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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | My Sunshine (ぼくのお日さま)

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★★☆ |
    My sunshine
    Hiroshi Okuyama
    En defensa de la ternura


    Aarón Rodríguez Serrano
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Japón, 2024. Título original: ぼくのお日さま, Boku No Ohisama. Dirección, guion y fotografía: Hiroshi Okuyama. Música: Humbert Humbert. Montaje: Tina Baz. Producción: Toshikazu Nishigaya y Masa Sawada. Intérpretes: Keitatsu Koshiyama, Kiara Takanashi, Sôsuke Ikematsu, Ryûya Wakaba.

    Llegaba de tapadillo, casi oculta entre los pliegues de la sesión nocturna, y de pronto se convirtió en el cuchicheo de los corrillos de la crítica. Como una obra en sordina, más allá de las películas que funcionan como pie de página de los grandes nombres, tan breve y concisa, tan bien trazada, con el gustoso placer del descubrimiento bajo el brazo. Así desemboca My Sunshine (Hiroshi Okuyama, 2024), una delicada cinta rodada en 4:3 con apenas un puñado de localizaciones y una atmósfera inesperadamente cálida.

    La cinta gira en torno a las relaciones entre un profesor de patinaje artístico, una adolescente lejanamente enamoradiscada de él y un niño tartamudo sumergido en un mundo interior que roza el hermetismo. Con semejantes mimbres, desde luego, un mal director se arrojaría sin el menor pudor por el camino de la vergüenza ajena o rodaría un melodrama lleno de lugares comunes y lágrimas fácil. Sorprendentemente, Okuyama consigue serpentear entre todos los escollos que puntean un punto de partida tan duro para poder generar una especie de fábula, un chispazo concreto de buena orfebrería fílmica, trazado con cuidado y empatía. Su capacidad de observación comienza con el propio uso del encuadre, que no cae en la nostalgia autoconsciente tan de moda en nuestros tiempos, sino que se pone al servicio de lo más concreto de la historia: los movimientos, los desplazamientos sobre el hielo, los exteriores que se experimentan de manera claustrofóbica. Cuando tiene que mover la cámara sabe perfectamente hacia dónde trazar las líneas y dónde localizar los objetos en el interior del plano. Ya en los primeros minutos –especialmente en los interiores— parece quedar claro por qué Okuyama ha decidido hacerse cargo también de la dirección de fotografía. De alguna manera, la simbiosis entre encuadre, luz, destellos y rebotes, es prácticamente perfecta. Las áreas de color y de sombra, mientras la cámara se desliza en el momento previsto, van quedando desveladas y ofrecen todo tipo de matices sobre la interioridad de los personajes.

    A nivel narrativo, todo es de una sencillez apabullante. Sin embargo, en lugar de molestar o de resultar irónico, Okuyama parece controlar con total humildad y precisión las evoluciones y los devenires de la historia. En lugar de perder el tiempo con diálogos explicativos, deja reposar la cámara sobre el escenario y contribuye activamente a que el tiempo haga florecer las emociones. Por ejemplo, ofrece una explicación inicial de las relaciones afectivas de los tres personajes a partir del eje de miradas que debería estudiarse en todas las escuelas de dirección. La duración de cada plano es perfecta: la adolescente que se ofrece a la mirada, el niño que la contempla, el profesor que se queda literalmente anonadado ante la abrasadora verdad de ese primer amor tan ingenuo, tan torpe, tan incuestionable. La cámara no necesita hacer ningún arabesco: respeta la mirada, el gesto mismo del mirar, y deja que fluya durante un tiempo que poetiza y mece el metraje.

    A partir de aquí, no hay un conflicto descomunal ni un descubrimiento sorprendente. La vida, sin más, parece irse posando paulatinamente sobre el material mismo de las ilusiones, erosionando y enroscándose en las expectativas del trío protagonista. Es deslumbrante cómo se habla del pasado utilizando como cajas resonadoras dos niños que son, de alguna manera, un proyecto absoluto de futuro. Ese drama de la madurez, del descubrimiento del territorio perdido, es el tema principal sobre el que se despliega la escritura de Okuyama sin darle una tregua a la autoconmiseración o a la melancolía mal entendida. Hay un deber con el presente, parece sugerir su película, una posición siempre abierta desde la que debe contribuir el padre, el mentor, el profesor, el amigo… aquel que, de manera total e inevitable, se equivoca al marcar el camino. Susan Ray, en el prólogo a la reciente edición de las memorias de su marido que acaba de editar Imprenta Dinámica (1) apuntaba que la vida quedaba definida por los encuentros —muy pocos— en los que se manifiesta ante nosotros alguien absolutamente deslumbrante. My Sunshine intenta hacer una película alrededor de esa experiencia, sin miedo a resultar ingenua, pequeña, incluso ligeramente naif. Es un exponente perfecto de eso que llamamos el Cine Quirky y que cada vez cobra más peso —para bien y para mal— en el ecosistema fílmico contemporáneo. Avanzar en esa dirección es, de manera indudable, parte del encanto contradictorio de nuestro tiempo. Quizá por ello, aunque parezca a ratos una película asilada, incluso hermética en su pequeño microcosmos deportivo, hay que dejarla crecer y ver cómo se va desplegando, poco a poco, en pequeños pero profundos chispazos de belleza. ♦

    (1): RAY, Nicholas (2024). Me quitaron de en medio. Imprenta Dinámica. Traducción y notas de Manuel Martín Cuenca.


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