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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Nina

    || Críticas | ★★★★☆
    Nina
    Andrea Jaurrieta
    Niña/Ninfa/Nina


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    España, 2024. Título original: Nina. Dirección y guion: Andrea Jaurrieta. Música: Zeltia Montes. Dirección de Fotografía: Juli Carné Martorell. Montaje: Miguel A. Trudu. Diseño de Producción y Dirección de arte: Eider Ruiz. Reparto: Patricia López Arnaiz, Dario Grandinetti, Mar Sodupe, Miquel Garcés, Leyre Berrocal.

    La película comienza en la lluvia y termina frente al mar, pero está atravesada por una línea roja de enorme potencia. Corrimiento de tierra y de memoria, desfile de cuerpos que sangran o que rezan (casi siempre es lo mismo), y así se podría decir que Nina (Andrea Jaurrieta, 2024) es un Western patrio —argumento que se repetirá hasta la saciedad en las críticas al respecto—, pero también es otra cosa bien distinta. Porque Nina es menos deudora de la tradición del cine clásico que de las vetas profundas de un cine español, esperpéntico, retorcido, barroco, un cine de angustiosos sótanos sobre el trauma y la memoria que alcanzó su cénit en la década de los noventa con aquellos verdes saturados de Médem y aquellos rojos saturados de Almodóvar, pero con la sombra de Borau atravesándose por los cortinajes del melodrama.

    Jaurrieta escapa de la historia del cine mirando de refilón a Ray/Saura, y así construye un abecedario potentísimo de tono y atmósfera, que es algo que el mal realizado nunca consigue y en el que ella, vamos a decirlo claro, brilla deslumbrantemente. Le da tiempo al cine, permite que un plano respire, luego gira sobre sí misma y tuerce las cronologías del relato en un recuerdo, un flashback, una persecución, una procesión. Podría ser un baile delicado entre las fallas del tiempo, que en el fondo, uno intuye, es para lo que de verdad se inventó el cine y lo que suele olvidarse en casi todas las proyecciones: que la maldad, la bondad, el perdón y el dolor son sombras que se deslizan por el envés de la pantalla y se encarnan, si todo va bien, en esas marionetas sagradas que conforman las actrices y actores.

    No lo digo por decir: López Arnaiz y Grandinetti giran vertiginosamente en la telaraña del destino, partidos entre dos tiempos como partido suele estar su cuerpo por los espejos que se disponen en el primer tercio de la cinta. La diferencia es que mientras Grandinetti aparece multiplicado por el movimiento en un tiovivo que recuerda difusamente al praxinoscopio —de nuevo, la Historia del Cine—, la niña/Nina está escindida en tres espejos en los que se refleja —y no de manera inocente, desde luego— la sombra de Victoria Abril. Nina perdió la ñ de la niña que había sido a la sombra de un faro, o mejor dicho, se la arrebató un pequeño diosecillo caprichoso de las letras y los sexos, vampiro que surge como Nosferatu de un mundo imaginado y aprieta con violencia los resortes de la seducción. Uno tiene la intuición de que Jaurrieta sabe perfectamente de lo que está hablando, porque encuentra una serie de recursos visuales de tremenda precisión (los fuera de campo y de foco, la composición que esconde y sugiere) que van asfixiando lentamente la poca luz que pudiera haber dentro del relato. Es una oscuridad densa y ronca —¿no lo son todas las que vuelven del pasado, después de todo?—, que apenas se quiebra en un puñado de planos: dos mujeres que atraviesan un bosque con sus escopetas, un hombre capaz de pedir perdón, una canción que suena de noche. Poca cosa en un mundo trazado desde y por la maldad, en el que la cámara de Jaurrieta a veces parece un escalpelo y a veces un cincel.

    Sin embargo, la precisión del trazo parece emerger de un trabajo colaborativo y bien afinado en el que las distintas capas visuales y sonoras se van dejando caer con elegancia y rigor unas sobre otras. Por ejemplo, la música de Zeltia Montes, que trepa y se despliega escena tras escena con una exuberancia dramática que no esconde su voluntad de imponerse, de contribuir al relato. Junto a ella, una suerte de tormenta sonora que emergiera del exquisito diseño de sonido. El mundo fílmico se auricuraliza a través de la protagonista, a su alrededor, emergiendo desde la herida hasta el presente: frases que se hurtan, reverberaciones y los crujidos de puertas que tensan los nervios. Al fondo de la escena, unos jóvenes borrachos, un reguetón mecánico que golpea sus bajos, lejanas olas deslizándose por una arena en la que las huellas humanas y animales se confunden. ¿Es una cacería visual? ¿Es una historia sobre el derramamiento pasional e injusto de un cordero sagrado que retorna envuelto en miedo y rabia? La colorimetría retorna una y otra vez a ese rojo insistente, casi como si fuera el tropo visual compositivo central: vestidos, monederos, objetos y manchas que salpican aquí y allá, telas y mohos que parecen empujar el encuadre incluso a veces a una suerte de abstracción expresionista. Ciertamente, Jaurrieta tiene la suficiente inteligencia y sensibilidad como para dejar que el tiempo fluya y que cada plano encuentre su duración precisa. Tono y atmósfera, decía antes, funcionan con la precisión de un reloj apasionante.

    Por lo demás, Nina demuestra que una película puede estar en el centro mismo de los debates sociales y políticos que están tomando cuerpo en nuestros días –el consentimiento, de nuevo, como eje de la experiencia contemporánea—, y sin embargo, no sacrificar en ellos su compromiso formal ni su buen hacer en el relato. De hecho, la apasionante escena final, ese no-entenderse, esa paz imposible, esa exigencia de un diálogo y un perdón que no pueden darse nunca jamás se articula en dos frases apoteósicas que funcionan como martillazos de cierre en el relato. «No conseguirás que me sienta culpable», por un lado, y la pregunta «¿Hubo otras niñas?» quedan flotando en el ambiente como dos extraordinarias lecciones sobre la psicología de víctimas y verdugos, laberintos furiosos de violencias y ansias, silencios populares y memorial de agravios. De ahí que ese corte de montaje —no puede ser un Western, al menos no en un sentido clásico o manierista— con el que se clausura la película y se nos arroja a unos contundentes títulos de crédito finales, es una invitación activa a aceptar la confusión, la complejidad, la urgencia de la problemática del consentimiento. Jaurrieta no alecciona a nadie y se limita a encuadrar a López Arnaiz en unos encuadres de diagonal profunda, secos, épicos en su concisión y su potencia. Sin embargo, el cierre de Nina no es el cierre de una película, sino un empujón para que el espectador pueda tener un espacio de calma y responderse, si así lo desea (muchos no lo desearán) por su propio deseo.

    Y eso, ciertamente, también es Historia del Cine. ♦


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