativas de su trayectoria, sobre todo teniendo en cuenta que el cineasta lleva dirigiendo desde 1983 y ha tocado todas las temáticas y tonos. Especialmente en la última etapa de su filmografía, con guiños al drama de ciencia-ficción. Algo que le ha asegurado una posición habitual en line ups de certámenes europeos, como Locarno.

    Creepy se describía a priori como una nueva incursión en el thriller, entre asesinatos múltiples, casas abandonadas y sótanos ruinosos; y aunque la iconografía de toda buena película criminal se cumple, aquí es el tono el que descoloca hasta al más preparado. En un desarrollo alterno, vamos siguiendo la investigación, reabierta casi por casualidad, de un policía retirado en un antiguo caso de desaparición sin resolver, al tiempo que se nos muestra cómo él y su mujer se aclimatan a su nuevo vecindario buscando distanciarse de traumáticos hechos del pasado que parecen haber marcado a la pareja. Kurosawa parece poner el punto de mira en los suburbios japoneses donde pocos vecinos confraternizan entre sí y donde la incomunicación y la desconfianza parece la norma de convivencia de estas ciudades. Lo hace a través de un punto cómico que, visto desde occidente, es extraño pero que es habitual en muchas producciones japonesas y cualquier que sea mínimo aficionado a su cine seguramente ya estará familiarizado. A Kurosawa no le preocupan demasiado las lagunas de guion y el hecho es que, a pesar de su deslavazada historia, al final Creepy engancha, o, por lo menos, entretiene. Eso hay que concedérselo. Durante dos horas el filme consigue ser ágil pese a que tarda en entrar en materia; momento en el que tal vez se produzca la ruptura de tono más brusca. Cuando la película se acerca al clímax, los personajes han perdido toda coherencia y el espectador se ha resignado a tomarse la trama en serio, porque sabe que si lo hace, esto no habría por dónde cogerlo. (50/100)


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