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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Que la fiesta continúe

    || Críticas | ★★★★☆ |
    Que la fiesta continúe
    Robert Guédiguian
    El arte, el escombro


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Francia, 2023. Título original: Et la fête continue!. Dirección: Robert Guédiguian. Dirección y Guion: Robert Guédiguian, Serge Valletti. Música: Michel Petroissian. Dirección de fotografía: Pierre Milon. Montaje: Bernard Sasia. Intérpretes: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan, Lola Naymark, Grégoire Leprince-Ringuet, Robinson Stévenin, Yann Trégouët.

    «El papel del arte en el perfeccionismo es tanto hacer de pantalla a nuestras
    aspiraciones morales —es decir, a nuestro temor de nunca alcanzarlas—como
    recordárnoslas».
    (Stanley Cavell).


    En noviembre de 2018, dos edificios ubicados en Marsella, en los números 63 y 65 de la Rue d´Aubagne, se desplomaron. Bajo los escombros, entre los escombros, varios cadáveres que no pudieron escapar a la catástrofe. En los primeros minutos de la última película de Guédiguian, imágenes de archivo, humo, perros policía, sirenas, cámaras de bajo formato. Un busto de Homero abrazado por el humo y el polvo.

    A partir del suceso real, el director se impone la reflexión. Es un deber moral autoimpuesto que se repite película tras película: ya sean las víctimas del genocidio armenio, ya sean las víctimas de la II Guerra Mundial, ya sean las víctimas de la heroína en los barrios de Marsella. Ya sea la propia víctima del ser humano pequeño, casi vulgar, cotidiano, tullido emocionalmente que va de un lugar a otro buscando las claves del amor, el trabajo y la dignidad. Sin embargo, y quiero decirlo claramente, el cine de Guédiguian no tiene ni un único fotograma victimista, ni un momento de pornografía emocional sobre la miseria, ni una sombra de exhibicionismo barato.

    En muchos sentidos, Mali Twist (2021) había resultado una película monumental, una especie de salto al vacío. Se había distanciado de sus temas, de sus espacios, de sus protagonistas, y había intentado arrojarse en una crónica amarga de los países emergentes que concluía con uno de los epílogos más estremecedores del lustro. El Guédiguian-autor había abandonado los mandos de la nave y había dado paso a una escritura más discreta, más controlada, consciente de sus limitaciones y extraordinariamente cuidadosa con el tipo de mirada que proyectaba sobre colectivos y sucesos prácticamente desconocidos para el público occidental. Ni un único momento de complacencia ni de eso que hoy se viene llamando —y mucho habría que discutir— la «apropiación cultural».

    En Que la fiesta continúe ha vuelto de nuevo a Marsella, ha vuelto a las películas corales, a la reflexión compartida sobre Europa y sus límites. La fotografía de Pierre Milon recupera esa exuberancia de azules y amarillos dulcísimos, profundamente esperanzadores, que había ensayado en Gloria Mundi (2019) y, especialmente, en la magnífica La casa junto al mar (La villa, 2017). Y, de nuevo, retorna el eterno triángulo entre los tres rostros privilegiados del director: Gérard Meylan (extraordinario en su capacidad para los planos-reacción, esto es, para servir a las réplicas del resto de protagonistas), Jean-Pierre Darroussin (en el que quizá sea uno de los papeles más delicados y precisos de su carrera) y, por supuesto, Ariane Ascaride, que una vez más vuelve a encarnar la posibilidad misma del futuro. Guédiguian ha decidido regresar a su Marsella fantaseada, una Marsella-laboratorio de sensibilidades y pluralidades, una Marsella que se compone más de los gestos y las voces de sus actores que de un urbanismo canibalizado, de la postal turística, de su propia historia tabernaria y peligrosa. Para el director, la ciudad es el laboratorio de Europa, una sinécdoque, una bola de cristal en la que se puede reflejar lo que ha de venir —y cuyas predicciones, lamentablemente, se han ido cumpliendo punto por punto desde el estreno de la desesperada La ciudad está tranquila (La ville est tranquille, 2000).

    Ese «universo-Marsella/Guédiguian» deparará pocas sorpresas a los espectadores habituales del director en su última película, pero quizá sí que sorprenda por la fuerza y la cohesión con la que han cristalizado las viejas tesis sobre la política y el mundo. De nuevo, la cinta es inmisericorde y nada complaciente: los partidos de izquierda se amalgaman en propuestas antitéticas absurdamente enfrentadas, la ciudadanía sigue buceando entre la resignación y la miseria, los viejos mantras se escapan entre los dedos porque los retos se multiplican encima de la mesa. Sin embargo, conviene subrayarlo, no hay espacio para la filípica ni para el sermón. Como siempre, el director es claro: la solución viene de la acción particular, casi desquiciada, para reiniciar junto a la familia y a los amigos un proyecto compartido y realista. Rosa (Ariane Ascaride) tiene que pelearse a la vez con el trabajo, con el amor, con el legado, y con una lucha política romantizada que no encaja en las estructuras reales que la rodean. Hay secuencias oníricas, pero tan cotidianas y dulces que pueden confundirse con recuerdos puntuales. Hay momentos en los que música, teatro, política y confesión se van hibridando en un magma denso y complejo en el que es fácil perderse. La película quiere hablar de todo a la vez, a toda velocidad, arrojando una escena detrás de otra y poniendo los puntos sobre las íes lo mejor que puede. La sensación es la de observar un huracán cinematográfico lleno de ideas, pero sobre todo, guiado por una certidumbre absoluta en el proyecto humanista y de esperanza en Europa para transformarse en el amor, alrededor del amor. La cámara acompaña a las ideas con una distancia respetuosa e incluso, aunque no lo crean, encontrarán en el metraje un plan de dron bellísimo con un reencuadre nocturno que casi justifica la invención de ese tipo de cacharros voladores.

    Frente a la resignación general y generalizada, vuelve el Guédiguian de la lucha fraternal y espiritual, la lucha pequeña y efectiva, la que no conseguirá clics en redes sociales ni memes de Podemos o de Sumar. Su escritura está en otra órbita y, por lo tanto, resultará anacrónica para los que únicamente gustan de ver su propio ideario plasmado en la pantalla. Al otro lado, para los que gustan del cine y de la vida, es probable que la película les abrace y les estremezca. ♦


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