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    Sin vergüenza (2001): «La vocación de fingir» | FlixOlé

    || Cineclub | Colección FlixOlé |
    Sin vergüenza
    Joaquín Oristrell
    La vocación de fingir


    Elisenda N. Frisach
    Barcelona |

    ficha técnica:
    España, 2001. Direccción: Joaquín Oristrell. Guion: Joaquín Oristrell, Dominic Harari, Teresa Pelegri y Cristina Rota. Fotografía: Jaume Peracaula. Música: José Carlos Gómez. Producción: Eduardo Campoy y Gerardo Herrero. Productora: Tornasol Films/Cartel/Ensueño Films. Diseño de producción: Belén Bernuy y Soledad Seseña. Edición: Miguel Ángel Santamaría. Intérpretes: Verónica Forqué, Candela Peña, Daniel Giménez Cacho, Rosa Maria Sardà, Jorge Sanz, Carmen Balagué, Elvira Lindo, Marta Etura, Dani Martín, Nur Al Levi, Raúl García, Nacho Casalvaque, Cecilia Freire, Pablo Quejido, Susana Rubio, Pedro Aunión, Pedro Migue, Fran Boira. Duración: 116 minutos.

    Artículo creado en colaboración con FlixOlé, plataforma de streaming bajo demanda especializada en producción y coproducción española que cuenta con un catálogo de 4.000 títulos.



    Partiendo de los clásicos de la screwball comedy, y por tanto manteniendo incólume su tendencia a los diálogos ingeniosos y a un ágil ritmo narrativo, donde también hay cabida para la crítica social, Sin vergüenza (2001) de Joaquín Oristrell es una excelente puesta al día del género. Para ello, rebaja la sofisticación de su ambientación y opta por una estética de corte realista, lo que la hace no solo más afín a la idiosincrasia de España, sino también más cercana a las nuevas generaciones. Con un reparto coral estructurado alrededor de dos personajes centrales, Isabel (Verónica Forqué), la propietaria de una escuela de interpretación en Madrid, y Mario (Daniel Giménez Cacho), un director de cine de cierto prestigio, esta auténtica e ignota joya de la cinematografía patria opera, de hecho, a dos niveles. Primero, el ficcional, en el que se nos narran las historias de cada uno de los protagonistas, las cuales se entrelazan tanto argumental como visualmente, con montajes alternos o incluso split-screens, todos ellos recursos muy vistosos y a partir de cuyo contraste surge una potente comicidad. Y segundo, el metarreferencial, dado que todo el filme es, en última instancia, un homenaje hacia el arte de la interpretación y, por extensión, hacia la pasión por hacer cine y teatro. De ahí que la película se inicie in media res con un plano que luego se repetirá, al final del metraje, desde otro encuadre y con otros actores, mientras se declarará que «hemos rodado la primera escena de la película»: cine dentro del cine, evidenciando con gozo su trampa y su cartón.

    Pero hay más: toda la trama pivota en torno a un guion de Mario que cae casualmente en manos de Isabel, en el que se recoge íntegramente, veinte años después, su fugaz pero apasionado romance. Un guion que, no por casualidad, será el responsable de reunir a los enamorados de nuevo ―pensemos que una actriz y un director se suelen «unir» por medio de un guion―, quienes no solo serán los únicos que en principio sabrán el sustrato verídico del escrito, sino que, además, sin advertirlo, terminarán por reproducir algunas de las partes «nuevas», y por tanto completamente inventadas, del mismo, con lo que realidad y ficción quedarán indisolublemente ligadas.

    Y por si ello pudiera resultar demasiado sutil para parte del público, Oristrell nos presenta en el tramo final de la propuesta la representación de cuatro escenas de los alumnos de Isabel que devienen un reflejo de las vidas de quienes las interpretan, así como reverberan en las de su audiencia: la conversación de Romeo y Julieta sobre la alondra y el ruiseñor; cuando don Juan comprende que se ha enamorado de doña Inés en Don Juan Tenorio; las tensas recriminaciones de Hamlet a su madre Gertrudis en su alcoba; y la discusión entre Alcestes y Celimena en el El misántropo sobre el amor y la fidelidad de la segunda hacia el primero. Especialmente relevante, tanto visual como narrativamente, resulta esta última, pues mientras vemos a Belén (Marta Etura) y Felipe (Dani Martín) llevar a cabo, efectivamente, la escena del clásico de Molière, Mario e Isabel la interpretarán simultáneamente en sus mentes, él haciéndose eco del despecho que siente Alcestes y ella, del orgullo herido de Celimena. No es de extrañar, en esta línea, que el momento culmen de la trama, cuando por fin el secreto que ha mantenido separados a Isabel y Mario sale a la luz, se produzca, precisamente, en el escenario de la escuela de interpretación, con ambos inconscientemente «representando» sus «papeles» ante un «público» compuesto por el resto de personajes de Sin vergüenza.


    «Aunque Sin vergüenza guarda muchos puntos de contacto con una comedia irregular, pero muy popular en su época, como es Escándalo en el plató (1991) de Michael Hoffman, donde también se entremezclaba vida y ficción en el ámbito de un grupo de actores, por su manera de otorgarle al oficio de actuar y dirigir un poder catártico para enfrentarnos a los sinsabores de la existencia, bebe del espíritu de Los viajes de Sullivan (1941) de Preston Sturges, lo que, a la postre, la convierte en una de las mejores muestras del género cómico que ha dado nuestra filmografía».


    Si con todo lo dicho no fuera suficiente para incidir en los grados de complejidad con los que Oristrell y sus coguionistas (Dominic Harari, Teresa Pelegrí y Cristina Rota) entrelazan el elemento narrativo convencional con la reflexión metalingüística de fondo, resulta que el grupo de actores que encarnan a los jóvenes alumnos de la escuela de interpretación de Isabel, o bien debutaban en el cine con este filme o bien tenían la primera oportunidad de un papel de relevancia. De este modo, se ofrecía el testigo de la mano de consolidadas estrellas del cine español como Rosa Maria Sardà, Jorge Sanz o Candela Peña a nuevas promesas como Marta Etura, Cecilia Freire o Raúl Jiménez. Esta voluntad de entrelazar presente y futuro de la interpretación en nuestros lares es uno de los grandes atractivos que, por cierto, atesora actualmente Sin vergüenza, ya que resulta un ejercicio de arqueología cinéfila ver cuál ha sido el destino profesional de las nuevas caras por las que apostaron los responsables de la cinta. Así, por ejemplo, frente a la apenas existente carrera de Pablo Quejido, a cargo de un personaje tan importante como Ernesto, Chema Rodríguez-Calderón, una presencia habitual en los escenarios teatrales, tenía el muy secundario rol de Martín. Inopinadamente, esta perspectiva diacrónica dota a la película de un estrato adicional de reflexión sobre el oficio actoral, al ser una prueba objetiva de lo que Ronda (Rosa Maria Sardà) le cuenta a su hijo para minarle la moral: que ser actor es llevar a cabo las fantasías de cuatro onanistas y que la mayor parte del tiempo supone estar pendiente del teléfono, en espera de esa llamada que nos ofrecerá, ¡por fin!, un trabajo.

    Ello enlaza, además, con el politiqueo implícito en el mundo del espectáculo, cuyas cifras presupuestarias, especialmente por lo que atañe a una producción cinematográfica, se hallan muy alejadas de la voluntad artística y muy cercanas al afán de negocio, y que encarna magníficamente el personaje de Nacha (Carmen Balagué). En ese sutil entramado de vasos comunicantes entre realidad y ficción que es Sin vergüenza, Balagué es en la vida real una actriz pareja de un director (el propio Oristrell), igual que Cecilia (Candela Peña) lo es en la trama de Mario, o la misma Verónica Forqué, casada por aquel entonces con Manuel Iborra. Capas y más capas de guiños, autorreferencialidad, menciones al star system español («Penélope y Bardem»), a los directores taquilleros (Almodóvar, Amenábar y otros «terminados en -bar») y chistes sobre la dificultad de lograr llevar a buen puerto cualquier proyecto en la industria cinematográfica de España ―o el desopilante «hacemos cine por masoquismo» de Nacha― hacen de este filme, en definitiva, una ingeniosa e hilarante comedia, disfrutable en toda su extensión para quienes amamos profundamente el cine, el teatro, la literatura, la interpretación.

    Innumerables son las películas que, a lo largo de la historia del séptimo arte, han reflexionado sobre el show business y sus aledaños, desde clásicos como Eva al desnudo (1950) o El crepúsculo de los dioses (1950) hasta películas de autor como La noche americana (1973), Noche de estreno (1977) o Inland Empire (2006), comedias indies como En lo más crudo del crudo invierno (1995) o State & Main (2000), excelentes obras nacionales como El viaje a ninguna parte (1986) o Arrebato (1979), e incluso hábiles explotations como ¿Qué fue de Baby Jane? (1962). Y aunque Sin vergüenza guarda muchos puntos de contacto con una comedia irregular, pero muy popular en su época, como es Escándalo en el plató (1991) de Michael Hoffman, donde también se entremezclaba vida y ficción en el ámbito de un grupo de actores, por su manera de otorgarle al oficio de actuar y dirigir un poder catártico para enfrentarnos a los sinsabores de la existencia, bebe del espíritu de Los viajes de Sullivan (1941) de Preston Sturges, lo que, a la postre, la convierte en una de las mejores muestras del género cómico que ha dado nuestra filmografía. ⁜


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