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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La trama fenicia

    || Críticas | Cannes 2025 | ★★☆☆☆
    La trama fenicia
    Wes Anderson
    La imagen decorativa


    Rubén Téllez Brotons
    Cannes (Francia) |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, Alemania, 2025. Título original: «The Phoenician Scheme». Dirección: Wes Anderson. Guion: Wes Anderson, basado en una historia de Wes Anderson y Roman Coppola. Compañías: American Empirical Pictures, Indian Paintbrush. Festival de presentación: 78.º Festival Internacional de Cine de Cannes (Competición Oficial). Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Bruno Delbonnel. Montaje: Barney Pilling. Música: Alexandre Desplat. Reparto: Benicio del Toro (Zsa-zsa Korda), Mia Threapleton (Liesl), Michael Cera (Bjorn), Riz Ahmed (Príncipe Farouk), Tom Hanks (Leland), Bryan Cranston (Reagan), Mathieu Amalric (Marseille Bob), Richard Ayoade (Sergio), Jeffrey Wright (Marty), Scarlett Johansson (Prima Hilda), Benedict Cumberbatch (Tío Nubar), Rupert Friend («Excalibur»), Hope Davis (Madre Superiora). Duración: 105 minutos.

    Wes Anderson cree que el estilo debe ser algo rígido, inmutable, una gramática particular a la que se llega en determinado momento y que ya no se debe de abandonar: según su concepción, la articulación de una poética propia no puede ser otra cosa que la negación de la búsqueda, de la indagación, del cuestionamiento que debería mover los engranajes de cualquier obra. El suyo es un cine de afirmaciones preconcebidas, de preguntas insustanciales que se repiten en bucle y a las que se responde con reiterativos monosílabos: aquella escena de La crónica francesa en la que los personajes de Adrien Brody y Benicio del Toro se enfrascaban en una partida de tenis conversacional en la que el primero insistía una y otra vez en su deseo de comprar un cuadro —”I wanna buy it”— y el segundo se enroscaba en su posición —”Is not for sale”— hasta convertir el conjunto en una cacofonía del absurdo, bien puede ser leída como manifestación visual de la idea de cine que defiende el director. Nada altera la magnanimidad de una imagen inamovible que se impone ante la mirada de los espectadores como un tótem de refinado cuidado estético: la —supuesta— genialidad de su composición justifica su sublimación, su elevación a la categoría de fórmula, su conversión en un puntual regalo que llega a las salas cada dos o tres años para confirmar la certeza del estatismo en el que el cineasta lleva tiempo buceando. Sin espontaneidad, ni intención de dialogar con la realidad, y con el único objetivo de deleitarse en el placer sensorial que le produce la contemplación de su propia orfebrería formal cuando se coloca frente al espejo deformado de su autocomplacencia, la “nueva” película de Anderson es la elevación a su máxima potencia de la cristalización de una imagen que, en algún momento, llegó a estar viva.

    La trama fenicia no supone un paso adelante en su obra, sino que es el mismo paso que lleva repitiendo desde hace ya algunos años: sin variaciones o cambios con respecto a sus anteriores trabajos, sin el propósito de explorar nuevos horizontes narrativos, la película se cierra sobre su propia cáscara estética durante una hora y media en la que se solapan sobre la pantalla los personajes pintorescos, los colores pastel, las breves interrupciones en blanco y negro, las estrellas de Hollwyood haciendo cameos, los planos simétricos y los travellings casi robóticos. En este caso, la breve línea argumental que liga las diferentes, aisladas e independientes escenas tiene como eje la relación de un empresario multimillonario con múltiples delitos a sus espaldas—defraudación de impuestos, alzamiento de bienes, asesinatos— y una hija a la que metió en un convento años atrás y que ahora se prepara para tomar los hábitos y convertirse en monja. Sobre esa base, Anderson levanta su habitual propuesta formalista. Pese al barroquismo de la puesta en escena, pese a la sobrecarga de unos planos hinchados hasta sus propios límites, que apenas dejan respirar ni a los personajes ni la narración, la película no podría estar más vacía.

    Resulta imposible decir de qué hablan sus imágenes, desde qué posición miran el mundo, porque la realidad permanece fuera de los límites de su ecuación estética. Anderson rechaza trazar un retrato de personaje, construir un discurso e incluso dotar de expresividad a sus vitaminados planos. Sus movimientos de cámara no son más que decoración técnica, ejercicios de caligrafía sobre la nada, y la sistémica composición simétrica de sus encuadres no responde a propósito alguno. Sus imágenes están ahí porque son bonitas —según su particular concepción de la belleza—, porque consuelan de una realidad hostil plagada de incertidumbres con la amabilidad de sus geometrías perfectamente medidas y sus conflictos insustanciales protagonizados por personajes arquetípicos que, al estar interpretado desde un cierto distanciamiento brechtiano, ofrecen, al mismo tiempo, un holograma de originalidad y la tranquilidad de un lugar seguro. Las de Anderson son imágenes decorativas, ornamentos de salón que buscan el gag autosuficiente, la risa controlada que nunca pone en cuestión los elementos que la construyen. Sólo se puede sacar alguna lectura de La trama fenicia si se la pone en relación con la obra de su creador, puesto que es la viva manifestación de su alergia hacia todo aquello que se aleje de la ficción autosuficiente. Por ejemplo, el realizador, en varios momento de la cinta, decide dejar fuera del encuadre la cabeza del mayordomo del protagonista —es decir, decapitarlo— para poder filmar un plano general en cuyo centro se encuentran Benicio del Toro y una serie de objetos dispuestos, de nuevo, de forma simétrica sobre el suelo: fetichismo por el adorno antes que cuestionamiento de un abuso naturalizado —ese mayordomo apenas es una sombra cuyos movimientos están subordinados a los caprichos del excéntrico millonario, realidad asumida y utilizada como gag por el director—. Hacia el final del metraje, mientras dos personajes se salen del encuadre enzarzados en una pelea, Anderson prefiere seguir filmando la estancia vacía en la que se encontraban antes que poner el foco sobre sus cuerpos, sus heridas y sus problemas. La imagen vacía —en todos los sentidos— le interesa más que los conflictos humanos. ♦


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