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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La rueda conoce mi nombre

    || Críticas | ZINEBI 2024 | ★★★☆☆ |
    La rueda conoce mi nombre
    Claudio Zilleruelo Acra
    Anónimos sin subtexto


    Javier Acevedo Nieto
    Bilbao |

    ficha técnica:
    México, 2024. Título original: «La rueda conoce mi nombre». Dirección: Claudio Zilleruelo Acra. Guion: Claudio Zilleruelo Acra. Productoras: Taller Triton, Zycra Films. Fotografía: Ricardo Cabrera Ávalos. Montaje: Gabriel Herrera Torres. Música: Gholem, Introtyl, Dies Irae. Reparto: María Lara, Fernando Álvarez Rebeil, Claudio Zilleruelo Acra, Ruben Pérez Téllez. Duración: 88 minutos.

    Imaginemos por un momento una película en la que todo sucede fuera de las imágenes. No es algo nuevo, tampoco muy original. Sería una película mucho más interesante por aquello que decide escamotear al espectador que por aquella que decide revelar. También parecería hasta un pequeño soplo de aire fresco cuando, festival tras festival, hay una inmensa mayoría de películas que funcionan como biescritos ya que sus imágenes se escriben en dos lenguajes: uno formado por texto de la imagen y otro el subtexto. Por un lado, se nos muestran en sus opulentas imágenes y, por otro, en sus propias imágenes se esconde la clave para descifrar su sentido en un lenguaje discursivo, referencial y pomposo. Posteriormente se añade el cotexto en forma de crítica que podemos leer y terminamos así con un tritexto que parece la piedra de Rosetta. Así, la película se convierte en un artefacto que esconde en sus propias formas la clave para ser descifrada.

    Esto es tremendamente aburrido y, pese a ello, buena parte del denominado cine de festivales está tan imbuido por la solemnidad de lo que le gustaría decir que se suele olvidar de lo que termina expresando. Celebremos, entonces, las películas que son solo borraduras y trazos sueltos de imágenes cuya clave se perdió como quien olvida las llaves. La rueda conoce mi nombre es la propuesta de Claudio Zilleruelo Acra. En Ciudad de México, millones de vidas anónimas se entrecruzan sin mayor contexto. La cámara temblorosa que mutila encuadres y juega con pequeños reencuadres sigue a un hombre y una mujer. Él regenta una tienda de discos y se aburre bastante. Ella es solista en una banda de heavy metal y disfruta de las luces de los túneles subterráneos. A veces están juntos, otras simplemente no. Zilleruelo construye un no-texto circular sin otra coherencia que la de la propia aleatoriedad aparente del montaje. Algunos lo llamarán slow cinema, otros dirán que es una suerte de mumblecore sin clímax ni agudos diálogos. Es, simplemente, una película en la que el espectador toma parte de manera mucho más activa que en esas películas-biescrito que mencionaba antes.

    ¿Cómo lo hace? Proyectando sentido en cada imagen y diluyendo su propia experiencia receptiva en las imágenes que contempla. Quizá el mayor logro de La rueda conoce mi nombre sea el de devolver al espectador la complicidad de ser coescritor de su propia experiencia de visionado. El slow cinema es un término un tanto equívoco para películas que en todo momento persiguen a un espectador activo. Zilleruelo parece estar refiriéndose a una forma de cine donde la coherencia se disuelve en la aleatoriedad, en la creación de momentos que no hacen sentido en un sentido racional, pero que al mismo tiempo son intensamente significativos en su propia autonomía visual. Los personajes de la película viven vidas que no necesariamente demandan explicaciones narrativas o psicológicas para tener presencia y resonancia en la pantalla. La soledad, el aburrimiento, y las luces de los túneles que la mujer de la banda heavy metal disfruta, no están construidos para servir un propósito sino para expresar estados y presencias.

    Este tipo de narración abre la puerta a una discusión más profunda sobre el papel del espectador como creador de significado. Mientras que el cine de festivales está impregnado a menudo de la solemnidad que deriva de querer enunciar algo profundo, Zilleruelo rehúye de esa misma solemnidad al rechazar un lenguaje referencial y discursivo. En vez de esto, deja espacio para que cada imagen exija una interpretación desde la subjetividad del espectador, generando una experiencia de borradura en la que la cámara tiembla y mutila encuadres no para confundir, sino para invitar a habitar el vacío entre lo mostrado y lo que no está. La circularidad de La rueda conoce mi nombre es capaz de ofrecer imágenes que funcionan más como sílabas que como significantes. Por sí solas no aportan más que un registro cotidiano, pero es en su concatenación donde comienzan a formarse pequeñas palabras y rimas que describen el bullicio de la ciudad, el anonimato o, por qué no, todos los ratos muertos que nunca recordamos.

    Es una película donde la linealidad poco importa ya que parece inmersa en la construcción de un cine marginal que profundiza en cómo el proceso de visionado puede ejercer una influencia en la construcción de la propia película. Una suerte de Chungking Express desprovista de poética porque, en el fondo, Zilleruelo parece más preocupado por construir un espacio fílmico abierto a la indeterminación y la casualidad antes que propiciar unas coordenadas poéticas. Es una forma de usar el cine para deconstruir el significado de tantos y tantos relatos sobre encuentros y romances que requiere vaciar ciertas construcciones culturales hasta no dejar nada más que el rastro de lo que quizá fue, pero nunca veremos.

    Zilleruelo se aparta de una imagen que carga de sentido el espacio-tiempo y apuesta por una liberación del espectador, quien se convierte en testigo de una Ciudad de México capturada en sus detalles efímeros y caóticos, sin pretensiones de cohesión dramática ni conclusiones existenciales. La película se convierte así en una especie de palimpsesto visual, donde cada espectador aporta su propio trazo, su propio recuerdo proyectado sobre esos espacios y personajes en apariencia intrascendentes. Al contrario que en el cine-biescrito, donde todo parece estar destinado a ser desentrañado, aquí hay un deslizamiento constante entre lo visto y lo sentido, y la falta de un sentido único es justamente la herramienta para reubicar al espectador en un lugar proactivo. La ciudad, sus habitantes anónimos, y los silencios que se insertan entre las escenas evocan una estética de lo incompleto, de lo que nunca fue capturado, recordando la manera en la que Agnès Varda trataba a veces esas imágenes convertidas en restos de historias mínimas: fragmentos que se pierden y, al hacerlo, encuentran una belleza casi involuntaria. n un panorama audiovisual saturado de discursos y de imágenes sobreinterpretadas, Zilleruelo nos recuerda que el cine también puede ser una forma de desapego: un lugar donde el espectador habita la incertidumbre, y donde lo que queda por ver es, en realidad, lo que nunca vemos. ♦


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